Diciembre, 1942

Fuera de Francia, la guerra parece dar un giro a favor de los Aliados: el ejército británico ha acorralado a Rommel en Túnez; el ejército alemán está rodeado por tropas soviéticas en Stalingrado y, en el Pacífico, los japoneses están a punto de abandonar Guadalcanal presionados por el ejército americano.

—¿Dónde está Marion?

Según entraba en el garaje todas las miradas se volvieron hacia ella, y Jacob, con la cara desencajada, fue lo primero que le espetó.

Sorprendida por la pregunta, Sarah se puso tensa como si estuviera ante un jurado.

—No lo sé. Creí que la encontraría aquí. No ha pasado la noche en la pensión.

—¡Mierda! —maldijo Jacob. Acto seguido inició un deambular nervioso por la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah a Gutenberg.

—Hace ya más de media hora que Trotsky y Cigale deberían estar aquí y… ya ves: ninguno de los dos ha aparecido.

La inquietud era manifiesta sobre todo en Jacob, aunque todos los allí reunidos se mostraban inquietos. Había llegado el día del ataque contra el cuartel general de la Gestapo. Cada minuto de la jornada estaba planificado, especialmente porque había que hacer coincidir la maniobra de Marion en el 72 de la avenida Foch con la manifestación de la rue Pergolèse. Que ni Trotsky ni ella, los principales agentes de la operación, estuvieran en el garaje a la hora convenida no podía significar nada bueno.

Sarah sabía que Marion y Trotsky tenían sus escarceos amorosos. Últimamente, Marion pasaba muchas noches fuera de la pensión: no era difícil imaginar con quién. Y parecía razonable pensar que también la noche anterior la habían pasado juntos, pero lo alarmante era que ni uno ni otra hubieran llegado todavía al punto de reunión.

Sarah se había quedado atando cabos, plantada en el lugar exacto donde la había detenido la pregunta de Jacob: con su abrigo, su bufanda y su sombrero sin quitar, totalmente inmóvil. Mientras, el resto sobrellevaba la tensión como podía: los chicos de la guerrilla fumaban y bebían achicoria; Gutenberg leía, y Dinamo pretendía dar los últimos ajustes a una bomba que ya estaba más que ajustada.

De repente, Jacob detuvo sus paseos, cogió la chaqueta que colgaba de una silla y anunció:

—Me voy a buscar a Trotsky.

Nadie añadió nada; ¿qué se podía decir? Todos lo siguieron con la mirada hasta la puerta. De ese modo, pudieron ver cómo justo en el momento en que Jacob se disponía a salir, entraba Marion.

—¡Por todos los diablos, Cigale! ¿Dónde coño estabas?

—Cierra el pico, Gauloises. —La voz de Marion rechinó como si la estuvieran ahogando.

Fue entonces cuando Sarah se dio cuenta del horrible aspecto de su amiga. Marion estaba pálida y ojerosa; tenía la nariz enrojecida y los ojos irritados; sus labios resecos y blanquecinos permanecían entreabiertos pues sólo podía respirar por la boca; y a pesar de hacer bastante frío, la frente de Marion brillaba de sudor. La chica se dejó caer sin fuerzas en el primer asiento que encontró.

—Tengo un resfriado de caballo. Me encuentro fatal —anunció después de sorber escandalosamente por la nariz y dejando patente su roquera.

—¡Marion, tienes las manos heladas! —observó Sarah, que se había acercado a su amiga nada más ver el estado en el que llegaba—. Te prepararé algo caliente.

—Gracias, cariño.

El resto aún parecía estar asimilando que las consecuencias del resfriado de Marion no sólo la afectaban a ella.

—Joder…

No tuvo Jacob más palabras para aquella situación. De hecho, estaba tan absorto en ella que había olvidado el otro problema al que se enfrentaban.

—¿Sabes dónde está Trotsky? —preguntó Dinamo a Marion.

Marion asintió y volvió a sorber.

—En la cama con cuarenta de fiebre.

Aquella declaración fue como la réplica de un terremoto: terminó de hundir lo poco que quedaba en pie en aquel lugar.

—Y ya sabéis lo que le ocurre al camarada cuando tiene fiebre: empieza con sus ataques. —Marion se refería al cuadro de convulsiones que se le presentaba a Trotsky cada vez que le subía la temperatura—. Ni siquiera ha podido levantarse para acompañarme.

El silencio fue una vez más la respuesta que obtuvo el último anuncio de la chica.

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Y qué quieres que yo te diga, joder? Habrá que abortar la operación. Sin ellos el ataque no puede llevarse a cabo.

—¡Pero llevamos semanas trabajando en esto! ¡Hay otras organizaciones implicadas! ¡La manifestación ya está convocada! —exclamó Dinamo, que empezaba a perder la templanza—. ¡No podemos anularla así, de buenas a primeras!

—¿Tienes una idea mejor? —se le encaró Jacob—. Yo podría sustituir a Trotsky y llevar la motocicleta, pero ¿y Marion? ¿Crees que está en condiciones de encandilar a ningún boche con esa cara y esa voz de tractor? Todos nosotros tenemos muchos cojones para hacer lo que haga falta, pero, amigo, en esta ocasión lo que necesitamos es un par de tetas. ¡Y aquí nadie tiene tetas, joder!

Ante la contundencia de los argumentos, el propio Dinamo se amilanó. De nuevo, el silencio encubridor de desconciertos, desalientos y frustraciones invadió el ambiente, ese silencio que deja a cada uno consigo mismo esperando que sea otro el que haga avanzar la máquina, ese silencio que sólo puede romper el milagro de una buena solución o el reconocimiento del fracaso. Pero el silencio persistía: no había quien estuviera en posesión del milagro ni tampoco quien quisiera ser portavoz del fracaso.

