Al grano, Camille

Camille de Brianson-Lanzac. De buenas a primeras aquel nombre no me decía nada, no tenía por qué decírmelo. Sólo cuando Alain me reveló cuál era el apellido de su madre, las piezas comenzaron a encajar: si Camille fuera española, su segundo apellido sería Von Thyssen.

Lo que sin embargo no encajaba en absoluto era el humor de perros del que Alain hacía gala cada vez que el nombre de aquella mujer aparecía en nuestras conversaciones.

Fue esquivo, sumario y hasta hostil al explicarme quién era Camille de Brianson-Lanzac von Thyssen.

—Es una Von Thyssen de segunda fila. Desciende de un primo del famoso August Thyssen, el de los ascensores —bromeó sin ganas de bromear—. Da igual. Lo que a nosotros nos interesa es que ella se siente muy arraigada en el apellido Thyssen, tanto, que lleva toda la vida trabajando en un libro sobre la familia como si fuera su autobiografía.

—¿Y de qué la conoces?

—De la universidad. Estudiamos juntos. —Punto y final. Alain cambió de tema inmediatamente después.

Camille se codeaba con los grandes de la alta costura. No sólo porque a menudo se comprase un bolso de Dior o un traje de Chanel, sino porque se codeaba casi físicamente con ellos, ya que poseía una galería de arte en la avenida Montaigne, en pleno triángulo de oro de la ciudad, lo que la convertía en vecina de las casas de moda más pomposas y renombradas del mundo.

Fuimos a verla una mañana a la galería. Dejamos la moto aparcada frente a la boutique de Dior y con sólo cruzar la calle nos plantamos ante la fachada blanca y negra, con un rótulo que parecía una firma, de Brianson Art: sobria, elegante, muy a tono con el ambiente de la calle, pijo repijo; muy a tono con la propia Camille, como no tardé en comprobar.

Entramos en el local. Sobre las paredes blancas colgaban los cuadros hiperrealistas de una joven pintora japonesa. Al instante se nos acercó una chica altísima y muy llamativa a ofrecernos su ayuda.

Mientras Alain le explicaba que teníamos una cita con mademoiselle de Brianson-Lanzac, me fije, quizá por el notable contraste que hacía con aquel entorno pulcro, elegante y glamuroso, en que mi colega había retomado, corregido y aumentado, su desaliño estético: la barba había vuelto a ensombrecerle el mentón y parecía haber escogido la ropa más vieja y arrugada del armario, probablemente a oscuras, a tenor de la combinación imposible de colores que llevaba. Es más, me dio la sensación de que la alta y llamativa señorita de Brianson Art, con su melena de peluquería, su traje de firma, sus morros de silicona y su manicura perfecta, recelaba, manteniendo en todo momento una sonrisa forzada y una distancia prudente.

No obstante, nos pasó a la trastienda, a un despacho tan elegante como todo lo demás, con muebles modernos de líneas depuradas y orquídeas en cada esquina, un iMac sobre el escritorio y una alfombra persa —de ésas tan finas que podrías hacerte un vestido con ellas— cubriendo casi todo el suelo, amén de unas pocas obras de arte muy bien seleccionadas entre las que me pareció reconocer unas flores del pintor chino Qi Baishi, cuyo valor, si es que no eran una reproducción, rondaría el millón de dólares.

Camille de Brianson-Lanzac y, lo que era más importante, Von Thyssen se levantó para recibirnos con una sonrisa amplia y llegó junto a nosotros para darle dos besos a Alain y otros dos a mí cuando fuimos presentadas.

Camille era joven, treintañera como nosotros. No era lo que se dice una mujer guapa, pero tenía buen tipo, vestía con mucho estilo prendas y complementos caros y sabía sacar mucho partido de sus virtudes con un maquillaje y un peinado cuidadísimos, de modo que en conjunto resultaba atractiva.

—Ya me he enterado de lo de tu abuelo —le dijo antes de nada a Alain—. Mi madre tiene la macabra manía de leerse las esquelas de todos los periódicos, y lo peor es que creo que se lleva una gran desilusión cuando no conoce a nadie. C’est top! —relató Camille con su acento parisino burgués y afectado.

