29

Fatma estaba preocupada. La fiesta había empezado al amanecer y Umma, la sanadora, aún no había llegado.

Fatma sabía que Umma estaba deseando conocer el secreto de la extracción de la grasa de la lana contenida en el vellocino, tarea en la que en aquellos momentos se hallaban ocupadas las mujeres de la tribu de Fatma y que era precisamente la razón de la fiesta. A cambio de aquel secreto, Umma le revelaría a Fatma los secretos de su prodigiosa caja de medicinas.

¿Por qué tardaba tanto en llegar?

Abandonando con cualquier excusa la compañía de sus hermanas y primas, que lavaban el vellocino con agua entre risas y cantos, Fatma se acercó a la entrada de la tienda para echar un vistazo en el campamento. No era propio de Umma retrasarse u olvidarse de las cosas.

¡Fatma, la beduina, jamás había visto a una persona con tanta sed de saber como Umma! Aprender era para ella como comer; tenía un insaciable apetito de conocimientos e insistía en probarlo todo. Hacía unos días, al llegar la tribu finalmente a aquel campamento de verano e iniciar el esquileo, Umma se había interesado por el proceso de la extracción de la cera de los vellocinos y la mezcla de dicha cera con grasa animal para convertirla en base de cremas y ungüentos medicinales. La extracción de la cera de la lana era una tarea propia de las mujeres y, puesto que sólo se hacía una vez al año, las de la tribu de Fatma siempre la celebraban de una manera especial, reuniéndose en una tienda con los vellocinos y los barreños mientras contaban chismes y se alegraban con alguna que otra copa de vino. Umma había sido invitada a participar en la limpieza de los vellocinos y en el complicado proceso de la separación de la grasa y el agua.

Pero se estaba haciendo tarde y las mujeres ya llevaban mucho rato trabajando. ¿Dónde estaría Umma?

En los dieciocho meses que ella y su extraño compañero rubio llevaban viviendo en la tribu de Fatma, desde el día en que ambos habían sido encontrados vagando por el desierto, muertos de sed y de hambre, huyendo de los soldados que les perseguían, Umma jamás se había perdido una ocasión de aprender los antiguos secretos de los beduinos. Por consiguiente, ¿qué le había ocurrido?

Fatma volvió a escudriñar el campamento. Se encontraban en un vasto oasis, no lejos de la ciudad de Babilonia; varias familias beduinas habían plantado allí sus tiendas, pero también había unas cuantas caravanas y algunos viajeros solitarios, compartiendo el agua y los dátiles que con tanta abundancia se daban en aquel lugar. Fatma calculaba que debía de haber unas mil personas y el doble de animales. Las tiendas se levantaban en medio del humo de las hogueras del campamento, y las voces, risas y cantos se elevaban hasta el cielo. Quizás Umma hubiese visto algún soldado entre la gente y se hubiera escondido. También era posible, pensó Fatma esperanzada, que hubiera encontrado finalmente una forma de escapar, lo que tanto tiempo llevaba buscando.

Fatma sabía que su joven amiga era una mujer perseguida y obsesionada por un sueño, un destino y el amor de un hombre del que había sido cruelmente separada. Al contarle Umma una noche su historia mientras todos dormían, Fatma había visto arder en sus ojos unas impresionantes visiones.

—He visto a muchas personas desvalidas —había dicho Umma—. Gentes que necesitan atención y cuidados, y que no tienen dónde ir ni nadie que les ayude. Ésa es mi misión, Fatma, llevar mis dotes sanadoras a esas gentes. Trabajar con Andrés…

Fatma sacudió la cabeza. Pobrecillos. Umma y su compañero no conocían ni un momento de paz. Volvían constantemente la cabeza hacia atrás, tenían miedo y vivían bajo la constante amenaza del peligro, buscando el medio de escapar, soñando siempre con regresar junto a su familia y sus seres queridos. Qué vida tan triste la de aquella pobre muchacha. ¡Casi veinte años y aún no estaba casada!

Qué extraña ironía, pensó Fatma, recordando que la tribu le había dado el nombre de Umma, que en árabe significaba «madre», precisamente por haber salvado la vida de un hijo suyo.