Entretanto, Marion sorbía, estornudaba y exudaba su resfriado como podía. Y los nervios de Jacob, el segundo jefe del Grupo Armado Alsaciano, se veían cada vez más crispados, con cada silencio, sorbo o estornudo, y hasta con cada tictac del reloj que se llevaba un minuto más de su ansiado plan.

—Yo puedo hacerlo.

Sobre todo por inesperada, pero también porque fue pronunciada en apenas un hilo de voz, muchos creyeron no haber oído bien aquella declaración. Sea como fuere, Sarah se vio interrogada por las miradas atónitas de todo el grupo.

—¿Cómo? —apenas acertó a articular Jacob.

—Que yo lo haré. Soy la única que tiene el par de… tetas que hacen falta. —Sarah no pudo evitar ruborizarse al decir «tetas» delante de todos aquellos hombres.

Marión soltó unas carcajadas estridentes, que en su voz ronca parecieron rebuznos.

—No seas ridícula.

El desdén de Jacob envalentonó a Sarah y fue dando fuerza a su determinación.

—¿Y por qué no? —salió Marion en su defensa—. La chica tiene razón: ella puede sustituirme perfectamente.

—Eso, Gauloises, ¿por qué no? —intervino Dinamo.

—¿Es que habéis perdido todos el juicio? ¡No está preparada! Si soltamos esta gatita a los perros, la devorarán, y a nosotros con ella.

La paciencia, la dulzura y la candidez de Sarah se evaporaron como una gota de agua al sol. Ya no estaba dispuesta a soportar por más tiempo el desprecio de su amigo. Ya no podía consentir que siguiera ninguneándola delante de todos. Ya no iba a permitir más faltas de consideración ni de respeto. Aunque para eso tuviera que dejar de ser Sarah.

—¿Preparada para qué, Gauloises? —pronunció con retintín el nombre de guerra de Jacob—. ¿Para ponérsela dura a un tipo? Todas las mujeres nacemos preparadas para eso.

Se escucharon risitas en el foro.

—¡Así se habla, cariño! —la animó Marion con su tono de camionero.

Sarah había empezado y ya no podía parar. Se encaminó al centro del corro que rodeaba a Jacob y, como si aquello fuera un escenario, comenzó a actuar.

—Dime, si me desabrocho la blusa y me suelto el pelo, ¿no se te pone dura?

A medida que Sarah se le acercaba con el escote semidesnudo y la melena revuelta, Jacob fue perdiendo la compostura. No daba crédito a lo que estaba presenciando. Entretanto el auditorio se volcaba en pitidos y arengas, su amigo notó cómo subía su temperatura corporal. No contenta con aquello, Sarah se recogió la falda hasta dejar uno de sus muslos a la vista.

—O a lo mejor necesitas que me acerque un poco más a ti y te meta la mano en el bolsillo del pantalón… ¿Podrías soportar que te rozase?

Sarah se quedó mirando a Jacob muy fijamente, oscureciendo el verde de sus ojos con el negro de los de él…

—Creo que no será necesario —concluyó al fin.

Después, interrumpió bruscamente su puesta en escena: se abrochó la blusa, se bajó la falda y volvió a recogerse el pelo. Se dio media vuelta y dejó a Jacob sudando y aturdido en medio del escenario. El público prorrumpió en aplausos.

Sarah tomó asiento junto a Marion porque notó que le temblaban las piernas. No podía creerse lo que acababa de hacer. Había que estar muy segura de una misma para actuar como lo había hecho y ella nunca estaba segura de nada…

—Por aclamación popular, creo que la decisión está tomada, Gauloises —anunció Marion, llevando al límite su voz quebrada para hacerse oír entre los aplausos.

Jacob sólo pudo callar para otorgar, porque el aire todavía no le llegaba al cuello.

—Está bien. Ya no tenemos mucho tiempo —intervino Dinamo—. Hay que ponerse manos a la obra. ¡Fuera nazis! —gritó. Y todos le corearon.

—Un momento —interrumpió Gutenberg—. No hay papeles para ella.

Los gritos cesaron casi al instante.

—¿Qué quieres decir? —Dinamo ya estaba temiéndose que le iban a aguar la fiesta.

—Preparé unos papeles falsos para Cigale por si los nazis se los pedían. Pero para Esmeralda no hay papeles.

—Que use los de Cigale —insistió Dinamo.

—No es posible. Algunos podrían valer, pero el Kennkarte incluye una fotografía. Tampoco podría improvisar uno a tiempo: sólo tomarle la fotografía y revelarla me llevaría toda la mañana.

El desaliento volvió a cundir en el grupo en forma de silencio. Sólo Jacob parecía alegrarse.

—¿Veis? No es tan sencillo como parece. No se puede enmendar en media hora una operación que ha llevado meses preparar.

—¡Esto es una puta mierda! —se desahogó Dinamo ante tanta adversidad.

—Iré sin papeles.

Todas las miradas se dirigieron de nuevo a Sarah.

—No creo que me los pidan.

—Eres una inconsciente… ¡Todo esto es un suicidio! —bramó Jacob en sus trece.

—Yo estoy con ella. —Dinamo era como una polilla, volaba allá donde veía un puntito de luz—. ¿Qué posibilidades hay de que un nazi empalmao se vaya a fijar en sus papeles? Si la chica hace bien su trabajo (que a la vista del estado en el que te ha dejado, lo hará), nadie va a sospechar de un maldito documento.

