Prólogo

El día estuvo tan preñado de presagios que, aun antes de oír las apremiantes llamadas a la puerta a última hora de la noche, la sanadora supo que su vida cambiaría para siempre.

Pasó toda la jornada interpretando augurios. No sólo los de sus propios sueños —serpientes y luna teñida de sangre—, sino también los de aquellos que acudían a visitarla: mujeres encinta que soñaban con alumbrar palomas, vírgenes que tenían perturbadoras visiones, el ternero de dos cabezas nacido en el campamento beduino al sur de la ciudad y el espectro de Andraco, que vagaba decapitado por las calles desiertas a medianoche gritando los nombres de sus asesinos. Pero ¿a quién aludían todos aquellos portentos?, se preguntaban los habitantes de la poco poblada ciudad de Palmira, mirando furtivamente por encima del hombro.

«Son para mí», pensó la sanadora, sin saber cómo lo sabía.

Por eso, cuando percibió la urgencia con que llamaban a su puerta, poco después de la salida de la luna, se dijo: «Es la hora anunciada».

Se echó un manto sobre los hombros delicados y, portando una lámpara, abrió la puerta sin preguntar quién era. Otros habitantes de Palmira hubieran podido temer la llamada de un extraño, pero no era ése el caso de Mera. La gente acudía a ella para que le diera medicinas y le hiciera hechizos, les aliviara el dolor y les preparara brebajes con que calmar sus inquietudes, pero nadie hubiera querido hacerle daño.

Un hombre y una mujer aguardaban en la oscuridad del umbral azotado por el viento. El hombre, de nobles facciones, tenía el cabello plateado y llevaba una capa azul sujeta con un prendedor de oro; la mujer, casi una niña, apenas si podía cubrirse el abultado vientre con la holgada capa. Lo primero que vio Mera al abrir la puerta fueron dos ojos aterrados en un rostro mortalmente pálido. El rostro del hombre. El de la mujer estaba deformado por una mueca de dolor. Mera se hizo a un lado para que el viento les empujara al interior. Tuvo que luchar para cerrar la puerta mientras la lámpara arrojaba extrañas sombras sobre la pared y sus largas trenzas negras volaban a su espalda. Cuando se volvió, la joven había caído de rodillas al suelo.

—Ha llegado el momento —explicó el hombre, sin que ello fuese necesario, tratando de levantarla.

Mera posó la lámpara e, indicándole un camastro que había en un rincón, le ayudó a tenderla en el mismo.

—Me han dicho en la ciudad que tú la ayudarías… —añadió el desconocido.

—¿Cómo se llama? —preguntó Mera—. Debo saber su nombre.

—¿Es imprescindible?

El miedo del hombre le cayó encima como una lluvia invernal. Lo vio reflejado en su mirada. Mera apoyó una mano en su brazo y murmuró:

—No hace falta. La diosa ya lo sabe.

«Conque es eso —pensó Mera, disponiéndose a actuar—. Son fugitivos. Huyen de alguien o de algo. Acaudalados, a juzgar por la ropa que llevan. Y han venido de muy lejos, son forasteros en Palmira».

—Es mi mujer —dijo el hombre, de pie en el centro de la estancia sin saber qué hacer. Contemplaba a la comadrona. Cuando llegó a aquella casa de los arrabales, esperaba encontrar a una vieja bruja. Pero aquella mujer de edad indefinida era extremadamente hermosa. Levantó las manos, en un gesto de impotencia, y Mera comprobó a la vacilante luz de la lámpara que eran muy suaves. Manos largas y bellas, dignas de aquel hombre alto, apuesto y refinado. Llegó a la conclusión de que era un romano. Un romano importante.

Hubiese deseado leer los astros y consultar las cartas astrológicas, pero no había tiempo para hacerlo. El parto era inminente.

El desconocido observó cómo la sanadora preparaba a toda prisa el agua caliente y los lienzos. El posadero les había hablado de ella en tono reverente. Se trataba de una hechicera, había dicho, y su magia era todavía más poderosa que la de Ishtar. En tal caso, se preguntó el romano mirando a su alrededor en la minúscula habitación, ¿por qué vivía tan pobremente, sin tan siquiera una esclava que atendiera las llamadas nocturnas?