Se escuchó un estallido de carcajadas en el interior de la tienda. Fatma volvió a escudriñar el campamento con el ceño fruncido. «¡Quiera Allat que nada le haya ocurrido a mi joven amiga!».

¡Una terrible maldición seguía las sombras de Umma y Wulf! El marido de Fatma había revelado a la tribu la existencia de un decreto real del que había tenido noticia una noche que llevaba las ovejas al redil. Pasaron unos soldados diciendo que buscaban a dos fugitivos del palacio de Magna, la ciudad del norte. Ofrecían una elevada recompensa por su captura y amenazaban con graves represalias a quienquiera que les ofreciera cobijo. Más adelante, cuando los beduinos los encontraron quemados por el sol, hambrientos y exhaustos, decidieron protegerlos.

¡Pobre Umma!, pensó Fatma. Había incurrido en la cólera de una reina sanguinaria y no tenía familia ni hogar. Para los beduinos, que tanto veneraban la familia, la mayor tragedia de Umma residía en el hecho de no saber quiénes eran sus padres. ¡Y, peor todavía, tener un hermano gemelo sin saber dónde! Había un dicho entre las mujeres árabes, según el cual un marido se puede encontrar y un hijo se puede tener, pero nada puede sustituir a un hermano.

Fatma deseaba poder hacer algo por Umma. Al fin y al cabo, ella era la shaykha, es decir, la hechicera de la tribu y, como tal, ejercía un enorme poder. Jamás podría pagarle a Umma el favor que le había hecho, salvando a su bebé. Fatma estaba agotada por el parto del que sería su último hijo, ya que tenía cuarenta años y para los criterios beduinos era vieja, y cuando la comadrona se lo acercó al pecho para que le diese de mamar, lo rechazó. Entonces intervino Umma. Tomó al niño, prematuro y muy débil, y lo sujetó al cuerpo de Fatma con una ancha venda mientras ella dormía. Cuando Fatma despertó, al día siguiente, sintió el minúsculo cuerpo pegado a su pecho y descubrió que amaba a aquel niño más que a cualquier otro de sus hijos.

Unas voces llamaron a Fatma desde el interior de la tienda: ya era hora de recoger la grasa de la lana de los barreños. La hermana de Fatma entonó una canción y las demás la corearon, batiendo palmas al compás en medio del tintineo de los brazaletes. De repente, el aire se llenó de una delicada fragancia: estaban calentando aceite de almendras para mezclarlo con la grasa de la lana y preparar un ungüento medicinal.

Fatma echó un último vistazo al campamento y volvió a entrar en la tienda.

Selene permanecía escondida, temerosa de que la vieran.

Sabía que era muy tarde y que ya no podría ver el proceso de lavado de la lana en la tienda de Fatma, pero necesitaba oír el final de aquella conversación. Podía significar la huida y la supervivencia para ella y para Wulf.

Los hombres no eran conscientes de su presencia, oculta como estaba detrás de una palmera, y, caso de haber reparado en ella, sólo hubieran visto una beduina como otras muchas: una figura enteramente vestida de negro, de la que sólo se veían las manos y cuyos ojos aparecían en una abertura en el velo. Los viajeros de Jerusalén no la miraban.

Pero Selene sí les miraba a ellos. Al principio, les había visto de lejos, mientras hacían juegos de manos con unas serpientes junto a la hoguera. En los campamentos del desierto siempre había encantadores y magos que exhibían sus habilidades a cambio de la comida o unas cuantas monedas. Aquellos hombres acababan de transformar unos palos en serpientes y las serpientes nuevamente en palos, y no se diferenciaban en nada de otros magos que pasaban su vida recorriendo los campamentos, salvo por el hecho de dirigirse a la ciudad de Babilonia con un propósito definido.

Desde detrás de la palmera, Selene escuchaba su conversación.

Pensaban tomar un barco rumbo a Armenia.

Selene se llenó de emoción y de temor. ¡Armenia! Aquello estaba mucho más al norte. ¿Sería posible haber encontrado finalmente el medio de escapar? Decidió no perder el tiempo. Abandonó su escondrijo y regresó a toda prisa a la tienda que compartía con Wulf. En el caso que lo que acababa de oír fuera cierto, podrían abandonar el campamento con las primeras luces del alba y ponerse en camino para regresar a casa.

