Soy el doctor Alain Arnoux

Konrad era accionista mayoritario de KonKöl Properties, una inmobiliaria con una filosofía muy específica: rehabilitar edificios singulares en el centro de las grandes ciudades, convertirlos en complejos de apartamentos de alto standing y ofrecerlos para alquilar por semanas a un precio exorbitante. Por lo general era él mismo quien escogía esos edificios singulares y participaba activamente en el proyecto de rehabilitación y decoración, destinando buena parte de las obras de arte de su colección privada a adornar los interiores de los apartamentos. El edificio de París se llamaba L’École y había sido una escuela militar en tiempos de Napoleón Bonaparte. Con su elegante arquitectura neoclásica y su decoración minimalista para dar realce a las obras de nuevos talentos del arte, L’École era un lugar de referencia en el París más chic.

Teo y yo salimos del apartamento después de haber desayunado tranquilamente y, como la Universidad de la Sorbona no quedaba lejos, fuimos dando un paseo hasta allí, donde había concertado una cita con el doctor Arnoux a las once.

Yo había estado en París al menos una docena de veces y en muy diferentes ocasiones: con mis padres, de viaje de fin de curso, un verano como parada de Interrail… Incluso había vivido allí tres meses en una buhardilla del Barrio Latino, con un novio que tuve que era activista antisistema y que pretendía recrear una experiencia próxima al mayo del 68… Todo lo que hicimos fue ir a gritar con unas pancartas frente a la sede donde tenía lugar una cumbre de la Comunidad Económica Europea, el resto del tiempo llevábamos una vida bastante convencional y hasta burguesa.

Lo cierto es que no importa cuántas veces haya estado en París, es una ciudad que nunca deja de sorprenderme, pues en mis paseos siempre encuentro un rincón inexplorado, un lugar recóndito y lleno de encanto fuera de las rutas turísticas, un espacio en el que pararse a contemplar la belleza. De este modo, Teo y yo paseamos cogidos del brazo por París, deleitándonos con el aroma a chocolate al pasar delante de las bombonerías, escandalizándonos con los precios de algunos escaparates, emocionándonos con la simple visión de una fuente en un jardín oculto, o asombrándonos ante la belleza de la luz del sol a través de las vidrieras de una iglesia desconocida.

Llegamos cinco minutos antes a nuestra cita y tuvimos que esperar en la antesala de una serie de despachos del Departamento de Historia, en la planta F del edificio principal de la Sorbona.

Teo, con pose de diseñador de moda, las piernas cruzadas y un pie meneándose al vuelo, se dedicó a analizar mi atuendo:

—Americana azul marino, camisa blanca, vaqueros, mocasines Tod’s y ese llamativo pañuelo de seda de Hermès… Ni muy formal, ni muy poco: lo justo. Creo que vas perfecta para impresionar a un respetable catedrático. Remángate que se te vea la pulsera de Cartier…

—Es sólo un profesor. Pero puede que tengas razón, me he pasado demasiados años en la universidad como para perder la costumbre de querer impresionar al claustro. Por lo demás, prácticamente todo lo que llevo puesto es regalo de Konrad y ahora tú, con esa enumeración asquerosamente elitista de marcas que acabas de hacer, has conseguido que me sienta estúpida.

En aquel momento se abrió la puerta de uno de los despachos.

—¿Doctora García-Brest?

En cuanto vi lo que aparecía por la puerta no pude evitar pensar que el doctor Arnoux había escurrido el bulto y me había mandado a uno de sus becarios. Aquel hombre, sin ser un chaval, era bastante más joven de lo que yo esperaba. Vestía camisa azul claro de algodón sin cuello que estaba pidiendo a gritos un buen planchado, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas Converse bastante usadas; en conjunto un atuendo que no encajaba con la larga lista de títulos académicos y profesionales que precedían a su nombre.

—Soy el doctor Alain Arnoux —anunció, tendiéndome la mano—. Encantado de conocerla. Usted es…

—Teo Díaz —se presentó el interpelado con un apretón de manos.

Entretanto, yo aproveché para deslizar disimuladamente el pañuelo de Hermès desde mi cuello al interior de mi bolso.

—Colabora conmigo en la investigación —añadí, porque tenía la sensación de que el doctor Arnoux se estaba preguntando «qué pinta éste aquí».

—Bien. Si quieren pasar a mi despacho, por favor.

El despacho del doctor Arnoux era un cubículo bastante impersonal o, al menos, más impersonal de lo que yo esperaba de un despacho situado en el precioso edificio de la Sorbona. Muchos libros, papeles y carpetas, un archivador, un mapamundi enmarcado y un par de carteles grapados a la pared que promocionaban eventos de la universidad. Sobre su mesa había un ordenador portátil, un bote de lápices, una rana de peluche y una planta moribunda. Ése era el despacho del doctor Arnoux, director del Departamento de Historia del Arte Contemporáneo de la Universidad de la Sorbona, director del Departamento de Investigación de la European Foundation for Looted Art en Francia y responsable del fondo documental del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg del Ministerio de Asuntos Exteriores francés.