—Sujétale las manos —dijo Mera, arrodillándose entre las piernas de la joven esposa—. ¿Cuál es su dios?

—Adoramos a Hermes —contestó el forastero, tras dudar un instante.

«¡Vienen de Egipto!», pensó Mera, asintiendo emocionada con la cabeza. Ella también era egipcia y estaba, por tanto, íntimamente familiarizada con Hermes, el dios-salvador. Haciendo una reverencia, trazó la señal de la cruz de Hermes sobre la joven tendida, tocándole la frente, el pecho y los hombros. Después, se incorporó y se santiguó también. Hermes era un dios muy poderoso.

El alumbramiento fue muy difícil. La joven tenía las caderas estrechas y gritaba constantemente. Arrodillado solícito a su lado, el esposo le enjugaba el sudor de la frente con un lienzo, le tomaba la mano y le hablaba al oído en el dialecto del valle del Nilo que Mera había usado también hacía muchos años. Le sonó a la más dulce de las músicas en los oídos. «Llevo demasiado tiempo lejos —pensó mientras se preparaba para recibir al niño—. Quizás antes de que muera, la diosa me conceda el ver por última vez mi verde río…».

—Es un varón —dijo por fin, succionando con delicadeza la minúscula nariz y la boca del recién nacido.

El romano se inclinó hacia adelante y su sombra cubrió al niño como un manto protector.

La joven esposa, libre ya del dolor, lanzó un profundo suspiro.

Después, Mera anudó y cortó el cordón, acercó al niño al pecho de su madre y musitó:

—Ahora debes decir sus nombres. Protégelo, pequeña madre, antes de que el jinn del desierto intente arrebatártelo.

Con los labios resecos pegados a la rosada oreja del pequeño, la joven musitó el nombre de su espíritu, que sólo sería conocido por él mismo y por los dioses. Con un hilillo de voz, articuló con lentitud su nombre terrenal:

—Helios.

Satisfecha, Mera reanudó su trabajo; faltaba todavía la expulsión de la placenta. Sin embargo, mientras el viento aullaba con fuerza y hacía crujir las ventanas y las puertas, vio bajo la mortecina luz algo que la alarmó. Una manita blancoazulada emergiendo del cuerpo de la mujer.

¡Un gemelo!

Reiterando el signo de la cruz de Hermes y añadiendo la sagrada señal de Isis, Mera se preparó para el segundo alumbramiento, rezando para que la joven lo pudiera resistir.

El viento soplaba ahora con tal violencia que no le cupo la menor duda de que el jinn se hallaba junto a su puerta, intentando apoderarse de las dos vidas. La pequeña casa de Mera, de una sola estancia, estaba construida con sólidos ladrillos de barro y, sin embargo, se estremecía y temblaba como si estuviera a punto de derrumbarse de un momento a otro. La muchacha lanzó un grito que fue a unirse a los del viento; tenía las mejillas arreboladas y el sudor le empapaba el cabello. Presa de la desesperación, Mera colgó un amuleto alrededor de su cuello, una rana de jade, animal sagrado de Hécate, la diosa de las parteras.

Curiosamente, el niño que la madre estrechaba contra su pecho aún no había emitido el menor sonido.

Al final, Mera consiguió guiar al segundo vástago hacia los lienzos que lo aguardaban y comprobó con inmenso alivio que estaba vivo. Mientras cortaba el cordón, el viento le llevó a los oídos un rumor que no hubiera debido oír. Levantó bruscamente la cabeza y vio al romano parado ante la puerta.

—Caballos —dijo éste—. Soldados.

Después, alguien golpeó la puerta, no como si quisiera entrar, sino como si pretendiera derribarla.

—Nos han encontrado —dijo el hombre escuetamente.

