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Ulrika lo había vuelto a hacer.
Salió subrepticiamente de clase y corrió al puerto, donde se levantaba la gran biblioteca, y se llevó un libro sin que nadie la viera. Si los bibliotecarios la hubieran sorprendido, si el maestro hubiera descubierto su ausencia de clase, si su madre se hubiera enterado…, la niña sabía que la hubieran castigado. Pero le daba igual. Era un libro nuevo y lo quería tener. Además, no hacía nada malo. Pensaba devolverlo a la biblioteca a finales de semana sin que nadie lo supiera.
Era uno de los nuevos códices: unas hojas cuadradas de pergamino cosidas juntas por un lado; resultaba mucho más cómodo que los pesados rollos escritos sólo por una cara y que a veces había que sostener con las dos manos. Aquel libro era una crónica militar —una de las muchas producidas por las recientes guerras— y la había escrito un caudillo del Rin llamado Cayo Vatinio.
Ulrika lo leyó a escondidas en su habitación, a la luz de una solitaria lámpara. Devoraba las palabras de los libros como otra niña hubiera podido consumir golosinas prohibidas. Su apetito era insaciable: cuanto más leía, tanto más hambre de conocimientos tenía. Deseaba aprender todo lo que pudiera sobre el pueblo y la raza de la que procedía.
Cuando leyó las descripciones de Vatinio en las que éste calificaba a los «bárbaros del norte» de animales y bestias sin alma, Ulrika dejó el libro a un lado y se incorporó en la cama.
Era uno de los muchos libros que había leído, llenos de orgullo y de prejuicios romanos. Aquel Vatinio no era mejor que Julio César, el hombre al que tanto odiaba Ulrika. Era César quién había sometido a los germanos, convirtiéndolos en esclavos. Había estatuas suyas por toda Alejandría. Su asesinato le había convertido en un dios. Pero Ulrika despreciaba al primer enemigo de su pueblo y le maldecía mentalmente siempre que podía.
Desalentada, se levantó de la cama y se acercó a la ventana que daba a un pequeño jardín. Aspiraba el perfume del mar y percibía su húmeda caricia, pero no podía verlo. La habitación era sofocante. El gigantesco templo, con sus claustros, sus sagrados recintos y las celdas donde dormían las hermanas, la oprimía como una tumba. Ulrika apenas podía respirar. Deseaba ver los árboles y el cielo a su alrededor; quería correr y ser libre.
Se sentía inquieta desde hacía aproximadamente seis meses, al tener por primera vez el flujo lunar. Antes era una niña silenciosa y retraída, que sólo existía en un mundo interior donde su único compañero era el espíritu de su padre. Pero después se produjo el cambio y Ulrika empezó a sentir un fuego interior que le quemaba constantemente, no sólo en las frías noches de primavera, sino también cuando las tormentas estivales azotaban la costa del norte de África. Ardía en deseos de salir, de hacer algo.
Ulrika ya no se conformaba con la compañía de los espíritus.
Selene salió del baño, se secó, se cubrió el cabello mojado con un lienzo blanco y se vistió con una túnica limpia. Después se volvió a poner los dos collares alrededor del cuello.
Uno era el Ojo de Horus que recibiera hacía diecisiete años en la Gruta de Dafnis. El segundo era la turquesa de Rani, el regalo que le había hecho Nemrod hacía diez años cuando abandonaron Persia. Mientras la acariciaba, Selene sintió que el dolor volvía a traspasarle el alma.
Antes de abandonar sus aposentos, Selene se detuvo para verter un poco de polvo sobre el fuego sagrado de Isis, que ardía día y noche junto a su puerta. Nunca se olvidaba de la diosa. Hacía tres años, se encontraba al borde de la desesperación: sin hogar, hambrienta y sola con una niña. Alejandría, la joya del Mediterráneo, la ciudad de paredes encaladas y resplandecientes muros de alabastro, en la que, según un historiador, «había que cubrirse los ojos al recorrer sus calles al mediodía so pena de quedar ciego», la había decepcionado, traicionado.
Selene llegó a la ciudad con muy poco dinero, tras haber tratado infructuosamente de localizar en Jerusalén al banquero al que Rani había confiado sus riquezas. Pronto se quedó sin un céntimo. La próspera población de Alejandría no necesitaba los servicios de una humilde sanadora, teniendo tan buenos médicos a su disposición.
Tras haber preguntado inútilmente por Andrés en la escuela de medicina y haber intentado en vano hallar alguna huella de la existencia de sus padres, Selene tuvo una revelación: «Procede de los dioses», había dicho su padre. «No olvides tu amistad con Isis», eran las últimas palabras de Mera antes de morir. Selene comprendió entonces lo que tenía que hacer. Estaba en manos de los dioses. Sin la rosa de marfil y sin Andrés, no podría ir en pos de su sueño. Por consiguiente, debería ponerse al servicio de los dioses y rezar para que éstos la iluminaran cuando llegara el momento.