Aunque ya lo había hecho por e-mail, le volví a explicar el objeto de mi investigación y cómo creía que él podía ayudarme. Mientras, Teo permaneció callado, casi un milagro, pero sólo porque no se manejaba lo suficientemente bien con el francés.

—Como ya le adelanté en mi correo, doctor Arnoux, estoy escribiendo la biografía del SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim, por encargo de un particular. —Efectivamente, ya le había mentido por escrito y volví a hacerlo en persona—. Sé que desde noviembre de 1941 este hombre estuvo destinado en el Einsatzstab Rosenberg en París, y me gustaría conocer más datos sobre su trabajo aquí.

En realidad, lo que quería era comprobar cuanto antes que, aun después de consultar los famosos archivos, toda aquella historia de El Astrólogo desembocaba en un callejón sin salida, y de esa forma poder volver a Madrid y recuperar mi rutina.

Me quedé más tranquila cuando observé que el doctor Arnoux sonreía, se mostraba amable y no parecía sospechar del cuento que acababa de contarle.

—Me suena ese nombre: Von Bergheim… Desde luego, si ha trabajado en el ERR —supe que se refería al Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg—, he tenido que encontrármelo en alguna ocasión. ¿Sabe qué tipo de trabajo realizaba: catalogación, inventario, administrativo, de seguridad…?

—Lo cierto es que no. Acabo de empezar la investigación y cuento con muy poca información sobre él.

—Verá, doctora García-Brest, el problema es que toda la documentación relativa al ERR está bastante dispersa entre diferentes archivos de Francia. Los principales fondos documentales se distribuyen entre los Archivos Nacionales y, sobre todo, el Centro de Documentación Judía Contemporánea del Memorial del Holocausto y la Dirección de Archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores. Yo sólo soy responsable de este último fondo, que tiene algún inconveniente para los investigadores. En primer lugar, la base de datos no es de acceso público. Además, en cumplimiento de las leyes que limitan el acceso a documentos relativos a la propiedad privada, la mayoría de ellos tampoco lo son…

—Entiendo. Pero no pretendo hacer una consulta indiscriminada de documentos. Lo único que necesito es acotar el período que Von Bergheim trabajó para el ERR y saber qué tipo de funciones desempeñaba. He pensado que quizá entre los archivos que se conservan exista un registro de personal en el que sea fácil encontrar ese tipo de información. Ahora bien, no sé si de existir ese registro, pertenece al fondo de su competencia o no… O si es un listado de acceso restringido.

—Sí, sí que hay un listado de personal del ERR en Francia. Aunque no es el más completo, porque no es el propio del ERR, que los alemanes se llevaron a Berlín cuando dejaron la ciudad, sino el que se elaboró después de la guerra para el Tribunal Militar Permanente de París en el curso de la instrucción de las causas contra los responsables del expolio nazi.

—Bueno, aunque sólo sea como una primera aproximación, le agradecería mucho que me autorizase la consulta.

Finalmente, el doctor Arnoux accedió a concederme una autorización limitada para consultar los documentos relativos al ERR procedentes del Tribunal Militar Permanente de París. Me facilitó, el nombre de la archivera que me proporcionaría los documentos, y la dirección física de los archivos en La Courneuve, una localidad a ocho kilómetros del centro de París. Después de agradecerle debidamente su colaboración, Teo y yo nos despedimos de él y abandonamos su despacho.

Teo no pudo contenerse más que lo justo, es decir, el tiempo que tardamos en doblar la esquina y pararnos frente al ascensor, para hacer el comentario que me estaba viendo venir:

—Pero ¿tú has visto qué doctor Jones?

—Será doctor Arnoux.

—Que no, tonta. Me refiero a que menudo Indiana Jones versión Tarifa surfer. Es como el de la peli pero en desgreñao.

La verdad es que a mí también me había sorprendido el doctor Alain Arnoux desde el momento en que lo vi y hasta lo había confundido con un becario. Al igual que Teo, yo esperaba un maduro y respetable profesor universitario. Durante mis años de universidad, había visto más o menos de todo entre el personal docente, pero lo cierto es que la mayoría respondían a un cliché en cuanto a edad y aspecto físico, aún más cuando ascendían en la escala del profesorado, como en este caso.

