Completando la biografía de Georg von Bergheim
«Tienes que partir de cada una de las medallas, insignias, identificaciones y hasta de cada uno de los hilos de la tela de su uniforme. Del color de sus ojos o de una cicatriz en la mejilla. Todo tiene un cómo y un porqué, todo te habla de él». Con aquellas recomendaciones se había despedido el doctor Arnoux de mí a la salida del restaurante japonés. Con eso y una clave: el Bundesarchiv, el archivo histórico alemán. En realidad, Alain no había hecho más que animarme a hacer lo que tenía que haber hecho desde un principio si hubiera enfocado bien aquella investigación.
El fondo documental del Bundesarchiv se reparte entre tres emplazamientos: Berlín, Coblenza y Friburgo. Sin embargo, me aconsejó empezar por el Militärarchiv en Friburgo, donde había un fondo específico para las Waffen-SS. Además, según me indicó, el archivo de Berlín tenía una orientación más política y el fondo documental de Coblenza relativo a las actividades del ERR en Francia estaba casi totalmente replicado en el archivo del Memorial de la Shoah en París.
Siguiendo sus consejos, remití la solicitud reglamentaria para poder visitar el Militärarchiv de Friburgo y me citaron en un plazo relativamente corto. Un lunes cogí el primer vuelo que salía desde el Charles de Gaulle hacia Friburgo a las nueve de la mañana.
Una vez en el Bundesarchiv-Militärarchiv de Friburgo, un maravilloso archivo totalmente informatizado, fácil y rápido de consultar, fui completando la biografía de Georg von Bergheim.
No tardé en acceder a un informe elaborado por las SS con todo su historial, desde su nacimiento hasta el año 1941, fecha en la que pasó a ser militar en la reserva a causa de las graves heridas sufridas en el frente, las mismas que le habían hecho merecedor de la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro y del distintivo de plata de herido en combate. Había descubierto también que Von Bergheim era asimismo doctor en Historia del Arte e incluso se adjuntaba el título de su tesis doctoral. Todas aquellas piezas encajaban a la perfección: se trataba de la respuesta obvia a la pregunta de por qué Hitler le había escogido para localizar El Astrólogo. Sin duda, yo también lo hubiera elegido.
En un par de días, conseguí recopilar fotografías, certificados académicos, militares y de las condecoraciones que se le habían otorgado, su certificado de matrimonio, e incluso el informe de la investigación que se había hecho a su futura mujer, Elsie Kirch, para garantizar la pureza aria de la que habría de ser esposa de un oficial de las SS. Al final del segundo día, ya sólo me quedaba un misterio por resolver en la vida de Von Bergheim: por qué su rastro se extinguía en 1943, fecha en la que, según decía Bruno Lohse y confirmaba su ficha del ERR, se marchó a Alemania reclamado por Himmler.
En el iPod sonaba The Scientist de Coldplay, en la voz aguda de Chris Martin. En la pantalla del ordenador había quedado fija la imagen del distintivo de herido en combate: una corona de laurel rodeando un casco militar adornado con la cruz gamada sobre dos espadas cruzadas. El distintivo de plata se otorgaba por recibir tres o cuatro heridas, por la pérdida de algún miembro o por lesión cerebral. No podía dejar de preguntarme con qué tipo de heridas habría tenido que pagar Georg von Bergheim ese distintivo, no podía dejar de sentir curiosidad sobre por qué no encontraba nada sobre él a partir de 1943.
De repente, alguien me cubrió los ojos con las manos. Unas manos grandes y suaves. Me volví.
—Georg…
Escucharme a mí misma pronunciando semejante sandez fue lo que me sacó de mi ensimismamiento con la misma eficacia que un chorro de agua fría. No sin antes llamarme idiota, rectifiqué:
—¡Konrad! Pero…
—¿Me cruzo el Atlántico sólo para venir a verte y tú me recibes llamándome por el nombre de otro?
Me levanté para abrazarle. Su cuello perfumado con Eau d’Orange Verte de Hermès, su fragancia preferida, me devolvió poco a poco al presente como un elixir.
—Pero ¿tú no estabas en Nueva York? —le pregunté entre besos.
—Estaba. Hasta que he decidido adelantar mi vuelta porque llevaba demasiado tiempo sin ti.
Konrad se separó un poco para poder mirarme a la cara.
—Estás preciosa, meine Süße… Pero tu aspecto es muy descuidado.
