PosenGeist

Era sábado y Konrad estaba en París. Habíamos cenado en casa de unos amigos en la rue de Berri; una cena formal con el embajador de Alemania. Al terminar, me dolía la mandíbula de sonreír sin ganas y notaba la cabeza cargada de beber champán sin ganas. Por eso creo que quise a Konrad un poco más cuando me propuso volver a casa dando un paseo.

Los Campos Elíseos se veían tan espectaculares como siempre, cuajados de luces y animados por grupos de turistas y parisinos que disfrutaban de la noche del sábado deambulando entre restaurantes y locales de moda: coches de lujo, mujeres con las piernas largas y tacones de aguja, hombres vestidos de etiqueta y el aroma de los jardines recién regados y los perfumes de fiesta.

Me encantaba pasear del brazo de Konrad, prácticamente colgando de él, y poder por fin hablar tranquilamente de nuestras cosas. La caminata era larga, pero hacía una noche estupenda, templada, con una brisa suave que me ayudó a despejarme.

—Es increíble… Tendrías que haber visto las listas y las cifras —le comentaba vivamente algunos de los descubrimientos de mi investigación—. No tenía ni idea, pero setenta y seis mil judíos franceses fueron deportados durante la ocupación alemana. Y con el consentimiento e incluso la complicidad de las autoridades locales. Entendemos el nazismo como algo esencialmente alemán…

—¿Y no lo es? —me interrumpió.

—Es originalmente alemán, pero allí donde se instalaba encontraba seguidores y simpatizantes: Francia, Holanda, Bélgica, Noruega, Checoslovaquia, Hungría… Los nazis fueron capaces de gobernar durante cuatro años (toda una legislatura democrática, piénsalo) en media Europa. Y eso sólo pudo ser posible porque hallaron más colaboración que resistencia. ¿Sabes que durante los primeros meses de la Ocupación la mayoría de las denuncias a la Gestapo provenían de ciudadanos franceses contra ciudadanos franceses?

—Entonces, el nacionalsocialismo es esencialmente humano —concluyó Konrad no exento de ironía.

—Es perversamente humano, me temo.

En ese momento, detuvo nuestro paseo y me rodeó con los brazos, buscando mi mirada.

—Dime que empiezas a entusiasmarte con la investigación, meine Süße.

—Empieza a intrigarme… —admití con una sonrisa.

Konrad estrechó el abrazo y yo me dejé envolver por su corpulencia. Y cuando más a gusto me sentía, sonó un teléfono móvil enterrado entre nuestros cuerpos.

—¿Es el tuyo?

—Eso parece… —farfullé contrariada mientras abría el bolso—. ¿Quién demonios me llamará un sábado a estas horas?

Afortunadamente, llevaba un pequeño clutch y nada más abrirlo asomó el teléfono vibrante, sonante y luminoso.

—¿Número desconocido? —gruñí a punto de rechazar la llamada.

—Cógelo para saber quién es…

—Son capaces de querer venderme un ADSL… ¿Sí?

Silencio al otro lado del teléfono. Sólo el leve siseo de la línea.

—Dígame —insistí bajo la atenta mirada de Konrad.

Silencio y siseo.

—Cuelga… Se habrán equivocado.

Iba a hacerlo cuando una voz ronca y profunda quebró el siseo con una sola palabra que apenas entendí. Un escalofrío serpenteó por mi espalda. La palabra volvió a repetirse con aquella voz cavernosa.

—Oiga, ¿quién es usted? —acerté a decir.

La llamada se cortó.

Me quedé paralizada, sintiendo que un frío extemporáneo me recorría el cuerpo.

—¿Qué ocurre? ¿Quién era?

—No lo sé…

—Pero ¿qué te ha dicho? ¡Te has puesto pálida!

—No es lo que me ha dicho, es cómo me lo ha dicho. Era una voz… Una voz horrible, Konrad. Si los muertos hablaran, estoy segura de que ésa sería su voz…

Me abrazó con fuerza.

