12
Kazlah, el primer médico del palacio de Magna, sólo tenía dos ambiciones en la vida: ser el amante de la reina Lasha y vivir eternamente. De entre estas dos cosas, estaba empezando a preguntarse si no conseguiría la segunda antes que la primera.
En su calidad de médico personal de la reina, Kazlah era el único cortesano a quien se permitía contemplar el rostro de Lasha, tal como efectivamente estaba haciendo en aquel momento. Mientras hablaba con ella, se preguntó mentalmente cómo conseguiría introducirse en el lecho de la soberana.
—Necesitamos vírgenes —dijo la aguda voz de Lasha, cortando la noche iluminada por las antorchas—. Las vírgenes curarán la impotencia del rey.
Kazlah tenía sus dudas. La incapacidad del rey Zabbai no solía responder a los estímulos habituales. ¡Nada menos que vírgenes para un hombre que tenía más de cien esposas! Sin embargo, el primer médico de la corte no se atrevía a llevarle la contraria a la reina. Desde un punto de vista técnico, no era la reina quien le hablaba, sino la mismísima diosa.
La diosa era conocida indistintamente con los nombres de Allat, Allah y Allá, la Estrella de la Mañana y la devoradora de hombres. Procedía originariamente de Sheba, en Arabia, pero había sido llevada hacía siglos a la ciudad de Magna, en el lejano norte, por los nómadas que señoreaban el desierto intermedio. En aquella exótica ciudad del Éufrates, la diosa Allat daba a conocer su voluntad a través de Lasha, la reina de Magna.
—Es el deseo de la diosa —le repitió ahora la reina a Kazlah—. Hay que rejuvenecer al rey. Aún no le ha llegado la hora de morir.
Kazlah se acarició la puntiaguda barba y miró a la diosa, ataviada en aquella ocasión como devoradora de la noche y de todas las estrellas que se cruzaban en su camino. La principal responsabilidad de Kazlah como primer médico de la corte era la de mantener con vida al rey Zabbai, aunque para ello tuviera que utilizar recursos ajenos a su campo de actividades. El rey ya era entrado en años, pero estaba sano y fuerte. Su prematura desaparición no se hubiera debido a causas naturales sino religiosas: un rey impotente tenía que morir.
La norma se remontaba a una época muy lejana, en la que mandaban las mujeres y los hombres eran eliminados cuando ya no eran útiles, y derivaba de una antigua creencia, extendida por todo el mundo, según la cual la sustitución de un rey anciano devolvía la virilidad y la inmortalidad a la ciudad y a su pueblo. En la antigua ciudad de Magna, situada a una legua al este de Palmira, el rey Zabbai, tras una vida de excesos y placeres, se encontraba en esa situación y en palacio se rumoreaba que había llegado el momento de sustituirle.
Pero había un problema. Nadie, y mucho menos el rey Zabbai, deseaba que la corona pasara a un hombre más joven. El rey era, para Kazlah y para otros poderosos cortesanos, un simple títere, que jamás se mezclaba en sus intrigas y dejaba todo el gobierno en manos de su esposa la reina Lasha, la cual no hubiera querido por nada del mundo compartir el trono con un joven ambicioso.
Por consiguiente, todos estaban de acuerdo en la necesidad de devolver al rey Zabbai su capacidad sexual.
El primer médico de la corte apartó los ojos del cielo estrellado y miró a la reina. Ésta, aunque tuerta, poseía una austera y aterradora belleza. Casi tanta como el amor que él le profesaba. Kazlah no era un hombre corriente, de ahí que su ambición tampoco lo fuera. Había nacido con un corazón incapaz de sentir afecto y el suyo era un deseo de posesión, una necesidad de apoderarse, sojuzgar y, por consiguiente, dominar aquello que nadie podía alcanzar: la reina Lasha, diosa encarnada en la Tierra.
—¿Te ha comunicado la diosa de qué manera se deberá conseguir este fin? —preguntó.
—Eso es cosa tuya, médico —contestó Lasha, mirándole con frialdad.