—Ya…

—Puedes creerme si te digo que llevo semanas queriendo llamarte, pero estoy absolutamente a tope, te lo juro. Ayer, cuando vi tu nombre en el HTC, pensé: ¡Oh, Dios mío, esto es totalmente telepatía!

—Seguro…

El momento me resultó, como poco, chocante. Era obvio que Alain y Camille tenían una relación que iba más allá de la meramente casual o profesional, sin embargo, parecía que se movían en universos paralelos, el de ella en colores, como la tierra de Oz, y el de él en blanco y negro, como Arkansas.

—Pero sentaos, por favor. ¿Os apetece tomar algo? ¿Un café?, ¿algo frío…?

—No, nada —le cortó Alain a ella y también a mí, que no me hubiera importado tomarme un café. Pero me callé: la cosa estaba tirante—. No nos quedaremos mucho tiempo.

Camille, que era muy educada, se tragó el desplante con un movimiento de hombros y una sonrisa. Sin mayor ofrecimiento, se sentó con nosotros en un rincón compuesto por un tresillo, dos sillones y una mesa. Cruzó las piernas y sobre ellas, las manos, en una postura tan afectada como ella misma.

—Como te adelanté por teléfono —Alain fue directo al tema—, Ana y yo estamos investigando la desaparición de un cuadro que pudo estar en la colección del primer barón Heinrich von Thyssen, del que a lo mejor tú has oído hablar.

Camille se levantó y se dirigió a su mesa, de donde cogió una libreta y algunos papeles. Después, se volvió a reunir con nosotros. Cada vez que se movía, podía notar su perfume flotar en la sala.

—Sí, El Astrólogo de Giorgione, me lo apunté aquí. A priori no me sonaba nada en absoluto, pero he estado repasando mis notas y, en concreto, una entrevista que mantuve con el barón (el hijo, claro), poco antes de su muerte. Ayer por la tarde estuve escuchando la grabación entera. ¡Estoy completamente alucinada de cómo me olvido de las cosas! Cada vez peor, te lo juro. Con tanta tecnología y tanta máquina, ya no soy capaz de acordarme ni de dónde vivo si no lo miro antes en el HTC. ¡Qué desastre, por Dios! ¿No os pasa a vosotros también?

Alain no se dignó continuar con la conversación.

—Entonces, Camille, ¿tienes algo interesante que contarnos? —«¿… o seguimos perdiendo el tiempo?», dijo sin decir.

—Sí, claro, qué tonta. Supongo que mis problemas de memoria no son para nada interesantes. —Camille sonrió como si sólo estuviera bromeando. En realidad, quería ser sarcástica.

Si hubiera estado sentada sobre una bomba, no me hubiera sentido más tensa. Por alguna razón que a mí se me escapaba, Alain estaba comportándose como un perfecto idiota maleducado. Antes de que terminara de fastidiarla, decidí intervenir.

—Pues a mí me pasa como a ti, Camille: si pierdo el móvil, pierdo parte de mi identidad.

Me miró como si de pronto hubiera recordado que yo estaba allí. Por suerte, tras situarse, me dedicó un gesto de complicidad. Decidí seguir por el camino de la diplomacia, mientras rogaba que Alain mantuviera la boca cerrada.

—Es genial que te hayas tomado la molestia de volver a repasar la entrevista. Te aseguro que estamos desesperados con este cuadro: no hay casi pistas sobre él y, bueno, que tú hayas tenido acceso al barón Thyssen, que puedas, a lo mejor, darnos información de primera mano… Es todo un privilegio. Nos haces un gran favor.

Mi discurso cayó como un velo de miel sobre Camille, que enseguida se relamió cual gatita vanidosa. Se reacomodó en su asiento, las rodillas cruzadas apuntando hacia mí: a partir de entonces me consideraría su única interlocutora.