Todos convinieron con Dinamo. Sólo Jacob mostró una vez más su oposición:

—Haced lo que os dé la gana. Pero yo no me hago responsable de esta locura.

Marion se dirigió a Sarah:

—¿Estás segura de que quieres hacerlo, cariño?

Ella alzó sus enormes ojos verdes para mirar a Jacob al otro lado de la sala: iba a hablar sólo para él.

—¿Conducirás tú la motocicleta para sacarme de allí?

La voz de Sarah acarició los sentidos de Jacob y como por encantamiento todas sus convicciones se vinieron abajo. La dulce voz de Sarah… ¡Por Dios! ¡Bajaría al infierno para buscarla sólo con que ella se lo pidiera!

—Sí… Yo te sacaré de allí —declaró con la misma intensidad que si le estuviera jurando amor eterno.

—Entonces, lo haré.

La alegría volvió al garaje en forma de vítores.

—Tú ponte en mis manos, querida. Te voy a dejar que no te va a reconocer ni la madre que te parió —le aseguró Marion a Sarah en medio del tumulto.

Antes de abrir el maletín que guardaba la bomba, Dinamo exhaló una bocanada de aire cálido entre sus manos; a pesar de los mitones, los dedos se le habían helado y vuelto torpes. Su aliento se condensó inmediatamente dejando un rastro de humo blanco.

Quedaban todavía un par de días para que comenzase el invierno, pero la mañana se presentaba gélida. Era una de esas mañanas despejadas en las que el viento del norte parece congelarlo todo, hasta la luz del sol, mórbida y blanquecina. Una de esas mañanas en las que el aire huele a frío.

—Recuerda. Antes de dejar el maletín en la garita, debes accionar el reloj. Sólo tienes que girar el cierre. A partir de entonces, tendrás cinco minutos antes de que todo haga… ¡bum! —instruyó Dinamo a Sarah.

Ella se arrebujó en su abrigo de gruesa lana alemana de calidad y rehusó indagar en el origen de su temblor.

—Toma, cógelo.

Sarah agarró el asa del maletín; en realidad, se trataba del estuche de una máquina de escribir marca Olympia, las que habitualmente utilizaban los alemanes. Al sostenerlo, comprobó que pesaba más de lo que creía. Lo cierto era que nunca se había parado a pensar lo que pesarían unos cuantos cartuchos de dinamita; nunca se imaginó que tendría que cargar con nada similar. Sarah no sabía que llevaba encima exactamente diez kilos de explosivo.

Dinamo se quedó mirándola durante unos segundos con cierto aire de orgullo paternal.

—Estás muy guapa, Esmeralda. No habrá boche que se te resista.

Sarah sonrió agradecida.

—Buena suerte, camarada —concluyó Dinamo a modo de despedida.

Aquel «camarada» le resultó reconfortante y vigorizante. Ya no era la chica de los recados; ahora, era una camarada más.

—Gracias, Dinamo.

—¡Vamos, no hay tiempo! —intervino abruptamente Jacob.

Si Sarah esperaba mayor calidez por su parte, se equivocaba. La despedida de Jacob fue otra de las cosas que parecía haber congelado el viento del norte.

—Estaré aquí a la hora convenida —fue su mayor concesión al momento.

—Yo también —respondió ella, y se dio media vuelta para desaparecer entre las sendas arboladas del Bois de Boulogne.

—¿Crees que lo conseguirá? —le susurró Dinamo a Jacob por encima del hombro.

—¡Cierra tu jodida boca, camarada!

Jacob apartó a Dinamo de un empujón y se ocultó tras un árbol a masticar con ansiedad un cigarrillo. Aquella espera iba a matarle.

En cada uno de los extremos y en cada una de las calles que desembocaban en la avenida Foch había un puesto de control. Todo el que fuera a transitar por allí debía mostrar antes sus papeles a los soldados. El procedimiento solía ser rutinario. Bajo la administración nazi, era tal el número de documentos de identificación diferentes que una persona podía llevar consigo, que ni siquiera los propios soldados alemanes los conocían todos y, en la mayoría de los casos, eran incapaces de distinguir los auténticos de los falsos. Casi siempre se limitaban a ojear el documento en cuestión y si veían estampados muchos sellos oficiales y unas cuantas firmas, lo daban por válido. O por lo menos eso era lo que Gutenberg le había explicado a Sarah, no sabía ella hasta qué punto lo había dicho sólo para tranquilizarla.

Pero lo que la chica no podía olvidar era que su Kennkarte, su documento de identidad, llevaba la foto de Marion. Era cierto que en la foto su amiga vestía de civil y llevaba gafas y el pelo suelto, mientras que Sarah vestía uniforme, no tenía gafas y llevaba el pelo recogido, con lo que nadie podría esperarse un parecido total. Además, sobre la cara de Marion caían intencionadamente grandes sombras que difuminaban sus rasgos. No es que ambas chicas se pareciesen, pero el corte de cara y el color del pelo eran semejantes. En cualquier caso, Sarah confiaba en que Gutenberg estuviera en lo cierto y el soldado alemán no hiciera una inspección minuciosa de la fotografía.

Sarah llegó a la cola del control y aguardó su turno. Sacó el Kennkarte del bolsillo de la chaqueta y fue entonces, al ver sus manos temblar, cuando se dio cuenta de lo nerviosa que estaba. El corazón le latía rápidamente y, a pesar del frío, notaba el sudor pegajoso bajo las gruesas ropas de abrigo del uniforme reglamentario de SS-Stabshelferin, el cuerpo administrativo auxiliar de las SS, que Jacob y Trotsky habían robado del equipaje de una secretaria alemana en la Gare de l’Est.