Selene estaba inquieta. Se habían avanzado mucho hacia el Este y en su horizonte se levantaba Babilonia, lo cual significaba que se encontraba más lejos de Antioquía que nunca.

Y, sin embargo, ni ella ni Wulf tenían otra opción. A su salida de la cueva en que se habían ocultado de los soldados de Lasha, encontraron bloqueado el camino hacia el oeste. Era como si un muro invisible se extendiera por el desierto, desde el Éufrates hasta Arabia. Lasha había desplegado primero unas fuerzas especiales para que buscaran a los fugitivos; pero después, al cabo de unos meses, tras su boda con un joven y ambicioso príncipe, la reina había enviado a casi todo su ejército al desierto.

Todas las rutas estaban vigiladas; todos los viajeros eran detenidos e interrogados; todas las caravanas eran registradas. En cierta ocasión, la tribu de Fatma fue rodeada por los soldados, pero los varones de la tribu —que eran unos temibles guerreros cuando se les acosaba— consiguieron repelerlos. Selene y Wulf comprendieron de inmediato que su seguridad y su supervivencia dependían de los nómadas, pero éstos se desplazaban hacia el este, llevándoles cada vez más lejos de sus hogares. «¡Tenemos que dirigirnos al oeste!», pensaba Selene cada vez que los nómadas levantaban el campamento y tomaban el camino del sol naciente. La tribu de Fatma seguía las rutas establecidas por sus antepasados y no podía volver atrás.

Ahora los beduinos se habían detenido en un oasis cercano a Babilonia, donde permanecerían durante la época de la paridera y el esquileo. Ya era hora de que Selene y Wulf buscaran su libertad; tenían que encontrar un hueco en la red que había tendido Lasha y volver sobre sus pasos por un camino más seguro.

Los hombres de Jerusalén habían dicho que tomarían unos barcos que transportaban a un numeroso grupo de artistas Éufrates arriba hasta llegar a Armenia, lejos de los dominios de Lasha. «¡Tenemos que intentarlo!».

Mientras atravesaba a toda prisa el campamento, Selene levantó los ojos a las estrellas. Allí, tal como Fatma le había enseñado, distinguió el cuerpo de la Gran Osa, venerada por los beduinos porque el mundo giraba a su alrededor en su eje. Aquella noche, la cola de la Osa celestial apuntaba hacia el este, lo cual significaba que había llegado la primavera.

Fatma le había enseñado a Selene muchas cosas. Era una mujer orgullosa y sabia, por cuyas venas discurría sangre noble, ya que era descendiente de los coresitas, el pueblo que custodiaba el sagrado templo de la diosa Core en La Meca. Entre sus antepasados se contaban las sacerdotisas y «grandes madres» que habían escrito las sagradas escrituras de los árabes, llamadas Corán en recuerdo de la diosa Core. A través de Fatma, Selene había recibido la sabiduría práctica de las beduinas, transmitida de madres a hijas a lo largo de las generaciones. Fatma podía interpretar los presagios, hacer hechizos y predecir el tiempo, y le había enseñado a Selene que un cielo aborregado significaba lluvia y que, cuando los murciélagos volaban bajo, se avecinaba una tormenta. También a curar los dolores de cabeza con dátiles y a usar tampones de papiro durante el flujo lunar. Gracias a Fatma, Selene había adquirido nuevos conocimientos y añadido muchas cosas a su caja de medicinas. Se lo llevaría todo consigo y lo compartiría con Andrés.

Antes de entrar en la tienda, apoyó la mano en el Ojo de Horus, que llevaba pendiente del cuello. «Aunque nos separa una enorme distancia —pensó—, aún estamos unidos, amor mío».

La tienda de Wulf y de Selene era una típica morada beduina, hecha con pelo de cabra entretejido y separada en compartimientos para los hombres y para las mujeres. El lado de los hombres estaba abierto y en posición contraria a la dirección del viento, para mostrar hospitalidad, y siempre tenía una pequeña hoguera encendida para el caso de que llegara algún visitante. En la zona oculta de las mujeres, Selene y Wulf guardaban sus pobres posesiones y dormían en dos yacijas separadas.

