Abril, 1943

Gran Bretaña y Estados Unidos se reúnen en la conferencia de las Bermudas para tratar la situación de los judíos en Europa, sin embargo, no llegan a ninguna conclusión, ni adoptan medidas concretas. Entretanto, los nazis continúan implementando la Endlösung der Judenfrage, la Solución Final, para exterminar a la etnia judía en Europa y se producen las primeras ejecuciones masivas en las cámaras de gas.

Llovía con tanta furia que era fácil pensar que la lluvia pudiera agujerear las calles de París. Llovía con violencia, pero, sobre todo, con estrépito; nada podía oírse que no fuera la lluvia.

Una enfermera se había apiadado de ella y le había dado un paraguas viejo y, aunque al abrirlo comprobó que la tela estaba rota, se adentró bajo su parapeto maltrecho en el aguacero.

Georg se subió el cuello del abrigo y quiso encenderse otro cigarrillo. A pesar de hallarse resguardado bajo una cornisa, sus manos estaban húmedas y el encendedor se le resbalaba entre los dedos. Como la gota que colma el vaso, aquel mechero escurridizo contribuyó a crispar sus ya crispados nervios. Georg soltó un taco, devolvió el encendedor al bolsillo, cerró el cigarrillo en un puño y lo estrujó enojado.

Nada más verla salir por la puerta del hospital pensó que iba poco abrigada, que aquel paraguas no le serviría de mucho y que se mojaría los pies. Podría caer enferma, aún estaba débil…

Se le pasó por la mente la idea de cruzar la acera y cubrirla con su gabán. Pero no podía hacerlo, los oficiales de las SS no dan cobijo bajo la lluvia a mujeres que llevan la estrella de David cosida a la ropa. Georg arrojó malhumorado los restos pulverizados del cigarrillo al suelo y salió de la cornisa. Se limitaría a seguirla, confiando en que Sarah, tarde o temprano, le llevara hasta El Astrólogo. Se limitaría a cumplir con su deber.

Sarah llegó a la pensión completamente mojada. A mitad de camino, una ráfaga de aire había dado la vuelta al viejo paraguas y había terminado por abandonarlo en una papelera.

La casera aparentó no sorprenderse al verla después de tanto tiempo sin aparecer por allí ni pagar el alquiler. Todo lo que hizo fue mirar con un mohín de disgusto el rastro de agua que Sarah iba dejando en el suelo del recibidor y recordarle desabridamente:

—La cena, a las siete, como siempre. No sé qué haremos ahora que han vuelto a reducir la ración de carne. Acabaremos comiendo piedras…

La mujer siguió renegando para sí misma mientras la chica subía la escalera. Lo que Sarah no sabía era que Marion había ido pagando el alquiler por las dos. Había empezado a trabajar como guía para agentes femeninas del SOE y, de tanto en tanto las alojaba allí, en la cama que Sarah había dejado libre.

Cuando Sarah entró en la habitación, lo primero que hizo fue mirar el lugar en la pared en el que debería colgar el cuadro… Estaba vacío. Se quitó la ropa mojada y buscó algo seco para ponerse, pero se encontró con que su armario y sus cajones también estaban vacíos. No quedaba nada de ella en toda la estancia. Pero Sarah ya no se alteraba por esas cosas. En realidad, ya no se alteraba por casi nada. Simplemente, cogió prestado un camisón de Marion, se lo puso y se metió en la cama: tal vez bajo las mantas fuera capaz de quitarse de encima el frío y la humedad.

No durmió en toda la noche. No tenía sueño y en cambio sí mucho en lo que pensar. Últimamente pensaba muy a menudo, pero siempre sobre lo mismo. Le daba vueltas una y otra vez a idénticos asuntos, pero nunca conseguía llegar a ningún lado, a ninguna conclusión. Pensaba en Jacob, en Marion y en la Resistencia; pensaba en Von Bergheim y en el cuadro; pensaba en su familia… En los interminables e inciertos días de hospital todo aquello fueron sólo pensamientos. Pero sabía que había llegado el turno de pasar a la acción. De un modo u otro, intuía que se enfrentaba a un nuevo capítulo de su vida, en un momento en el que cada uno de esos capítulos parecía ser el último.