Sarah dejó el maletín en el suelo; cada vez le resultaba más pesado y tenía los dedos entumecidos de cargar con él. Por un momento, echó la vista atrás… y de nuevo miró hacia delante: la cola avanzaba y el puesto de control se aproximaba. El ambiente daba el aspecto de tranquilo y al tiempo era tenso, como de calma engañosa; nadie hablaba en la cola y apenas se oía el murmullo de los soldados pidiendo los papeles entre el rozar de los zapatos contra el suelo y los ruidos metálicos de las ametralladoras. Sarah aspiró hondo tratando de que el aire volviera a llegar a sus pulmones y calmara con una caricia su corazón acelerado.

«Estás verdaderamente preciosa, cariño», le había asegurado Marion con emoción contenida una vez que hubo terminado de arreglarla. Sarah se había mirado al espejo y había quedado sorprendida: le parecía estar contemplando a otra persona. Aquella imagen no era la de una niña asustada y tímida, era más bien la de una mujer fuerte y hermosa. Tal vez fuera el uniforme. Marion se quejaba de que al ser de invierno, el grueso abrigo no hacía grandes concesiones al atractivo femenino, pero aun así se las había ingeniado para darle un toque especial: le había ajustado bien fuerte el cinturón, de modo que la cintura se le dibujaba fina entre unas caderas redondeadas y un talle muy marcado que su amiga se había esmerado en realzar metiendo algo de relleno bajo el sujetador. Lo cierto era que, en los últimos meses, Sarah había adelgazado considerablemente y no sólo su figura se había afinado, sino también su rostro; había perdido la forma redonda y el aspecto saludable del de una niña y se había convertido en el semblante elegante y anguloso de una mujer. Marion la había maquillado discretamente, como exigían las ordenanzas militares, pero lo había hecho con tal maestría que parecía que la piel brillaba con luz propia, como los retratos de las artistas de cine. Además, había recogido su preciosa melena dorada en un moño a la altura de la nuca para que pudiera ponerse la gorra, que llevaba un poquito ladeada y con mucha gracia. «Tengo miedo, Marion». «Lo sé, cariño. Lo sé».

«Estás muy guapa, Esmeralda. No habrá boche que se te resista…». Sarah volvió a mirar a su espalda, suspiró de nuevo y devolvió la mirada al frente. Ya sólo quedaban dos personas delante de ella. Una vez que hubiera pasado el control, ya no habría marcha atrás. Tragó saliva y se ajustó un poco más el cinturón del abrigo. Agarró con fuerza el maletín. ¿Y si le pedían que lo abriera para inspeccionarlo? Casi cien cartuchos de dinamita y un detonador. Tal vez nunca debía haberse ofrecido a hacer aquello.

Ausweis, bitte[3].

Sarah no pudo controlar el temblor de su mano al mostrarle su identificación al soldado.

—¡Por Dios, qué frío hace en esta ciudad! ¿Es siempre así? —Su voz sonó natural. Sólo ella notaba lo que le estaba costando sacarla a través de unas cuerdas vocales en tensión.

El soldado alemán alzó la cabeza casi sin mirar los papeles. Nada más verla sonrió. Se pasaba día tras día, hora tras hora, mirando papel tras papel. Era un trabajo tedioso y aburrido. Ver a una mujer como aquélla no era lo más habitual. Pero que además una mujer como aquélla le hubiera dirigido la palabra, le pareció un regalo divino: como si un ángel hubiera bajado del cielo para darle conversación.

—Sólo en invierno. ¿Acaba de llegar a París?

—Así es. Y, francamente, esperaba otra cosa.

—Dele un poco de tiempo a este lugar. En primavera le sorprenderá —auguró el soldado mientras le devolvía la documentación.

Sarah asintió. Esperaba que el soldado la dejase pasar sin más. Pero no se deja ir así como así a una mujer como aquélla: era lo mejor que le había sucedido en meses.

—¿Alguna noticia interesante de Berlín?

—En realidad, vengo de Frankfurt.

—¡Ah! Mi cuñado es de Frankfurt. Mi hermana se fue a vivir allí cuando se casó, pero no he tenido ocasión de ir a verla desde que empezó la guerra. Creo que los bombardeos han destrozado la ciudad…

Parecía que el soldado estaba dispuesto a mantener una conversación larga y distendida. Descansaba sobre una pierna y se había llevado la ametralladora a la espalda, agarrando la cinta como si de un bolso se tratara. Pero Sarah no tenía ni tiempo ni templanza para eso.

—¿Y qué ciudad no han destrozado las malditas bombas británicas, soldado? —Sarah trató de generar empatía usando una frase similar a las que escuchaba en las emisiones de la BBC—. ¿Le veré por aquí mañana?

El soldado se encogió de hombros.

—Eso espero… Por cierto, esa maleta… —A Sarah le dio un vuelco el corazón—. Da la impresión de ser muy pesada. ¿Tiene que cargar con ella todos los días?

Sarah se aferró al maletín; notaba que empezaba a deslizarse por su mano sudorosa.

—No, no. Solamente hoy… Hoy es mi primer día… Tengo que traer mi máquina de escribir… Ya sabe…

El nerviosismo de Sarah fue en aumento a medida que se daba cuenta de que titubeaba; decidió detener sus explicaciones.