Ambos vestían también como los beduinos. Wulf llevaba una especie de larga túnica, una capa y un trozo de tela fijado a la cabeza por medio de una banda de cuero sin curtir. Cuando se desplazaban de charca en charca en los meses invernales, Wulf procuraba cubrirse el rostro con la tela para, aparte los ojos azules, no diferenciarse en nada del resto de los hombres de la tribu.

Era una vida muy dura, en la que estaban a la merced del viento, la arena del desierto y los alacranes, y se veían obligados a alimentarse con la comida de los beduinos, consistente en cuajada, queso y frutos secos. Pero, en medio de aquella amplia familia, se sentían seguros: por la noche, las negras tiendas de los hermanos, primos y sobrinos de Fatma les ofrecían compañía. Pese a ser forasteros, de piel blanca y elevada estatura, en comparación con los bajos, morenos y desnutridos árabes, a no adorar los mismos dioses y a tener costumbres muy distintas —los beduinos se escandalizaron al saber que ni Wulf ni Selene estaban circuncidados— ambos fueron aceptados en la tribu.

—¡Traigo buenas noticias! —exclamó Selene, quitándose el velo al entrar en la tienda.

Wulf levantó los ojos de la silla de camello que estaba arreglando y vio el arrebol de sus mejillas y el brillo de sus ojos. Selene hablaba casi sin resuello y tartamudeaba de vez en cuando, cosa que sólo le ocurría cuando estaba muy nerviosa o asustada.

—He oído decir a estos hombres que el rey de Armenia vive en un palacio que es como una fortaleza y, aunque es muy rico, se siente solo porque su reino está aislado en lo alto de los montes. Una vez al año, el rey envía a sus representantes para que busquen artistas y los lleven a su palacio. ¡En este momento, hay siete barcos amarrados en Babilonia, Wulf! Y llevan gente que pueda entretener al rey de Armenia. Los barcos están fuertemente vigilados y navegarán bajo protección real, ¡lo cual quiere decir que no podrán ser registrados por los soldados de Lasha! ¡Zarpará mañana al mediodía! Quizá pudiéramos subir a bordo. ¡Tú les enseñarás tu danza de la caza del jabalí y yo les asombraré haciendo fuego con una piedra transparente!

—¿Pasarán los barcos por delante de Magna? —preguntó Wulf, con aire pensativo.

Sí, los barcos pasarían por delante de Magna, le contestó Selene, porque el Éufrates atravesaba la ciudad; es más, navegarían justo bajo la sombra del palacio de Lasha, pero habría mucha gente, una enorme multitud de artistas de todas clases, entre los cuales la presencia de dos extraños no sería advertida.

—Al norte de Magna, se encuentra la frontera con Cilicia —explicó Selene—, donde los soldados de Lasha no pueden entrar porque es un reino rival. Más allá de Cilicia, está Armenia. Y, desde Armenia, podremos regresar sin ningún peligro a casa, Wulf —añadió, sentándose a su lado y tomándole las manos—, tenemos que intentarlo. Puede que sea una señal de los dioses. Una puerta a Occidente que quizá sólo se abra un instante y después se vuelva a cerrar.

Wulf clavó los ojos en su boca mientras hablaba. La boca de Selene le fascinaba; era carnosa, sensual y de labios intensamente rojos. Cuando unos meses atrás, Selene le enseñaba pacientemente a hablar un poco el griego del este para más seguridad, Wulf solía contemplar su boca como hipnotizado. Una noche, durante una lección, mientras se concentraba en la forma en que sus labios formaban las desconocidas palabras, Wulf se preguntó de repente qué sentiría si le diera un beso.

Después contempló las manos que sostenían la suya y se preguntó una vez más si tendrían efectivamente un toque mágico o si sólo serían figuraciones suyas, combinadas con el creciente y doloroso amor que sentía por ella.

—Sí —dijo Wulf al final. Selene le desconcertaba. Algunas veces, era tremendamente infantil; otras, parecía una mujer tremendamente sabia—. Creo que podemos hacerlo.

—Yo también —musitó Selene, apretándole las manos.

Ambos permanecieron un instante en silencio, compartiendo aquella súbita esperanza. «¡Mañana!», pensaron, mientras sus corazones latían al unísono.