—Está bien, cálmate. ¿Qué te ha dicho?

—No… no estoy segura. Era una palabra, la misma dos veces. La primera vez entendí algo parecido a poltergeist. Pero la segunda sonó como posengaist

Creí notar que el cuerpo de Konrad se ponía tenso.

PosenGeist —repitió en perfecto alemán.

Me separé un poco de él para mirarle a la cara. Me pareció que su semblante se había tornado excesivamente serio, aunque quizá fuera la implacable luz de la farola que le daba en la cara.

—Sí, justo eso… ¿Cómo lo has sabido?

—Sólo le he imaginado…

—¿Es que sabes qué es PosenGeist?

—No —negó tajantemente.

Iba a responderle que daba toda la impresión de conocerlo perfectamente cuando el teléfono volvió a vibrar todavía en mi mano. Di un respingo y casi al tiempo Konrad me lo quitó y lo descolgó.

—Escucha, hijo de puta, no sé quién coño te crees que… —se interrumpió bruscamente—. ¡Mierda…! ¡Ha colgado!

—¿Qué pasa? ¿Qué es esto? —le exigí una explicación como si él la tuviera. Estaba demasiado asustada para pensar con claridad, aquella voz siniestra aún me zumbaba en los oídos.

—No lo sé. Pero ¡este acoso telefónico ya es intolerable!

Hacía mucho tiempo que no lo veía tan enfadado, con uno de esos enfados suyos tensos y silenciosos que crispaban cada uno de los músculos de su cara y convertían sus ojos en dos líneas centelleantes. Aquello me escamó.

—Sí que lo sabes, Konrad. Tú sabes qué significa ese mensaje. Por eso estás tan alterado —me atreví a decir.

—¡No seas absurda, Ana! Estoy tan desconcertado como tú, sólo que me siento responsable de ti y no voy a consentir que te sigan acosando de este modo. PosenGeist no me dice nada. Geist es espíritu en alemán, pero PosenGeist no tiene ningún sentido… ¡Joder!, ¿a qué viene que me señales a mí ahora?

—No te señalo…

—Sí lo haces. ¿Por qué no miras mejor hacia tu amigo el doctor Arnoux? Ya te avisé de que debíamos tenerlo vigilado. Insisto en que sólo él tiene tu número de teléfono y ha esperado a que vuelvas a dar un paso firme en la investigación para reanudar su juego sin sentido.

Me parecía que estaba exagerando. Podía admitir que los motivos de Alain para participar en la investigación fueran dudosos, pero de ahí a que se dedicara a acosarme…

—Tú lo has dicho: sin sentido. No tiene ningún sentido que quiera asustarme… Además, si tan peligroso te parece, ¿por qué lo pusiste de nuestro lado? Desde luego, no fui yo quien le invité a trabajar con nosotros…

—Yo tampoco.

Aquella lacónica declaración me cogió por sorpresa.

—¿Cómo?

—Que yo no le llamé.

—Pero él me dijo que sí… O eso creí entender.

—Fue él quien se puso en contacto conmigo para ofrecerse a colaborar. Tantas ganas tenía, que no puso ninguna objeción a firmar lo que fuera; creo que me hubiera vendido a su madre si se lo hubiera pedido.

—No tiene madre que vender… —murmuré con la mirada perdida mientras trataba de digerir aquella información.

—¿Qué?

—Nada…

Puede que en realidad Alain no me hubiera dicho explícitamente que Konrad le había llamado y yo lo hubiera interpretado así. O puede que sí… A esas alturas ya no estaba segura de nada.

De pronto, me sentí agotada. Los Campos Elíseos se me hicieron hostiles e intransitables; sus luces, su glamour y su brisa suave se habían apagado como los colores de una fotografía vieja y todo lo que quedaba flotando en el aire era una palabra fantasma: PosenGeist.

Busqué asiento en un banco cercano. Konrad me imitó.

—Llamaremos a un taxi para volver a casa —anunció.

No le quité la idea de la cabeza.