—Pues que tenga un buen día, fräulein. Y bienvenida a París —concluyó por fin el atento guardia, llevándose la mano al casco en un respetuoso saludo.

—Gracias, soldado.

Sarah le dedicó la mejor de sus sonrisas y pasó caminando por el puesto de control como Marion la había enseñado: trasero y caderas. Al soldado le había alegrado el día.

Nada más traspasarlo sintió que se desmayaría. La tensión acumulada, ésa que la había mantenido serena y ágil, se le escapaba por cada una de sus terminaciones nerviosas; sus pulsaciones se ralentizaron, tanto que pensó que se le había parado el corazón. Hubiera deseado soltar aquel maldito maletín, dejarse caer al suelo y cerrar los ojos… «Buena suerte, camarada…». ¡Por Dios que la había tenido! ¡El control había quedado atrás! ¡Estaba en la avenida Foch!

Sarah notó que la sensación de mareo desaparecía poco a poco y sonrió. Pero tuvo la precaución de bajar la cabeza; en aquel tiempo no era frecuente ver a nadie sonreír por la calle y ella no quería llamar la atención. ¿Era euforia lo que erguía su pecho y daba vigor a sus pasos? ¿Cómo era posible que hubiera sido tan sencillo? Sólo había tenido que ser dulce y amable; ella solía serlo.

Con ánimos renovados, se adentró en el amplio bulevar que partía la avenida en dos. No había mucho tránsito ni de vehículos ni de personas. Las señales más obvias del París ocupado en aquella avenida eran el silencio y la tristeza. Por lo demás, seguía siendo una de las arterias más bonitas de la ciudad, con sus palacetes y sus casas señoriales intactas, como máscaras que ocultan un rostro deforme y un alma degenerada. Ninguno de los organismos de la avenida Foch se mostraba excesivamente ostentoso en sus manifestaciones externas, después de todo, se trataba de la policía secreta. Sólo el número 72, la sede del cuartel general, desplegaba un par de banderas con la esvástica que el palacio parecía llorar desde sus balcones.

Sarah se detuvo a pocos metros frente a su objetivo. A lo lejos escuchó los pitidos y consignas de la manifestación; el resto de sus camaradas hacían su trabajo, a ella le tocaba cumplir con el suyo. Como estaba previsto, había un guardia en la calle, otro al otro lado de la verja, dentro de una garita, y un último centinela flanqueando la puerta de entrada al edificio. Un par de coches oficiales estaban aparcados en la acera. Un hombre vestido con ropas civiles mostró su pase y accedió al edificio. En la distancia, Sarah escogió el mejor sitio para dejar el maletín: pegado a la garita, entre ésta y un macetero, fuera de la vista de los guardias.

Se alisó el abrigo y se ajustó los cuellos: volvió a tomar conciencia del uniforme de Stabshelferin que llevaba y de en lo que eso la convertía. Sarah Bauer quedó en el bulevar y Greta Mesner cruzó la calle en dirección al cuartel general de la Gestapo, su lugar de trabajo. Ojalá hubiera podido dejar también el corazón desbocado de Sarah Bauer allí donde ella se había quedado.

Calma, naturalidad y rutina, se repetía mentalmente mientras se acercaba al primer guardia.

Büroangestellte Greta Mesner. —Le abordó con su cargo, su nombre y su Kennkarte en la mano.

El guardia se enderezó levemente y miró con desgana el documento. Parecía que él también se guiaba por la rutina.

—Pase por control —le indicó apuntando con la vista a la garita.

Uno menos, pensó ella aliviada según atravesaba la verja.

Se acercó a la ventanilla de la garita. Un joven soldado de las SS la recibió. Cuando comprobó que el soldado sonreía al mirarla, ella le devolvió la sonrisa.

Büroangestellte Greta Mesner —volvió a decir. Esta vez trató de que su pulgar quedara cerca de la fotografía del Kennkarte.

—¿Puedo ver su Hausausweis, por favor?

El soldado le estaba pidiendo el pase que autorizaba la entrada del personal empleado en el edificio. Pero ella no lo sabía, nadie se lo había dicho, y el único documento que llevaba encima era el Kennkarte. Trató de que el miedo no llegara a su rostro.

Hausausweis? —repitió para darse tiempo y porque no sabía muy bien qué decir—. Acabo de llegar de Frankfurt, me incorporo hoy. —Aquélla era la única lección que llevaba bien aprendida.

Y sin saberlo, dio en el clavo.

—Ah, disculpe —volvió a sonreírle el SS. Lo cierto era que no podía tener el pase si era su primer día de trabajo. El Hausausweis se lo tenían que dar allí.

Aunque sus rodillas querían doblarse, trató de mantenerlas firmes. No entendía muy bien qué había sucedido, pero todo parecía rodar a la perfección. El guardia estaba comprobando una lista en la que ella ya sabía que no la encontraría.

—¿Me ha dicho Greta Mesner?

—Sí.

—Lo siento, fräulein Mesner, pero su nombre no figura en el registro. —El guardia parecía más consternado que suspicaz.

Ella dejó caer los hombros y se mordió la comisura del labio en señal de abatimiento.

—Pero… ¿cómo es posible? Tengo orden de presentarme el 18 de diciembre en las oficinas del cuartel general de la Gestapo en París.

—¿Tiene la orden con usted? —le preguntó con el ánimo de ayudar a aquella mujer de preciosos ojos verdes, probablemente los más bonitos que había visto nunca.