—¡Ven! —dijo Mera, incorporándose de un salto y corriendo hacia una puerta del fondo de la estancia. No volvió la cabeza ni vio a los soldados de capa roja cuando irrumpieron en la casa; se arrojó sin vacilar a la oscuridad del cobertizo colindante y, estrechando en sus brazos a la mojada y desnuda recién nacida, trepó al granero y se ocultó cuanto le fue posible bajo las mazorcas de maíz que le arañaban la piel y apenas le permitían respirar. En la oscura noche, oyó pasos con sandalias claveteadas sobre el suelo de tierra apisonada. Siguió un breve diálogo en griego, una rápida sucesión de preguntas y respuestas, y un silbido de metal cortando el aire. Dos gritos desgarradores y después… silencio.

Mera se echó a temblar inconteniblemente. La niña se estremeció en sus brazos. Fuertes pisadas resonaron en la estancia, acercándose al cobertizo. A través de las rendijas del granero, Mera vio una luz: alguien la buscaba con la ayuda de una lámpara. Después, oyó la voz del apuesto romano, débil y entrecortada:

—Os digo que no hay nadie. La partera no estaba en casa. Estamos solos. Yo… Yo mismo he ayudado a venir al mundo a mi hijo…

Para su espanto, la niña empezó a gemir. Mera le cubrió rápidamente el pequeño rostro con la mano y musitó:

—Reina y señora del cielo, no permitas que muera esta niña.

Contuvo la respiración y escuchó. A su alrededor no había más que oscuridad, silencio y aullidos del viento. Esperó. Con la mano sobre la boca de la niña, Mera pasó largo rato acurrucada en el granero. Le dolía todo el cuerpo y la niña se agitaba sin cesar. Aun así, ella permaneció inmóvil en su escondrijo.

Al cabo de una eternidad, Mera creyó oír otra voz sobre el rumor del viento.

—Mujer… —dijo la voz. Mera se levantó cautelosamente. En la semipenumbra que precede al amanecer, Mera distinguió una forma encogida en el suelo de la estancia y oyó al romano diciéndole en voz baja—: Mujer, ya se han ido…

Le dolían todos los músculos y articulaciones del cuerpo de tanto permanecer agachada en el granero. Se acercó renqueando al hombre y vio que estaba completamente cubierto de sangre.

—Se la han llevado… —graznó el romano—. A mi mujer y al niño…

Mera contempló asombrada el camastro vacío. ¡Qué atrocidad llevarse a una madre y a su hijo recién nacido!

El forastero levantó una temblorosa mano.

—Hi hija… Déjame…

«Vinieron a matar al padre —pensó Mera, acercando la niña desnuda a las moribundas manos del hombre— y, sin embargo, se llevaron a la madre y al hijo vivos. ¿Por qué?».

—Los nombres… —dijo el romano, respirando afanosamente—. Tengo que darle los nombres antes de que…

Mera acercó la cabeza de la niña a la boca de su padre y vio que los labios formaban su nombre secreto, el nombre que sería el vínculo espiritual de la criatura con los dioses y que ningún otro mortal debía oír para no sufrir los efectos de su poderosa magia. Después añadió, levantando la voz:

—Selene. Se llamará Selene…

—Deja ahora que te cure las heridas —dijo Mera dulcemente.

Pero el hombre negó con la cabeza. Ella entendió el porqué. El romano yacía en el suelo en una posición forzada.

—Llévatela de aquí —musitó—. ¡Ahora mismo! ¡Esta misma noche! ¡No deben encontrarla! Escóndela y cuida de ella. Viene de los dioses.

—Pero ¿quién eres tú? ¿Quiénes le diré que son sus padres, su familia?

—Este anillo… —contestó el romano, tragando dificultosamente saliva—. Dáselo cuando crezca. Él se lo dirá… todo. Él la conducirá a su destino. Pertenece a los dioses…

Mientras Mera sacaba el grueso anillo de oro de su dedo, el romano expiró y, en aquel momento, Selene empezó a llorar.

Mera contempló con más detenimiento a la criatura y observó aterrada que había nacido con un pequeño defecto en la boca. Entonces lo comprendió todo: era una señal del favor de las divinidades. El romano no había mentido: la pequeña procedía efectivamente de los dioses.