Soltando bruscamente las manos de Wulf, Selene pensó: «En Armenia me despediré de ti para siempre…».

Sintió un nudo en la garganta. No le sería fácil despedirse de aquel hombre que había compartido con ella dieciocho meses de exilio, acompañándola a través de territorios hostiles, llevándola en brazos cuando se cansaba y haciéndole más soportables las frías noches bajo las estrellas. Wulf la había oído hablar de su pasado, de Antioquía, de Andrés, y del destino que le aguardaba, y él le había hablado, a su vez, de su casa del Rin, y de su mujer y su hijo, junto a los cuales ansiaba regresar.

Selene apreciaba mucho a Wulf y se sentía protegida por él, aunque se consideraba al mismo tiempo su protectora. Su apariencia era engañosa: tenía un cuerpo de guerrero lleno de cicatrices y una capacidad innata para la lucha, pero, bajo aquella fachada bárbara, había un alma generosa y amable, capaz de sentarse junto al fuego de la hoguera y hacer muñecas de paja para las hijas de Fatma. De repente, Selene le vio tal y como realmente era: un padre y esposo amante, protector de su familia y atento a sus necesidades, allá, en los lejanos bosques del Rin.

Selene conocía el odio que anidaba en su pecho porque Wulf no le había ocultado el ardiente deseo de venganza que sostenía su vida.

Conservaba grabado en el recuerdo el nombre de un oficial romano de rostro enjuto y mirada cruel, caudillo del ejército que había entrado en los bosques para diezmar el pueblo de Wulf. Era un rostro que él jamás olvidaría y que le había mantenido vivo durante aquellos dieciocho meses en el desierto, alimentando su espíritu cada vez que estaba a punto de desfallecer. Cuando pronunciaba el nombre de aquel romano, se encendía en sus ojos un brillo letal: Cayo Vatinio.

Selene le oyó pronunciar el nombre y vio al caudillo montado en su blanco corcel, con el rojo penacho de su casco cubierto de nieve; Cayo Vatinio había violado y torturado a Freda, su mujer, destruyendo el bosque, arrasando el poblado, llevándose a los hombres encadenados y dejando a las mujeres y los niños indefensos. Wulf sólo vivía para regresar a Germania y buscar a Cayo Vatinio.

Al apartarse de él, Selene recordó una noche de hacía dieciocho meses: dormían en el desierto, el uno muy junto al otro, para protegerse del gélido viento nocturno, cuando, de repente, Wulf se agitó en medio de una pesadilla. Al oírle gritar, Selene le abrazó y trató de calmarle hasta que Wulf despertó con el nombre de Cayo Vatinio en los labios. Entonces Wulf ocultó el rostro y rompió a llorar.

No era de extrañar que Selene amara a aquel hombre bueno y generoso. Sabía que el amor que sentía por él no era una traición a Andrés, porque amaba a Wulf de una manera distinta. Sentía por Andrés una pasión singular, que jamás podría sentir por otro hombre porque él había despertado su espíritu y su sensualidad. Se sentía espiritualmente unida a él y esperaba poder consumar muy pronto la unión física. Wulf le inspiraba, en cambio, un tierno amor, semejante a la amistad, porque ambos habían sufrido muchas penalidades juntos y se habían cuidado mutuamente. Selene sentía deseos de abrazarle y de que él la abrazara, y también de besarle, no con la misma pasión que a Andrés, sino con un afecto fraternal que le hiciera comprender lo mucho que le quería y ser un bálsamo para su dolor.

Sabía que Wulf quería profundamente a Freda, su mujer, y que confiaba en encontrarla viva. Hablaba constantemente de ella y del día del reencuentro y, por consiguiente, Selene estaba segura de que no querría compartir su amor y su cuerpo con otra mujer. Respetaba su actitud y, a pesar de lo mucho que ansiaba hacer el amor con él, mantenía su anhelo en secreto.

Mientras encendía el brasero de carbón de leña para proteger la tienda de la fría noche primaveral, Wulf se entristeció de repente.