—Ay, no… Me temo que me la he dejado en el hotel —exhaló la última palabra en un suspiró de desaliento—. Esta condenada ciudad… Hace un frío espantoso, todos los franceses te miran mal y, ahora, esto…

—No se angustie, fräulein. Verá, no me atrevo a asegurarlo sin ver la orden, pero es posible que donde tenga usted que presentarse sea en el cuartel general de la Gestapo de París. Esto es el cuartel general de la Gestapo de Francia.

Abrió los ojos de par en par y su rostro se iluminó.

—No me diga. ¡Menuda confusión! Me siento tan estúpida… He llegado esta madrugada con apenas el tiempo justo de cambiarme el uniforme… No me paré a mirar bien la dirección y me dijeron que era avenida Foch.

—No se disculpe. Es fácil confundirse. De todos modos, de ahora en adelante, procure llevar la orden con usted, le evitará estos enredos. Vaya a la rue des Saussaies, 11. Allí encontrará la Gestapo de París.

Mientras el soldado hablaba, Sarah dejó la maleta junto a la garita sin perder la sonrisa de agradecimiento y admiración del rostro.

—Muchas gracias, de verdad. Le estoy muy agradecida. Ha sido usted muy amable.

—No hay de qué, fräulein. Que tenga un buen día.

—Igualmente.

Sarah abandonó la garita y salió a la calle sin mirar atrás. Hubiera querido correr, pero se obligó a mantener un caminar pausado y natural. Era muy probable que el corazón le fuera a estallar en el pecho antes que la bomba… Sin embargo, en lugar de estallar, su corazón se detuvo en seco.

«¡Dios mío! ¡No he puesto en marcha el detonador!».

Su paso se aceleró involuntariamente. No podía detenerse. No podía parar de andar, pero tampoco podía marcharse de allí dejando una bomba inútil. Tampoco podía regresar así al garaje, habiendo tirado por tierra la operación. «Recuerda. Antes de dejar el maletín en la garita, debes accionar el reloj». Sarah estaba a punto de echarse a llorar.

Con una precipitación suicida, se dio media vuelta confiando en saber qué decir cuando llegase de nuevo a la entrada del número 72.

El primer guardia le sonrió esta vez. Ella apenas encontró fuerzas para devolverle la sonrisa y menos para dirigirle una palabra. Aquella segunda incursión fue mucho menos reflexiva. Afortunadamente, el guardia no le pidió ninguna explicación ni le impidió el paso.

Al llegar por segunda vez a la garita, el joven SS la miró con grata sorpresa.

—Discúlpeme, de nuevo. Siento abusar así de su amabilidad —habló Sarah, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar las palabras. Entretanto, abrió el bolso y sacó un papel y un lápiz—. ¿Podría apuntarme la dirección? Todavía no me manejo bien con el francés.

—Por supuesto, fräulein.

Sarah dejó caer el lápiz.

—Oh, lo siento. Estoy… estoy un poco nerviosa con tanto jaleo.

Se agachó y, casi en el mismo movimiento, recogió el lápiz y giró el cierre del maletín. Los cinco minutos empezaron a contar.

Sarah se incorporó y le entregó el lápiz al guardia. Éste apuntó complaciente la dirección en el papel.

—Aquí tiene: 11, rue des Saussaies. Está cerca de la Kommandantur, en la rue de Rivoli.

—Oh, muchísimas gracias. —Sarah se deshacía en sonrisas—. ¿Cuál es su nombre, soldado?

—Johannes Friedl, fräulein.

—Gracias, Johannes Friedl. ¿Podré acudir a usted cuando vuelva a perderme por París?

El soldado se irguió de orgullo como el gallo del corral. Aquélla era toda una conquista que le valdría la admiración de sus compañeros esa noche en el barracón.

—Por supuesto, fräulein. Estoy a su servicio.

—Hasta otra, entonces.

—Hasta otra, fräulein Mesner.

La garita estaba prácticamente pegada a la verja y, sin embargo, antes de que Sarah la hubiera cruzado, escuchó a su espalda:

—¡Fräulein Mesner! ¡Aguarde un momento! Se olvida usted de esto.

No podía ser posible. No, ahora que estaba a punto de conseguirlo.

En una fracción de segundo, Sarah supo que sólo tenía dos posibilidades: quedarse o salir corriendo; y se vio a sí misma explotando con la bomba o abatida a tiros por un guardia alemán. No se le ocurrían más escenarios. Sus nervios estaban destrozados y no era capaz de pensar en nada más.

—Su lápiz, fräulein. Puede hacerle falta.

Sarah cerró los ojos. Tuvo la sensación de que a veces el alivio puede ser doloroso. Se dio media vuelta y recogió el lápiz.

—Gracias.

Probablemente Johannes Friedl le había dicho algo, pero ella ya no lo escuchó. Todos sus sentidos parecían anulados. Caminaba jadeante y a ciegas. Era como una locomotora, exhalando humo blanco por la boca y avanzando al frente por una vía de una sola dirección; la dirección para salir de allí, para escapar antes de los menos de cinco minutos que le quedaban hasta alcanzar el puesto de control al final de la avenida. Antes de los breves minutos de vida que le restaban a Johannes Friedl.

Es tut mir Leid[4].

Sarah miró distraída y con un movimiento instintivo de cabeza aceptó las disculpas de alguien con quien acababa de chocar en su caminar precipitado. Enseguida reanudó el paso. Pero a los pocos segundos recuperó la conciencia del entorno con la misma eficacia que si le hubieran tirado sobre la cabeza un cubo de agua fría. Se detuvo en seco.

Georg von Bergheim. Aquel hombre con el que había chocado era Georg von Bergheim. Casi podría asegurarlo.

