Una maldita maraña de hilos

Reanudamos la investigación con el ambiente enrarecido y dos capuccinos del Starbucks. Entre ellos, dejé las copias de un par de artículos de la prensa generalista francesa y de uno de una revista especializada en arte que había recopilado por la mañana.

—Todos los artículos vienen a decir más o menos lo mismo que le contó el barón Thyssen a Camille —le iba explicando. Por último, le mostré el artículo de la revista de arte: era un especial sobre grandes falsificaciones que se hacía eco del falso Giorgione de Himmler—. Éste es el más completo porque lo aborda desde un punto de vista técnico.

Alain le dedicó una lectura en diagonal.

—Según dice aquí, la falsificación era muy buena…

—Sí. Lo mismo dijo el barón. Fue una falsificación muy cuidada. En el análisis de pigmentos se comprobó que los que se habían utilizado eran propios del Renacimiento y habituales en otras obras de Giorgione, como la escarlata veneciana, la azurita, el cardenillo o el ocre amarillo. Todos ellos obtenidos a partir de sustancias naturales. Incluso el óleo estaba preparado conforme al medio veneciano, que el mismo Giorgione había mejorado: empleaba menos porcentaje de plomo y más de cera para preparar la mezcla y conseguir así una pintura que permitía mayor rapidez en la ejecución porque se extendía mejor.

—Entonces, ¿cómo descubrieron que era falso? La ejecución, el lienzo…

—No. La ejecución era buena, pasó sin problemas por un Giorgione después de que lo examinara un equipo de conservadores de la Galería de la Academia de Venecia. En todo caso hubo dudas sobre si se trataba de un Tiziano, como es habitual. El lienzo también superó la prueba de los rayos X: era un tejido natural, un lino como el que podría haber empleado cualquier pintor del siglo XV.

Alain me miró por encima del borde humeante del vaso del Starbucks con una pregunta en sus cejas arqueadas.

—El aglutinante de la pintura —le respondí—: Una resina sintética de fenol formaldehído que no podía ser del Renacimiento porque se empezó a fabricar a principios del siglo XX.

Después, asintió pensativo con la mirada perdida en la copia del artículo.

—Me pregunto por qué alguien que se ha molestado en cuidar tanto los detalles, comete un error tan evidente…

—Yo también me lo he preguntado. Y se me ocurren dos posibles respuestas: o bien que nunca pensara que se fuera a hacer un análisis de pigmentos y por lo tanto cuidara sólo aquellos detalles que influían directamente en la apariencia de la obra, o bien que tuviera prisa, que se viera obligado a terminar el cuadro en poco tiempo, porque las resinas sintéticas permiten que la pintura se seque antes que la cola o las resinas naturales.

—Me recuerda al caso de Han van Meegeren —hizo memoria Alain.

—¿Han van Meegeren?

—Un famoso falsificador holandés. Su especialidad eran los Vermeer. Sacó varios al mercado haciéndolos pasar por auténticos, con la mala suerte de que uno acabó en manos de Göring. Después de la guerra le acusaron de vender patrimonio nacional holandés a los nazis y antes de enfrentarse a la condena, prefirió confesar que el Vermeer de Göring era falso. El tribunal encargó un informe pericial a expertos en arte, quienes se encargaron de demostrar que la obra era efectivamente falsa. Van Meegeren era un falsificador meticuloso, que cuidaba los materiales y la ejecución, aunque también le delató el aglutinante, casualmente una resina sintética… como la de nuestro Giorgione.

—¿Quieres decir que…?

El soniquete de mi móvil interrumpió mi razonamiento.

—Es Konrad. Discúlpame un segundo… —le pedí a Alain mientras salía de su despacho para hablar.

—Hola, Konrad…

—¡Hola, meine Süße! ¿Puedes hablar ahora?

—Sí, dime…

—Todo bien, ¿verdad?

—No, lo cierto es que…

—Bueno, no te entretendré mucho. Sólo quería avisarte de que finalmente no voy a poder ir este fin de semana. Lo siento mucho, meine Süße, pero es que el viernes viene un japonés, un posible inversor de una historia que… En fin, no voy a aburrirte, tengo bastante interés en cazar la pasta de este tipo y me gustaría estar en Madrid cuando venga. Lo entiendes, ¿verdad?