Kazlah, un hombre alto y delgado, de rostro extremadamente enjuto, estudió la expresión de la reina y apartó el rostro. Tendría que andarse con mucho tiento. Todo aquello por lo que había trabajado, conspirado e incluso asesinado, dependía de un delicado equilibrio. Por primera vez en todos los años que llevaban juntos, la reina Lasha depositaba toda su confianza en él. Tal vez éste fuera el camino para alcanzar el supremo objetivo de la alcoba real.
Las sandalias de Kazlah acariciaron el reluciente suelo mientras paseaba con expresión meditabunda por la estancia, bajo la atenta mirada de Lasha, que odiaba y admiraba a la vez a aquel médico en quien se había visto obligada a confiar en contra de su voluntad. Era un hombre ambicioso y los hombres ambiciosos no merecían confianza. Lasha recordó el día en que Kazlah, recién llegado a la corte, se había inclinado en reverencia ante ella sin atreverse a mirarla a la cara: aun en aquellos momentos, el solo hecho de contemplar su rostro hubiera significado la muerte instantánea para cualquier otro hombre. Pero aquellos tiempos ya pertenecían al pasado; años de intrigas habían elevado a aquel hijo de unos nómadas árabes a unas alturas de poder inimaginables. Kazlah conocía las secretas artes de la curación que ahora conservaba como un preciado tesoro. A lo largo de los años, el médico había conseguido crear en la familia real y en todos los cortesanos que vivían en palacio una dependencia absoluta de su persona. En la vida y en la muerte, sólo podían recurrir a Kazlah. Por mucho que le odiara, la reina Lasha necesitaba la ayuda del primer médico de la corte.
—Muy bien, pues. Vírgenes —dijo Kazlah al final, inclinando su delgado cuerpo hacia la reina—. Las buscaremos blancas y con la piel lisa y suave. Puede que eso estimule al rey.
Lasha frunció el entrecejo. ¿Dónde iban a encontrar muchachas de piel blanca en aquella tierra de áspero sol y vientos del desierto?
—Envía a alguien a Palmira —dijo al final—. Allí hay un hombre, un esclavo, que vigila los caminos.
—Pero, mi señora, los caminos están vigilados por los romanos.
—No pueden estar constantemente en todas partes.
—¡Hay que contar también con los guardias del desierto de Palmira! Esos mercaderes del oasis guardan las rutas de sus caravanas con el mismo celo con que un hombre guardaría a sus hijas ya que, si en ellas no estuviera garantizada la seguridad, la ciudad de Palmira perdería su situación de encrucijada del mundo. Volvería a los alacranes y a la arena. ¡Antes preferirían perder el suministro de agua que ver amenazados sus caminos!
Lasha miró con el ojo entornado a su consejero-adversario.
—Tengo entendido que este hombre de Palmira es muy discreto. Ataca inesperadamente y después se desvanece en el desierto como un jinn. Además, sabe qué dedos se puede acariciar con oro. Debemos hacerlo.
El tono de voz con que la reina pronunció estas últimas palabras indujeron al médico a guardar silencio. Lasha no estaba de humor para soportar impertinencias y Kazlah sabía por qué. No tenía nada que ver con la impotencia del rey Zabbai. La reina Lasha estaba enojada con él porque no había logrado curar a su hijo de unas fiebres estivales.
Había momentos en que Kazlah lamentaba ser el primer médico de la corte y tener que aliviar los achaques de los gotosos cortesanos, ser sacado de la cama a todas horas de la noche para curar dolencias reales o imaginarias, obrar milagros, ver a través de la carne humana como si fuera transparente, tener respuestas inmediatas y saberlo todo. No era de extrañar que su cabello negro tuviera algunas hebras de plata, que sus mejillas estuvieran marcadas por profundas arrugas y que sus labios se curvaran cada vez más hacia abajo. El único hijo de Lasha llevaba tres días consumido por unas misteriosas fiebres que Kazlah no lograba curar con ninguno de sus remedios.
En palacio ya empezaban a circular rumores sobre el destino de Kazlah. ¿Qué le ocurriría al indómito y poderoso primer médico de la corte en caso de que el joven príncipe muriera?
Kazlah se estremeció en la cálida noche de agosto. ¡No quería ni pensarlo! La reina Lasha no se distinguía por su compasión ni por su benevolencia. Kazlah estaba seguro de que el castigo sería ejemplar.
—Muy bien, mi señora —dijo el médico al final—. Dime el nombre del palmirense.