No me había detenido a pensarlo, pero estaba segura de que Konrad no mentía. Llevaba allí encerrada un montón de horas, mi ropa estaría sobada, mi cara habría tomado el color de las luces blancas de neón y, como después de mucho mirar la pantalla del ordenador las lentillas me molestaban, me las había cambiado por las gafas.
—Ay, Konrad —suspiré desalentada—. ¿Qué quieres, si llevo trabajando casi diez horas sin parar? —Sólo al protestar me di cuenta de lo cansada que estaba.
Lo más indignante de aquella situación era que Konrad, después de un vuelo más largo que las diez horas que yo llevaba trabajando estaba tan impecable como siempre.
Me besó en los labios y volvió a abrazarme.
—¿Y bien? ¿Cuántas cosas has averiguado ya sobre El Astrólogo?
—Bueno… —remoloneé, pues no había hecho los deberes—. De El Astrólogo aún no tengo muchos datos. Pero ¡mira!, ¡mira todo lo que he averiguado sobre el comandante Von Bergheim!
Entusiasmada con la idea de contarle todos mis descubrimientos acerca de Von Bergheim, me puse a buscar mis anotaciones con energías renovadas. Pero me detuvo con otro abrazo por la espalda.
—No, meine Süße. Ahora no. Hablaremos de ello en otro momento. Ya está bien de trabajo por hoy.
Me puse de puntillas para que mis ojos estuvieran a la altura de los suyos y poder acariciarle cómodamente el pelo.
—¿Vas a invitarme a cenar? —le pregunté cariñosa.
Konrad negó con la cabeza.
—Nos vamos a ir al hotel. Voy a prepararte el baño y a pedir una cena rápida, porque lo único que quiero es que nos vayamos a la cama cuanto antes. —Su voz sensual y sus manos sobre mis nalgas me convencieron de que no era precisamente en dormir en lo que estaba pensando.
A la mañana siguiente, nos despedimos en el hall del hotel. Konrad regresaba a Madrid para reincorporarse al ritmo frenético que le imponía su agenda; yo tenía que volver a la sala de estudio silenciosa e impersonal del Militärarchiv. Me colgué de su cuello como un niño en su primer día de colegio y lo llené de besos hasta que la puerta del taxi se interpuso entre nosotros. Me hubiera gustado que se hubiera quedado conmigo, pero ni siquiera se lo insinué: ya había tenido un hueco en su agenda; al pasar página, no había sitio para mí hasta la próxima cita.
Algo mustia por el abandono después de haber pasado una noche de vino y rosas, un poco deprimida por la naturaleza solitaria de mi trabajo, continué con el rastreo por las bases de datos del Militärarchiv.
No la encontré en buen momento. No estaba de humor para aquello. La declaración de fallecimiento del SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim, fechada en septiembre de 1946, fue el detonante de una explosión de emociones contenidas. Al mismo tiempo en que mis ojos recorrían la pantalla del ordenador casi con movimientos REM y me esforzaba en traducir del alemán al ritmo en que leía, noté que se me iba haciendo un nudo en la garganta y que paulatinamente se me nublaba la vista. Unas lágrimas vergonzantes rodaron por mis mejillas iluminadas a la luz del monitor. «Cari, te advierto que me preocupas. Estás fatal de lo tuyo», fue el diagnóstico de Teo cuando le relaté por teléfono el motivo de mi congoja.
Al finalizar la guerra, Georg von Bergheim había muerto.
Aquella certeza, además de descorazonada, me dejaba al final de un callejón sin salida. Georg von Bergheim había muerto sin revelarme nada sobre El Astrólogo.
Me dejé caer sobre la silla de la sala donde realizaba las consultas al archivo. Apagué el iPod y eché un vistazo al reloj: sólo me quedaban cuatro horas para agotar el plazo que el Bundesarchiv había concedido a mi investigación. Si abandonaba Friburgo con las cosas en el estado en el que se hallaban entonces, todo habría acabado; la investigación habría fracasado. Y lo cierto era que Georg von Bergheim, mi exclusivo colaborador, mi único aliciente, ya no podía darme más pistas. No podía ayudarme más porque Georg von Bergheim había muerto.
Busqué en la BlackBerry un número de la agenda, ese número al que debería haber asignado el nombre de SOS, es decir, el del móvil de Alain Arnoux. Di a la tecla de llamar y esperé pacientemente a oír su voz. Tal era mi ansiedad, que me precipité a hablar cuando noté que descolgaban, pero sólo se trataba del contestador: «Éste es el buzón de voz de Alain Arnoux. Por favor, deje su mensaje después de oír la señal. Piiiiii».