Konrad me había soltado su discurso sin respirar, en su línea habitual de genio del marketing personal: mucho encanto, mucha vaguedad, mucho Konrad. No me paré a pensar si lo entendía o no, tampoco creo que eso importara demasiado.

—He recibido otra amenaza en el móvil y han robado la cinta con la grabación del barón Thyssen —pude completar la frase sin que Konrad me interrumpiera.

—¡Joder con el maldito Von Bergheim! El cabrón es incansable…

—Von Bergheim o PosenGeist… No lo sabemos.

—No, claro, claro. Bueno, menos mal que tú ya tienes la información. La cuestión es saber quién nos quiere pisar el descubrimiento.

—Alain ha…

—Tengo que colgar, meine Süße, perdóname. Entro en una reunión. Seguimos hablando esta noche, ¿de acuerdo?

—Sí…, claro. Esta noche…

Corté la llamada y volví a entrar en el despacho. Alain tecleaba en el ordenador portátil.

—He estado refrescando la historia de Han van Meegeren —me hizo saber cuando me sintió entrar—. No te lo vas a creer: la resina sintética también era un derivado del fenol formaldehído, según dice, Albertol, una marca de la época. Curiosamente, la misma marca que usó quien falsificó el Giorgione. Aquí lo dice… Albertol…

En un momento dado, dejé de escuchar a Alain. Incluso dejé de ver lo que yo misma estaba mirando al otro lado de la ventana. Necesitaba un momento y un espacio para mí y mi decepción, todo lo demás había desaparecido.

No era la primera vez que Konrad cancelaba algo. Por lo menos había tenido la delicadeza de no dejarme en la puerta de casa, con los labios pintados y los zapatos de tacón puestos; en esta ocasión, había avisado con suficiente antelación. Pero Konrad era así: en su escala de prioridades, el trabajo ocupaba el primer puesto y yo, con suerte, me situaba detrás. Era una parte de él que yo había asumido casi desde el principio sin grandes traumas, quizá lo consideraba un defecto que otras virtudes compensaban, como el hecho de que también me dejaba a mí carta libre para que Konrad no fuera siempre el primero en mi lista de prioridades. Sin embargo, esa vez me lo tomé mal, muy mal. Después de todo lo ocurrido… Miraba a Konrad a través de otro cristal, un cristal cada vez menos rosa y cada vez más oscuro. Además, aunque quería aparentar fortaleza, me sentía vulnerable. No me gustaba quedarme sola en mi apartamento, y él apenas me había dejado hablar para pedirle que por favor pasara conmigo al menos el fin de semana. Me sentí decepcionada primero, y prácticamente agredida, después: me convencí de que Konrad me había dejado tirada de mala manera…

—¿Va todo bien?

Sólo al oír su voz recordé que Alain estaba allí y me di cuenta de que se había levantado de la silla, se había acercado a mí y me había puesto la mano en el hombro.

—Sí… Sí. Lo siento, estaba distraída.

Frunció el ceño y me miró. Enseguida quise ponerme a cubierto de unos nubarrones negros cargados de una lluvia de preguntas, pero me detuvo.

—¿Seguro que va todo bien?

No me importaba que su mirada fuese una luz dorada en una noche de tormenta. No quería ni siquiera plantearme si su hombro sería lo suficientemente amplio y mullido como para llorar sobre él, seguro que lo era. Visto lo visto, si intentaba mezclar a Konrad con Alain resultaría un compuesto fétido y explosivo; no quería enredarme con esa química. Además, en aquellas circunstancias de ánimo y disposición hacia Konrad, sentía que hablarle a Alain de él sería como llevarse trabajo a casa, como pasear por el bosque con zapatos de tacón o empezar las vacaciones con un resfriado.

Le sonreí.

—Sí… Seguro.

Recompuse el gesto y traté de volver al aquí y ahora.

—Bueno, ¿dónde estábamos?