Selene encontró a su hija sentada junto a la ventana, contemplando la esfera nocturna.
Se detuvo a mirarla. ¡Cuánto había crecido últimamente! Ya era más alta que algunas de las hermanas del templo, y su cuerpo se estaba empezando a llenar; se observaban unas nuevas redondeces aquí y allá y sus brazos y piernas eran cada vez más fuertes. Su cabello había adquirido un tono más pálido y el azul de sus ojos se había intensificado. Era como si la mitad germánica de su sangre estuviera superando poco a poco a la romana. «Se está alejando de mí», pensó Selene con súbita inquietud.
Era una niña muy seria. ¿Por qué Ulrika no sonreía jamás? ¿Qué había tras aquella mirada tan severa? ¿Sería la muerte de Rani? Selene trató de recordar si Ulrika siempre había sido una niña seria.
«No debo perderla —se dijo mientras entraba en la habitación—. Es lo único que tengo».
—Rikki —dijo suavemente.
La niña miró a su madre con unos ojos demasiado maduros para su edad. «Es todavía una niña —pensó Selene—. Tendría que ser atolondrada y frívola como todas las niñas de su edad». Pero Ulrika se mantenía apartada de las demás niñas, no tenía amigas y su madre nunca sabía lo que pensaba.
Selene posó los ojos en la cama y Ulrika se levantó de golpe, tratando infructuosamente de impedir que su madre viera el libro.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó Selene, adelantándose para tomar el libro—. Estuviste otra vez en la biblioteca, ¿verdad?
Ulrika asintió en silencio.
Selene posó el libro sin examinarlo y se sentó en el borde de la cama, haciéndole señas a su hija de que se sentara a su lado.
—¿Es un buen libro?
—No —contestó Ulrika, dudando un instante antes de sentarse en la cama—. Está lleno de mentiras.
Selene lanzó un suspiro. Sabía desde hacía algún tiempo que sus conocimientos ya no eran suficientes para las necesidades de Ulrika. La niña ya conocía de memoria toda la información que Selene le había facilitado sobre Wulf y su pueblo. Ahora recurría a otras fuentes en su obsesión por averiguar más detalles.
En realidad, llevaban mucho tiempo sin hablar de Wulf. Selene ya ni siquiera recordaba cuándo le había mencionado por última vez. ¿Fue quizás en Jerusalén? ¿Y si la muerte de Rani hubiera cerrado la única vía de comunicación que quedaba entre madre e hija? Selene sintió un leve estremecimiento de temor. «Conviene que le hable de él ahora —se dijo—. Ahora más que nunca Ulrika necesita saber la verdad».
Pero le daba miedo hablar. Por consiguiente, se limitó a decir:
—Tu padre era un hombre maravilloso, Rikki. Ojalá le hubieras conocido.
De repente, a Ulrika se le llenaron los ojos de lágrimas. Al verlo, Selene la estrechó en sus brazos por primera vez desde que ambas se abrazaran en aquella horrible callejuela de Jerusalén junto al cuerpo sin vida de Rani.
—Rikki —musitó Selene—. No sabes cuánto lo siento.
—Madre —dijo la niña entre sollozos.
Pero ahí terminó la conversación. Las barreras no habían sido derribadas y aún quedaba mucho dolor y distancia entre ambas. «¿De qué serviría ahora la verdad?», se preguntó Selene mientras acariciaba el cabello de su hija. Decirle que su padre no había muerto en Persia, que había regresado a Germania sin saber que ella estaba embarazada y que quizás en aquellos momentos se encontrara en sus bosques ignorando la existencia de una hija que ansiaba conocerle. «No puedo decírselo, no puedo…».
—Acompáñame en mis visitas esta noche, Rikki —dijo Selene, apartando el cabello del rostro de su hija—. Ayúdame a atender a los enfermos.
Ulrika miró a su madre casi como si se sintiera traicionada. Después se levantó y regresó junto a la ventana.
—Yo… prefiero no ir, madre. Tengo sueño.
«¿En qué me he equivocado? —pensó Selene, mirando a su hija—. ¿Qué torpeza he cometido ahora?». Aquel momento de intimidad y de dolor compartido se extinguió como una llama.
—Muy bien —dijo, levantándose para dirigirse a la puerta—. No debes ir más a la biblioteca, Ulrika. El puerto es un lugar peligroso para las niñas. ¿Lo entiendes?
—Sí, madre.
—Iremos mañana juntas, ¿de acuerdo? Pediremos al bibliotecario que nos busque el mejor libro que tenga sobre Renania. ¿Te gustaría?
—Sí —contestó Ulrika, sin apartar los ojos de la ventana.