Y colgué. Probé a llamarle a la universidad, pero la señorita de la centralita me informó de que no contestaban en su despacho. Hice lo mismo en la European Foundation for Looted Art, y obtuve la misma respuesta. Lo intenté con el teléfono fijo de su casa, pero allí tampoco estaba. Finalmente, volví a darle otra oportunidad al móvil y su buzón de voz volvió a invitarme a que le dejara un mensaje.
La BlackBerry pagó las consecuencias de mi falta de tino cuando, harta de no dar con Alain, la arrojé contra la mesa y se abrió la tapa de la batería. Enterré la cara entre las manos, desesperada. Resultaba irónico que pocas semanas atrás estuviera deseando encontrar una mínima excusa que me permitiera dejar de lado la investigación, cuando en aquel momento pensar en abandonarla sólo me generaba rabia y frustración. Me froté las sienes, me retiré el pelo de la cara, resoplé y observé de nuevo la foto de Georg von Bergheim. Había muerto, vale, pero no quería dejarlo así. Tras unos segundos contemplando su rostro serio, alguna de mis neuronas debió de encontrar la inspiración necesaria para conectarse con otra y juntas hallar una forma de volver a poner la máquina en movimiento. Hasta entonces, el nombre de Von Bergheim no me había conducido a nada que estuviera ni remotamente cercano a El Astrólogo, pero… ¿y su número?
En la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, una persona era identificable tanto o más por un número como por un nombre. Durante mi investigación había encontrado dos números que identificaban a Georg von Bergheim: el número de afiliación al NSDAP (el Partido Nacional Socialista) y el número de SS. Y si probaba a…
—No quiero hacerme ilusiones —murmuré en voz alta, casi como una loca, mientras rebuscaba nerviosamente entre mis notas—, pero, mi querido Georg… ¿y si meto tu número de SS en la base de datos? Puede que sea una pérdida de tiempo o puede que no. De todas formas, no tengo otra opción mejor…
Por fin, localicé el número y tecleé sus seis dígitos en el ordenador. Esperé unos segundos mientras el sistema trabajaba, hasta que me presentó el resultado de mi consulta: una larga lista de todos los documentos almacenados en el Bundesarchiv en los que aparecía el número de SS que yo acababa de introducir. Allí había de todo: registros, informes, expedientes… Mi vista recorrió las referencias con rapidez y, de pronto, algo llamó mi atención: Schreiben, carta. Mi pulso se aceleró. No por el hecho de ser una misiva, sino porque pertenecía a la sección Ahnenerbe y porque su remitente y su destinatario eran respectivamente Adolf Hitler y Heinrich Himmler.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío… —farfullé sin quitar la vista de la referencia por temor a haber leído mal. ¡Era la primera vez que lograba conectar a Von Bergheim con Hitler!
Sin perder un segundo, fui a hacerme con el documento.
Al Reichsführer-SS y jefe de la Policía, Heinrich Himmler
Querido camarada:
Considerando el informe con fecha 15 de octubre de 1941, autorizo que el oficial SS con número 634.976 sea asignado a la Operación Esmeralda.
A tal efecto, he dado ya las órdenes pertinentes a las oficinas centrales del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg de Berlín para que le sea remitido el dossier Delmédigo a la mayor brevedad posible.
Führerhauptquartiere
17 de octubre de 1941
DER FÜHRER,
ADOLF HITLER
Había guardado la copia microfilmada de la carta como un tesoro, la había leído y releído varias veces, había subrayado lo más importante y había llegado a perder la noción del tiempo hasta que una empleada de la sala de lectura anunció que quedaban quince minutos para el cierre del archivo. No me había dado cuenta, pero fuera ya había anochecido y la sala se había ido quedando vacía; solitaria, aún parecía más fría y más impersonal de lo habitual; con su mobiliario funcional, su moqueta azul, su luz blanca y su perchero de bolas metálicas desnudo, no invitaba a quedarse allí por mucho tiempo…
Sonreí satisfecha porque ya tenía mi premio, y empecé a recoger el portátil, los papeles y todo el material que había desparramado en mi puesto de consulta. En una esquina de la mesa, el teléfono vibró de repente. Me sobresalté al oír que el móvil se arrastraba sobre la madera, parecía un gruñido en el silencio de la sala. Lo apagué precipitadamente y pulsé la tecla para leer el mensaje:
Laß mich ruhe in Frieden. Georg von Bergheim.
«Déjeme descansar en paz… Georg von Bergheim». Un escalofrío recorrió mi cuerpo y se me erizó la piel bajo la ropa. ¿Qué clase de broma de mal gusto era aquélla?