Pues bien, el doctor Arnoux no respondía en absoluto al cliché en el que le había encasillado antes de conocerle. El calificativo de desgreñao con el que le había definido Teo se debía sin duda a su pelo largo casi hasta los hombros y a su barba de bastante más de tres días. Y lo de Tarifa surfer venía al caso seguramente porque era más fácil imaginárselo en la playa con bañador hawaiano y tabla de surf bajo el brazo que en un despacho de la Sorbona.

En definitiva, estaba de acuerdo con Teo sobre su aspecto, pero no me apetecía darle cancha al marujeo.

—Pues si tú lo dices… A mí lo que me importa es que me ha dado lo que quería: la autorización para consultar el archivo, comprobar que no encuentro nada y volver a casa.

El ascensor se detuvo por fin en nuestra planta.

—Ahora vamos a comer algo, que tengo un hambre de lobo —le dije mientras se cerraban las puertas.

En materia de negocios, Konrad no se andaba con tonterías; como suele decirse, afeitaba un huevo. Supongo que ése era uno de los ingredientes del secreto de su éxito. Por eso, el hecho de que Teo me acompañase a París con todos los gastos pagados era algo que Konrad iba a cobrarse de una manera u otra. Mi amigo era fotógrafo profesional, trabajaba como free lance para un importante grupo editorial de revistas. De manera que Konrad no dudó en aprovechar la ocasión para encargarle un reportaje con el que quería ilustrar la campaña publicitaria de uno de sus servicios de telecomunicaciones.

Aquella misma tarde, Teo se fue a La Défense para hacer las primeras fotos y yo me dirigí a los archivos del ERR, poco entusiasmada con la idea de pasarme horas revisando documentación. Tras un exhaustivo control de seguridad que requirió que yo misma pasara varias veces por detectores de metales, y mis objetos personales por rayos X, conseguí un pase al archivo. Contacté con la archivera de la que me había hablado el doctor Arnoux: una mujer muy seca que al cabo de un buen rato de espera me puso delante dos gruesas carpetas llenas de documentos. Con aquel buen montón de papeles y la música de Keane sonando en mi iPod, me senté en una esquina a trabajar.

La documentación era bastante heterogénea y dispersa. Allí había de todo: interrogatorios al personal de la embajada alemana, resguardos de adquisiciones de obras de arte en Suiza, declaraciones de tratantes de arte franceses, un documento de transporte de 180 pinturas y grabados de la colección Walestein con destino a Alemania, cartas y documentos incautados en las oficinas del ERR… Mucha papelería y ni rastro de Von Bergheim. Sin embargo, el tiempo que dediqué a esos expedientes no fue empleado en balde pues sirvió para darme una idea de cuán organizado había estado desde un principio todo el proceso de expolio de obras de arte en los territorios ocupados, en concreto en Francia. Nada se había dejado a la improvisación, nada había sido casual.

El proceso era sencillo pero eficaz: con ayuda de la Gestapo, responsables del ERR accedían a viviendas abandonadas (bien voluntariamente, bien forzosamente) y se llevaban todo lo que consideraban que poseía algún valor artístico: pintura, escultura, libros, antigüedades, muebles, cerámicas, joyas… Los propietarios solían ser judíos, emigrados o deportados, y otras categorías de los considerados enemigos del Reich. Así, las grandes colecciones de arte de las familias judías más importantes de Francia fueron confiscadas por los nazis, entre ellas, las de los Rothschild, David Weil, Seligmann, Veil-Picard y otras muchas hasta completar un total de más de 22.000 piezas robadas. En algunos casos, también sustrajeron obras de colecciones públicas, especialmente de artistas alemanes, basándose en el principio de que el arte debía regresar a su país de origen.

Todos los bienes eran almacenados en el Jeu de Paume, un pabellón situado en las Tullerías, y en algunas salas del Louvre especialmente habilitadas para ello, dado que durante los años de la Ocupación sólo una mínima parte del museo permaneció abierta al público. Allí los inventariaban, fotografiaban, catalogaban e incluso restauraban si era necesario. Después se empaquetaban para su transporte en ferrocarriles especiales con destino a Alemania. Además, regularmente, los técnicos del ERR preparaban exposiciones para que el mariscal Göring, en sus muchas visitas a París, escogiese aquellas obras que más le gustaban para su colección particular. Las que no interesaban a ninguno de los altos cargos del gobierno nazi eran vendidas o subastadas. Otras obras corrían peor suerte, las pertenecientes al Entartete Kunst o el considerado por la ideología nazi Arte Degenerado; muchos cuadros de pintores como Chagall, Kandinsky o Munch acabaron relegados a almacenes olvidados o, en algunos casos, en la hoguera.

Con tanta información por asimilar, llegó la hora del cierre de los archivos y ni siquiera me había dado tiempo a revisar el listado de personal; lo único que había conseguido era terminar con la discografía de Keane. De modo que tuve que posponer la tarea hasta el día siguiente.