Sobre la mesa seguían los artículos de prensa y el portátil con una página web sobre Han van Meegeren abierta.

—Yo estaba en Holanda. Tú… no lo sé.

Él se mostraba perseverante. Y yo, firme: no íbamos a malgastar otra tarde de trabajo con una sesión de psicoanálisis mutuo. Así que ignoré su comentario.

—Pues tendrás que explicarme cómo has llegado a Holanda, me lo he perdido.

Alain claudicó.

—Detrás de un aglutinante sintético, pensando que tal vez Han van Meegeren fuera nuestro falsificador: hay algunas coincidencias.

No, no, no, no, no. No quería enredarme con aquello: no quería dar vueltas al falso Giorgione, porque a cada vuelta que le daba me alejaba más del auténtico. En realidad, cuanto más nos acercábamos a El Astrólogo, más lejos estábamos de él.

Suspiré. Me froté las sienes. Me mordí los labios. Sentí calor, un calor picajoso y bastante incómodo.

Sujetándome la cabeza como si estuviera a punto de perderla, me encaré con Alain:

—¿Dónde estamos?

Él me miró sin comprender. Parecía pensar: «Ya te lo he dicho, en Holanda». Pero no era aquélla la respuesta a mi pregunta.

—Llevo meses viajando y ya no sé dónde estoy. Llevo meses viajando y creo que sin darme cuenta he vuelto a donde empecé. Es angustioso, es como estar en un laberinto: tome el camino que tome nunca encuentro una salida. Documentos, archivos, bibliotecas, entrevistas… ¿De qué ha servido? Seguimos sin tener nada. Sólo un teléfono lleno de amenazas…

Tal vez porque la conversación con Konrad había actuado como un revulsivo y me había dado cierta perspectiva sobre lo que estaba haciendo. Quizá porque me había puesto de mal humor y todo lo veía de color negro. Tal vez por la conversación con Konrad o tal vez no, la cuestión era que me sentía realmente angustiada, como si aquella habitación se estuviera haciendo cada vez más pequeña y, cual Alicia en el País de las Maravillas, sus paredes me fueran aprisionando y su tejado fuera aplastando mi cabeza. Y mientras la habitación se empequeñecía, el cuadro se hacía enorme, inabarcable, inalcanzable e irreal, se volatilizaba como un gas entre mis manos, se escurría como una gelatina entre mis dedos, se me escapaba. No importaba cuánto tiempo le hubiera dedicado, ni cuánto esfuerzo, ni cuántos sofocos, ni cuántos desvelos, el cuadro se me escapaba.

—Creo… creo que no puedo continuar… Estoy completamente bloqueada.

Empecé a sentir una espiral de angustia, una necesidad de salir corriendo, de gritar, incluso, de hiperventilar.

Alain se levantó y se colocó a mi espalda. Con los dedos masajeó mi cuello y mis hombros.

—Está bien… Relájate…

Dejé caer la cabeza hacia atrás y la apoyé en su estómago.

—Esto es como buscar una aguja en un pajar… No, peor. Nunca lo encontraremos. Es una maldita maraña de hilos cada vez más enredados; y no sé de cuál de ellos tirar…

Alain puso su cara sobre la mía: su imagen invertida era un retrato cubista que, junto con su voz, tuvo un efecto hipnótico un tanto surrealista.

—Olvídate de todo, Ana…

Sus dedos masajeaban mis hombros…

—Olvídate de falsificaciones, de hermetismo, de la Academia Neoplatónica, de los nazis…

… masajeaban mi cuello…

—Son sólo todos los hilos que has ido enredando en la madeja…

… mi nuca…

—Sepáralos todos… despacio… con cuidado…

… mi mentón…

—Y escoge sólo uno… Tira de él…

El masaje se detuvo en mis mejillas que quedaron encerradas entre sus manos grandes.

—¿Qué hay al final del hilo, Ana?

Moví suavemente la cabeza de un lado a otro.

—Los Bauer —respondió él mismo—. Tú lo dijiste desde el principio: El Astrólogo siempre lo tuvieron los Bauer. Por eso estoy yo aquí.