Sarah se volvió. La espalda de un militar alemán alejándose por la acera no hubiera sido de mucha ayuda para salir de dudas, pero aquel militar alemán cojeaba al andar…

El tiempo se acababa y el puesto de control aún estaba a varios metros. Hubiera tenido que seguir su camino de locomotora, pero no era capaz de hacerlo. Su mente estaba colapsada por una imagen y una frase: «Es reicht!».

El militar alemán se detuvo frente al cuartel general de la Gestapo e intercambió algunas frases con el guardia de la puerta. Se dio media vuelta y sacó algo del bolsillo de su guerrera.

Se trataba de Georg von Bergheim. Sarah estaba casi completamente segura, aunque todavía no había podido verle bien la cara. Ni lo consiguió hasta que, después de coger un pitillo y encenderlo tras el resguardo de sus manos, el oficial alemán alzó el rostro para exhalar el humo al cielo. Sin duda, se trataba de Georg von Bergheim.

El Sturmbannführer Von Bergheim fumaba frente al número 72 de la avenida Foch. Sarah Bauer lo contemplaba absorta unos metros más adelante; creyó que nunca más volvería a verlo. Y al encontrárselo, se había olvidado de todo, incluso hasta de la hora…

Entonces, Von Bergheim dio unos cuantos pasos de paseo tranquilo, volvió a detenerse y consultó su reloj de pulsera.

«¡Dios mío! ¡La bomba!».

Sarah se levantó precipitadamente la manga del abrigo en busca de su propio reloj… Pero no llegó a verlo. Un ruido atronador le cerró los ojos y le taponó los oídos. Al instante, el aire se convirtió en un ariete que empujó violentamente su cuerpo contra el suelo.

Los cinco minutos habían concluido.

«Haré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, fuego y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre». Libro de Joel, 3, 3-4.

Sarah parpadeó con dificultad, como si tuviera arena dentro de los ojos. Al intentar moverse, se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo. Le escocía la cara, le pitaban los oídos y no podía pensar con claridad. Aún estaba bastante aturdida por la explosión y el golpe.

Se incorporó torpemente. El panorama era desolador. El mismo humo negro y denso que le picaba en la garganta lo envolvía todo, oscureciendo las calles como si de repente hubiera caído la noche sobre la ciudad. A lo lejos, en mitad de un silencio sobrecogedor, se oía lo que parecía el bramido de las olas del mar: no era el mar, sino el fuego; la entrada del número 72 estaba tomada por las llamas y el calor llegaba a golpear las mejillas de Sarah.

Alzó la vista intentando ver el cielo, pero la nube de humo negro se lo impedía. A las ventanas de los edificios colindantes, la gente empezaba a asomarse con temor. No tardó en dejarse oír la primera sirena a lo lejos y su aullido la espabiló un poco. Sabía que tenía que ponerse en pie y salir de allí, pero ¿por qué le costaba tanto hacerlo? No era el dolor, era un entumecimiento extraño, una pereza más mental que física. Como si no pudiese reaccionar a ningún estímulo. No quería moverse, ni gritar, ni correr. No quería decidir.

La sirena siguió chillando, cada vez más cerca, cada vez más fuerte.

Sarah se llevó la mano a la frente, intentando pensar. En los dedos notó un tacto viscoso y al mirarlos supo que era sangre. «Una herida en la frente», concluyó sin inquietarse. Nada podía alterarla. Nada parecía despertar sus sentidos; si acaso el maldito ruido de aquella sirena, apuñalando su cabeza dolorida, y el brillo cegador del incendio, quemando sus pupilas. Como una autómata se puso en pie. Le faltaba un zapato y no podía andar bien, de modo que se deshizo del otro.

El humo se había ido disipando, pesadamente se había elevado hacia el cielo y había abierto claros a ras del suelo. Como un velo al levantarse, iba dejando al descubierto la destrucción: ladrillos y trozos de cemento por todas partes, hierros retorcidos, cristales rotos, árboles quebrados; el pavimento se había agrietado y algunos automóviles estaban volcados y destrozados. Pronto todo sería pasto de las llamas. En la acera yacían cuerpos deshechos, pedazos de carne que Sarah no quiso identificar. Había un hombre tirado junto a un automóvil. Un reguero de gasolina brotaba del motor y no tardaría en prenderse, el fuego alcanzaría el depósito y explotaría. Tal vez aquel hombre ya estuviera muerto.

De pronto, nítida en mitad de tanto caos, acudió a su mente la última imagen que había contemplado antes de la explosión: el comandante Georg von Bergheim consultando su reloj a pocos pasos del número 72, frente a un automóvil. Aquella imagen sacudió sus sentidos y Sarah despertó.

Su obligación era escapar de allí. Lo sabía. Sin embargo, se encontró caminando hacia el meollo del caos. Aquel hombre que había visto en el suelo era Georg von Bergheim y tenía que saber si había muerto.

Cerca del edificio, el humo se hacía más denso, y el calor del incendio, insoportable. Las llamas aullaban con furia, una furia amenazante. Era como caminar por el infierno. Llegó junto al cuerpo del boche y le miró sin atreverse a tocarle: efectivamente se trataba del comandante Von Bergheim y estaba muerto.

Ella había ido allí a matar alemanes. Ahora ya podía marcharse. Sarah se dio media vuelta para alejarse.

Pero no había alcanzado a dar un paso cuando entre el aullar del fuego le pareció distinguir un gemido. Instantáneamente se giró.