Marion no apareció por la habitación hasta el amanecer. Sarah la oyó llegar por el pasillo, tarareando una canción en alemán. Venía un poco achispada.

Abrió la puerta y accionó el interruptor de la lámpara. Sarah estaba junto a la ventana, quitando la tela de protección para que entrara la luz del día. Nada más verla, Marion dio un respingo y gritó.

—¡Sarah…! ¡Por todos los santos…! ¡Sarah!

Se había quedado paralizada, con los ojos muy abiertos y la cara entre las manos. Parecía que había visto un fantasma.

—Marion…

Ambas corrieron a abrazarse. Marion rodeó a Sarah entre sus brazos con fuerza y Sarah, al sentir el calor de un abrazo, no pudo evitar echarse a llorar. Hacía mucho tiempo que nadie la estrechaba, que nadie le ofrecía la más mínima muestra de cariño. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentirse humana.

Marion también lloraba escandalosamente, como una plañidera en un funeral. Se sorbía los mocos, se enjugaba las lágrimas y repetía una y otra vez: «Creí que habías muerto, creí que habías muerto».

Aquella tempestad de emociones se prolongó durante un tiempo indeterminado para ambas, hasta que finalmente se encontraron sentadas en la cama, la una frente a la otra, cogidas de las manos, con todo lo que tenían que contarse retenido en una sonrisa y sin terminar de brotar.

Marion parecía haber engordado los kilos que le faltaban a Sarah. Tenía los pómulos más redondos y sonrosados y su rostro irradiaba salud. Olía a tabaco y a perfume caro. Llevaba el pelo ligeramente alborotado y el carmín de los labios corrido en las comisuras. En aquellos días, sólo las furcias tenían ese aspecto en París.

Sarah le acarició las mejillas y le ordenó un poco el cabello.

—¿De dónde vienes, querida Marion?

Su amiga no mostró ni un ápice de vergüenza. Guiñó uno de sus ojos rodeados de kohl y sonrió con picardía.

—Tú ya me conoces, cariño. No me gusta pasar la noche en casa. París está lleno de alemanes que tienen cigarrillos, alcohol y un montón de secretos que contar después de unas cuantas copas.

Sarah volvió a acariciarla. Sentía lástima por ella. Marion estaba haciendo la Resistencia a su manera, del modo que mejor sabía.

—Me dijeron que habías muerto. Esos cabrones de la Gestapo me dijeron que habías muerto.

—Puede que no te mintieran… Tal vez haya muerto un poco…

El rostro de Sarah estaba trazado de ángulos y sombras, de sufrimiento y de miedo. Sobrecogida por la ternura y la compasión, Marion volvió a estrecharla contra su abundante pecho y acunarla entre los brazos como a una niña.

—Estás aquí. Eso es lo importante.

—Ya… Pero ahora no sé por dónde volver a empezar…

Marion le contó que después de que los hubieran detenido a Jacob y a ella, el Grupo Armado Alsaciano se había disuelto. Trotsky había huido despavorido de París, temiendo que lo delataran. Las últimas noticias que tenía de él eran que se había unido a los maquis en Normandía. Dinamo, Gutenberg y ella misma estaban trabajando para otro grupo de París, una red que recibía y daba cobertura a agentes del SOE enviados por los británicos tras las líneas enemigas. Además, Marion hacía sus trabajitos nocturnos, alternando con oficiales alemanes, de ésos que tenían hombreras trenzadas en el uniforme, a los que animaba a aflojar la lengua para después pasarles la información a los del SOE.