—Sí, chérie, Heini, el barón Thyssen, era un hombre encantador. Cuando yo le conocí ya estaba muy deteriorado pero conservaba un charme y una elegancia inigualables. Me dedicó toda una tarde en su magnífica residencia de Gerona y pudimos hablar de todo: de su vida, de su familia, de arte también, por supuesto… Le reservo una parte muy importante de mi libro, se lo merece.

—Eres muy afortunada por haber tenido esa oportunidad. Pero es lógico que el barón se comportara así contigo; después de todo, eres de la familia.

Camille sonrió halagada.

—Sí, es cierto…

—Cuando termines el libro me encantará leerlo. Será magnífico, desde luego, porque se ve que tienes mucha sensibilidad.

Alain suspiró. Camille lo ignoró, abducida como estaba por mis lisonjas. Y yo me odié por lo que estaba haciendo. Pero es que no sabía cómo sacar el tema de Giorgione, porque ella tampoco parecía querer sacarlo.

En cambio Alain encontró la fórmula.

—Al grano, Camille: ¿te habló o no te habló de El Astrólogo?

Ella volvió a ignorarlo y siguió hablando para mí.

—Por supuesto que no repasamos una a una las obras de su colección. Más que una entrevista, aquello fue una conversación fluida y agradable. Pero en un momento dado salió el tema de las falsificaciones. Le pregunté si alguna vez habían intentado venderle una obra falsa. Me aseguró que sí, que muchas veces. Sin embargo, recordaba una en especial. —Camille se detuvo, me miró, se mordió el labio y con una palmadita en mi brazo, añadió—: Espera. Me he traído la grabadora. Voy a ponerte esa parte de la grabación.

Camille fue a buscarla.

—Ya lo tengo preparado. Sólo tengo que darle al play.

Con sus uñas de porcelana pulsó el minúsculo botón y dejó la grabadora encima de la mesa.

Sobre el ruido de fondo de la grabación, se escuchó la voz cascada de un hombre anciano, hablando en perfecto francés.

… Sería en el 48 o en el 49… No hacía mucho que había muerto mi padre. Uno de los marchantes con los que trabajaba habitualmente me informó de que tenía algo muy especial: un cuadro que se había encontrado entre las ruinas del castillo de Wewelsburg en Westfalia. Me dijo que era una obra magnífica de la escuela veneciana de finales del Cuatrocento o principios del Cinquecento, tal vez un Tiziano o un Giorgione, incluso un Bellini. Bueno, aquello me pareció interesante. Primero por el morbo (risas): ¡un cuadro de Wewelsburg! ¡El templo de la orden oscura de Himmler! Aquello ya tenía un valor histórico de por sí. Pero si además pertenecía a un gran maestro… ¡Sería fantástico! Deseaba especialmente que se tratara de un Giorgione. Mi padre tenía fijación con ese artista. Siempre contaba que un tal Bauer —lo contaba tantas veces que se me ha quedado grabado el nombre— le había ofrecido dos obras del maestro veneciano pero que en el último momento la familia le impidió vender una de ellas, la que mi padre consideraba más valiosa. Se enfadó mucho, aunque compró la otra, que era una pieza muy hermosa. Sin embargo, pronto dudó de su autoría y la vendió; a Duncan Phillips, creo que todavía se exhibe en su museo de Washington… En definitiva, viajé hasta Alemania para ver el cuadro. De un primer vistazo bien podría haber sido un Giorgione. La composición se estructuraba en el característico doble plano del maestro: un paisaje elaborado al fondo y una figura destacada en primera línea, un hombre joven que manejaba varios instrumentos de astrología como los que Giorgione había pintado en el fresco de la casa Pellizzari. Inmediatamente encargué un estudio de la obra para verificar su autoría. Cuál sería mi sorpresa cuando se verificó que era falsa. Una falsificación fabulosa, muy cuidada, pensada para hacerse pasar por auténtica, sin duda: los pigmentos, el lienzo, incluso el marco… Todo era de la época. Sin el análisis químico hubiera sido imposible descubrir el engaño. Pero la realidad es que el cuadro no tenía más de diez años…

Camille detuvo la grabadora.