—Dios mío, se mueve…

Sarah recuperó de golpe todas sus constantes vitales: no tardó en sentir los nervios a flor de piel, y el miedo. Ni tampoco en ser consciente de la muerte, la destrucción y el peligro. No tardó en tener ganas de llorar mientras se agachaba junto al comandante. Le oyó gemir y respirar con dificultad. «Está vivo».

Pero ella había ido allí a matar alemanes.

Una amenazante lengua de fuego se acercaba por el reguero de gasolina hacia el motor. Los gemidos del alemán eran cada vez más continuos. Sin pensárselo dos veces, Sarah le cogió por debajo de las axilas y trató de arrastrarlo. Tenía que sacarlo de allí antes de que el automóvil volara por los aires. Pero por más que tiraba apenas conseguía moverlo, pesaba demasiado. Se quitó el abrigo para poder desenvolverse mejor y volvió a intentarlo con todas sus fuerzas. Las manos sudorosas se le escurrían de los brazos del comandante y en los pies descalzos se le clavaba el asfalto resquebrajado y los cristales rotos, pero Sarah no desfalleció. Tiró y tiró de él, entre el humo negro y el fuego abrasador, entre el ruido de las sirenas y el fragor de las llamas, entre el caos y la destrucción, centímetro a centímetro, paso a paso. Le arrastró hasta un recoveco en el muro.

Justo entonces, el automóvil explotó y de nuevo todo retumbó con la sacudida. También la espalda de Sarah. Se había tirado sobre Georg von Bergheim para protegerle con su cuerpo: lo había hecho instintivamente al oír la explosión.

—No puedo respirar…

Georg hablaba afanosamente en un hilo de voz, pero Sarah estaba tan cerca de él que había podido escucharle. Le desabrochó la guerrera y le abrió el cuello de la camisa. Después, lo incorporó un poco y le colocó la cabeza sobre sus rodillas. Georg luchaba torpemente por tomar bocanadas de aire, pero sus pulmones no querían responder. Sarah lo veía boquear, angustiada, pensando que aquel hombre se le iba a morir en el regazo.

Por la calle empezaban a aparecer las primeras personas que acudían a socorrer a los heridos, si es que tras aquella terrible explosión alguien había sobrevivido. Eran trabajadores de los edificios colindantes, pues las ambulancias aún no habían llegado.

Sarah gritó:

—¡Por favor! ¡Ayuda, por favor! ¿Alguien puede ayudarme?

Le pareció que su grito era un susurro en toda aquella confusión. La gente pasaba de largo como si no la vieran.

—¡Socorro! ¡Por favor!

Por fin, un hombre joven se acercó a ella.

—¿Está usted bien, fräulein?

—Sí, sí. Pero este hombre está malherido.

La respiración de Georg parecía cada vez más débil y dificultosa. Sin embargo, hizo un esfuerzo por incorporarse. Sarah trató de detenerle y entonces se encontraron cara a cara.

—¿Sa…? ¿Sarah? —murmuró; apenas podía hablar. No daba crédito a lo que veían sus ojos, de pronto muy abiertos, como si se hubieran apoderado de toda la vida que quedaba en su cuerpo.

Sarah se asustó, aún más cuando vio que Von Bergheim luchaba por levantarse y por sujetarla. Georg no estaba muy seguro de no estar sufriendo una alucinación, aun así se afanaba por tocarla, por retenerla junto a él.

Sarah logró liberarse y se puso en pie.

—¿Qué dice? —preguntó el hombre que había acudido en su auxilio.

—No… no lo sé. Por favor, tiene que ayudarle —le imploró ella en ademán de marcharse.

Georg se revolvía en el suelo y repetía su nombre en un ronco e ininteligible murmullo.

—Pero ¿y usted? —El hombre parecía desconcertado por la actitud de aquella mujer.

—Yo estoy bien, no se preocupe. Ayúdele a él, por favor.

Ahora, sí. Era el momento de huir, ya no podía demorarse.

—Pero ¡oiga…!

Escuchó todavía gritar al joven mientras escapaba.

Cada vez había más gente en la calle y empezaban a sucederse las primeras escenas de pánico: personas que corrían sin rumbo, que gritaban y sollozaban histéricas. Sarah trató de orientarse entre el humo y la confusión. Tenía que salir de la avenida Foch y llegar al Bois de Boulogne. Aprovechó para unirse a un tumulto de gente que huía calle abajo. Los silbatos y las sirenas eran cada vez más numerosos: la feldgendarmerie no tardaría en acordonar la zona, pensó angustiada.

De pronto, entre la muchedumbre, divisó una motocicleta que atravesaba velozmente la calle. No podía ser que… «¡Jacob!», el corazón le dio un vuelco al verle. Salió de entre la gente y se dirigió hacia él. Su amigo también debía de haberla visto porque se aproximaba hacia ella.

—¡Por todos los diablos, Sarah! ¿Dónde demonios estabas? ¡Me he tenido que cargar a los dos guardias del control para venir a buscarte! —le gritó fuera de sí cuando estuvo junto a ella.

Sarah le miró sin responderle, estaba exhausta.

—¡Vamos, chiquilla, sube! La policía militar está a punto de acordonar la zona; nos cogerán como a ratas.

Sarah obedeció. Se subió a la motocicleta, se agarró a él y cerró los ojos.

Jacob aceleró y se dirigió a toda velocidad al Bois de Boulogne. Mientras, Sarah, abrazada con fuerza a su espalda, dejó que las lágrimas resbalaran sin contención por sus mejillas; sin poder abrir los ojos, sin poder volver a mirar a su alrededor.