—Tuve que recoger todas tus cosas, cariño. A veces traigo aquí a alguna de esas chicas del SOE. Lo llevé todo a casa de los Matheus… ¡Ay, cariño! ¿Cuánto ha pasado?, ¿semanas, meses…? Esta mierda de vida me hace olvidar hasta en qué día vivimos.

Marion sacó del bolso un paquete de cigarrillos alemanes Sondermischung y se encendió uno. Sarah tosió un poco cuando el humo le picó en la garganta.

—Un día fui a la rue des Saussaies —continuó Marion, modulando el humo del tabaco con sus palabras—. Te mentiría si dijera que iba a buscaros… Aquí donde me ves soy una maldita cobarde. Pero allí estaba. Iba a ver a uno de mis amiguitos alemanes y me dije: ¿por qué no?, ¿por qué no preguntar por ellos…? «¿Jacob y Sarah? Aquí no hay nadie con esos nombres», me aseguró el guardia. Entonces, otro que pasaba por allí se acercó, plantó su sucia cara frente a mí y me dijo: «Esta mañana han sacado a una tal Sarah de una celda… Estaba muerta. Olía a perra judía muerta». Aquel hijo de puta se rio en mis narices y me echó su aliento apestoso encima. ¡Dios mío, Sarah! Tenías que haber escuchado con qué sadismo me habló…

Sarah no necesitaba haberlo escuchado. Había experimentado el sadismo en sus propias carnes, lo había visto con sus propios ojos. Pero nunca hablaría de aquello mientras viviera.

Tenía que preguntarle a Marion sobre el cuadro, pero temía hacerlo: no quería conocer una respuesta que podía anticipar. Marion la había dado por muerta… no era difícil adivinar lo que habría hecho con el cuadro.

—Marion —pronunció su nombre con dulzura, no quería enfadarse con ella—, ¿qué has hecho con el mapa?

El rostro de Marion se ensombreció. Bajó la vista hacia sus manos, con las que jugueteaba nerviosamente, moviendo el cigarrillo entre unos dedos coronados de esmalte rojo.

—Se lo llevé a la condesa… —admitió en un susurro.

Sarah no dijo nada. No hizo falta. Un suspiro y un gesto de desaliento fueron suficientes para que Marion empezase a excusarse con energía.

—¡Hice sólo lo que tú me pediste! ¡Me dijeron que habías muerto, ya te lo he contado! ¿Hasta cuándo se supone que debería haber esperado?

Sarah sintió de repente que tenía que estirar las piernas. Abandonó lo cama y caminó hasta la ventana. El cristal estaba helado y el frío traspasó la fina tela del camisón. Entonces se estremeció.

—No estoy enfadada contigo, Marion. Estoy enfadada conmigo. Me equivoqué al encargarte que se lo entregaras a esa mujer…

—¿Y no puedes pedírselo?

Sarah dibujaba con el dedo en el vaho del cristal. Dibujaba una interrogación.

—Yo puedo pedírselo… Pero ella no va a devolvérmelo.

No quería ni pensar en ver de nuevo a aquella bruja. Y menos ahora que Jacob ya no estaba allí para acompañarla.

Con un manotazo de desesperación borró sus dibujos en la ventana. Los cristales temblaron como si fueran a romperse.

—Ay, Sarah, no te pongas así… ¡Es sólo un cuadro!

—No, no es sólo un cuadro. Es el precio de la vida de Jacob.

Marion frunció el ceño.

—¿La vida de Jacob? Seamos realistas, cariño. Puede que la vida de Jacob ya no valga nada…

Otra vez los fantasmas de Sarah deambularon por su mente, contaminándola con el eco de unos alaridos desgarradores o de un silencio aún peor, con las terribles imágenes de Jacob golpeado, ensangrentado y moribundo en la celda… pero vivo.

—Quizá —respondió—. Pero no pararé tranquila hasta averiguar si Jacob sigue con vida o no.