—Bueno, ya veis que no habla explícitamente de El Astrólogo, o sea, no es un cuadro con nombre y apellidos, pero… Podría ser el que estáis buscando, ¿no? Claro que una falsificación… Me dijo que la noticia había salido en todos los periódicos, pero los titulares se centraron en ridiculizar a Himmler por haber adquirido una obra falsa, más que en el hecho de la falsificación en sí.

—Sí, podría referirse a El Astrólogo —asentí, tratando de contener mi entusiasmo. En el relato del barón Thyssen había mucha más información de la que hubiera esperado nunca—. Muchas gracias, Camille. Nos has sido de gran ayuda.

—Yo es que soy una cajita de sorpresas, chérie. —Camille demostró quererse un poco más de lo mucho que ya se quería.

Alain desplegó sus piernas largas para ponerse en pie con ánimo de marcharse.

—Gracias, Camille. —Su tono de voz mostraba mejor talante. Tal vez se había puesto tan contento como yo y aquello había suavizado su humor.

—No hay de qué. Si en algo más puedo ayudaros, ya sabéis dónde encontrarme…

Un par de golpes discretos en la puerta la interrumpieron. La cabeza de su asistente asomó por el quicio.

—Camille, perdona, ha venido un mensajero con un regalo para ti. ¿Le digo que lo deje o que lo lleve a tu casa?

—Uf… ¡Qué manía con enviar los regalos aquí! Es agotador… Sí, que me lo lleve a casa, por favor. Gracias, chérie.

—Eres una mujer afortunada, Camille, la gente te hace regalos aunque no sea tu cumpleaños —comentó Alain. Me pareció que volvía a utilizar el sarcasmo; puede que ya estuviese obsesionada.

Lo cierto es que fue la primera y única vez en aquel breve encuentro con Camille en que la vi perder su desparpajo. De hecho, se mostró incluso turbada, como las princesitas de cuento.

—Eh… Sí… Bueno… Verás… No son regalos de cumpleaños… Son… Eh… Son regalos de boda. Es que Jean-Luc y yo… nos casamos… Este sábado…

Y, entonces, Alain también se turbó. El ambiente, en su conjunto, se tiñó de total y absoluta turbación.

—Ah… Vaya, eso… eso es… estupendo, ¿verdad…? —Alain carraspeó como si se le hubiera atascado una palabra en el gaznate—. Enhorabuena… A los dos… —consiguió escupir no sin dificultad.

Alain mantuvo la compostura lo justo para despedirse cortésmente de Camille y salir por la puerta de la galería con cierta dignidad. Sin embargo, en cuanto puso un pie en la calle, su mirada se ensombreció, su mandíbula se tensó y, si hubiera sido un animal, habría bufado y echado espuma por la boca.

Cruzó la calle con espíritu suicida: tres coches tuvieron que frenar bruscamente y le increparon con sonoros toques de claxon; también a mí, que le seguía como una tonta. Llegó junto a la moto, se puso el casco, se montó y farfulló con voz cavernosa tras la máscara:

—Vamos a la hemeroteca: buscaremos las noticias sobre el falso Giorgione. Venga, sube.

—No —me planté—. No pienso moverme de aquí hasta que me respondas a dos preguntas.

Alain me miró tras el casco, expectante.

—Qué demonios es un HTC y… quién es esa mujer en realidad.

Transcurrieron un par de segundos antes de que reaccionase. Se levantó la visera como si se ahogara dentro, suspiró, desvió la mirada al frente, agarró con fuerza el manillar… Volvió a mirarme.

—El HTC es como una BlackBerry, pero mejor… Esa mujer es como una zorra, pero peor. Es mi exmujer.

Acto seguido dio a la llave de contacto y el motor de 500 centímetros cúbicos rugió: no había opción de continuar con el tema. No obstante yo tampoco hubiera podido hacerlo, la verdad. Sin embargo, tenía que decir algo, me veía incapaz de quedarme callada como si nada. Alcé mi voz sobre el motor y declaré muy seriamente:

—No puede ser. No puede haber nada mejor que la BlackBerry.