En la región del Rin ya era primavera y su pueblo ofrecería el sacrificio anual en los bosques sagrados. Entonarían cantos, los hombres se pasarían unos a otros los cuernos de hidromiel y las sagas les contarían antiguas historias tribales.

¡Cuánto tiempo llevaba lejos de su gente! Estaba atrapado en aquella desdichada tierra, cuyos habitantes nada sabían de Odín, Thor y Balder, ni del Árbol del Mundo y el tronco invernal; aquellos extraños moradores del desierto ignoraban la existencia de los gigantes de la escarcha y del monstruo-lobo Fenrir, encadenado en el Más Allá. Tampoco sabían que las nubes del cielo eran las herederas del gigante asesinado Ymir, ni que el oro procedía de las lágrimas de la diosa Freya. Wulf se asombraba de que aquellas gentes pudieran vivir sin la protección de los árboles sagrados, llamados también mujeres-muertas, y sin el divino muérdago.

El hogar…, el corazón de Wulf añoraba su tierra. Echaba de menos los árboles y la nieve, la caza del jabalí, la camaradería con sus hermanos y primos. Y el dulce y fuerte amor de Freda, su mujer.

A veces, Wulf perdía la esperanza. Entonces construía un altar con piedras y rezaba a Odín, evocando la invasión sufrida por su pueblo, el rostro de Cayo Vatinio y la pesadilla de la última noche: el fuego, los gritos, el rostro impasible del caudillo romano. La sangre le ardía en las venas y su determinación cobraba nuevos bríos. Se vengaría de Cayo Vatinio, y entonces pensaba que aquel exilio era su wyrd, lo que los beduinos llamaban qis-mah, es decir, su destino, y que Odín estaba templando su espíritu para el día de la venganza.

Pero después llegaba la noche y él se sentaba junto a Selene ante la hoguera, contemplando cómo las llamas danzaban en sus ojos. O permanecía despierto en su camastro, escuchando la suave respiración de la joven dormida a su lado. Hubiera deseado cubrir la breve distancia que les separaba, tomarla en sus brazos y hacerle el amor.

Era como si llevara una eternidad viviendo con Selene, ocultándose con ella en las cuevas, huyendo de los soldados del desierto, protegiéndola durante las tormentas, cuando el carro de Thor cruzaba tronando el cielo. Qué dulce hubiera sido expresarle su amor aunque sólo fuera una noche. No era el profundo amor que sentía por Freda, sino un tierno afecto que surgía en él cada vez que Selene le sonreía o le tocaba para calmar las angustias de su alma. Sin embargo, él conocía la existencia del médico griego de Antioquía con quien Selene estaba comprometida y el destino que la ligaba a Andrés en cuerpo y alma. Wulf sabía que ella no querría hacer el amor con él y no deseaba hacerle ninguna insinuación en este sentido por temor a ofenderla o decepcionarla.

Selene volvió a ponerse el velo, aquel negro sudario que cubría su juvenil belleza y la convertía en una anónima mujer del desierto. Umma, la llamaban los árabes. Wulf sabía que ella prefería el nombre de Selene.

—Ahora tengo que ir a ver a Fatma —dijo Selene—. Le contaré nuestro plan para mañana.

Cuando Selene se fue, Wulf se enfrascó en sus propios pensamientos.

Al día siguiente, encontrarían los barcos que se dirigían a Armenia y, una vez allí, él no tendría ninguna dificultad para regresar a los bosques del norte. Volvería a reunirse con Freda —caso de que aún viviera— y con su hijo Einar, que ya debía de estar muy crecido. Y su espada bebería la sangre de Cayo Vatinio.

Cuando finalmente Selene regresó a la tienda, ya era la hora de dormir. Acordaron levantarse al amanecer, despedirse de Fatma y de toda la tribu y, disfrazados de beduinos, tomar el camino de Babilonia.

Selene apagó la llama de la lámpara que colgaba del techo de la tienda y se acostó vestida, lo mismo que Wulf. Entre los camastros de ambos sólo mediaba una distancia muy corta y cada uno sabía que bastaría con extender el brazo para tocar al otro. Pero ninguno de los dos hizo nada por temor a que el otro no quisiera; permanecieron tendidos en la oscuridad, pensando en aquel futuro día en Armenia en el que cada cual tendría que seguir su propio camino.