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—¡Socorro! —gritó la muchacha sin dejar de correr—. ¡Que alguien me ayude!
Corría a través de uno de los muchos jardines del palacio del placer, cruzando un césped tan verde y aterciopelado y bordeado de tantas flores estivales que obligaba a recordar las alfombras por las que Persia era famosa. Corría como un alma llevada por el diablo, volviéndose frecuentemente para mirar con ojos llenos de terror.
Un hombre la perseguía. Al verle salir de entre unos robles y correr hacia ella, la muchacha volvió a gritar y trató de aumentar la velocidad de su carrera, pero ella era pequeña y su perseguidor tenía las piernas muy largas y reducía rápidamente la distancia.
Desde la intimidad de su terraza, la princesa Rani, la Desdichada, lo observaba todo sin que nadie la viera.
La joven pretendía escapar de un hombre que sorteaba setos, corría por tortuosos caminos y saltaba sobre los parterres. Sus holgados pantalones de color anaranjado ondeaban como estandartes y estaban completamente empapados del agua de los surtidores. La larga túnica, también anaranjada, había perdido un botón y dejaba al descubierto la parte superior de su busto.
—¡Socorro! —volvió a gritar la muchacha, pero todo fue inútil.
El jardín estaba cercado por los cuatro costados por unos altos muros y no tenía salida. Además, no había nadie a la vista, excepto la princesa Rani, oculta en silencio detrás de una reja cubierta de enredaderas.
Al final, la joven se arrojó desesperada contra unos arrayanes y se desplomó en el suelo, respirando afanosamente.
El hombre se acercó y miró a su alrededor con los brazos en jarras. Cuando se volvió brevemente en su dirección, la princesa Rani vio que era tremendamente apuesto.
Un noble, dedujo, a juzgar por el tamaño de la esmeralda de su turbante. Un joven noble de hermoso rostro, anchos hombros y erguida espalda que tiraba de las costuras de su chaquetilla de seda gris paloma. Desde su lugar de observación, Rani adivinó sus intenciones. ¿Se habría dado cuenta la joven de lo irónico que resultaba haber buscado refugio en un arrayán?, se preguntó Rani. El arrayán era la planta sagrada de Venus, la diosa romana del amor.
El hombre esperó. Al final, sin poder resistir por más tiempo la inmovilidad, la muchacha salió como un conejo de entre los arbustos. El hombre la apresó sin la menor dificultad, pero sólo consiguió asir el velo. Cubriéndose el rostro con las manos, la muchacha lanzó un grito y corrió por el césped. El hombre se lanzó en su persecución, ahora con la cara muy seria.
La princesa Rani oyó entrar a su anciana doncella Miko, la cual se acercó a ella sin decir nada, pero empezó a observar también a las dos figuras del césped.
Finalmente, el hombre alcanzó a la muchacha, la agarró, la rodeó con sus brazos y la besó fuertemente en la boca.
Miko emitió un gruñido de reproche.
Después, los dos cayeron riendo sobre la hierba, la muchacha rodeó el cuello del hombre con sus brazos y éste se colocó encima suyo. Cuando los excitados gritos de la joven llenaron el aire estival, la princesa Rani decidió apartar el rostro.
Miko bajó discretamente la persiana.
—¿Por qué miras siempre estas cosas? —dijo—. Te causan tristeza y dolor y, sin embargo, siempre las miras.
—Me alegra en cierto modo ver que los demás disfrutan de lo que yo no podré tener jamás —contestó Rani en tono muy poco convincente.
Miko miró a su ama con intención. La princesa Rani sabía lo que estaba pensando su anciana doncella: que la cosa no tenía por qué ser así.
«Pero es que no hay más remedio —contestó Rani mentalmente—. Lo hago por Chandra».
Cuando, al final, cesaron los gritos de la feliz pareja y el jardín volvió a quedar en silencio, la princesa Rani echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo. Pensó en lo que estaban haciendo aquellos dos jóvenes allí abajo y se llenó de melancolía, sabiendo que ella jamás podría conocer aquel goce.
El amor. ¿Qué era eso? Todo el mundo lo hacía, pensó la princesa, incluso la vieja Miko había tenido en sus tiempos un marido; y, en aquel palacio del placer, el amor y la búsqueda del amor eran la principal ocupación.
«Tomé una decisión hace tiempo —pensó Rani estoicamente—. La respetaré y seguiré pagando el precio».
Procuró apartar sus pensamientos de aquel tema y recordó una vez más la misteriosa profecía que había hecho el astrólogo aquella mañana.
La vida de Chandra en el interior de aquellos muros estaba a punto de terminar, anunció Nemrod para asombro de todo el mundo. Al cabo de treinta años, nadie en palacio, y tanto menos el médico, pensaba que alguna vez pudiera irse de allí. Una persona de cuatro ojos sería el instrumento de su partida.
Pero ¿irse?, ¿cómo?, se preguntó la princesa Rani. Había más de una forma de abandonar una vida: marchándose o muriendo.
«¿Cómo lo hará Chandra? ¿Y quién, o qué, es una persona de cuatro ojos?».
La princesa cerró los párpados. Su terraza jardín estaba en silencio. Hasta aquel alejado rincón del palacio del placer, en lo alto de las montañas de Persia, no llegaban las risas y la música que constantemente envolvían las cúpulas y las torres como una tienda invisible. Por su propia voluntad, Rani vivía totalmente al margen de la vida palaciega, para no recordar su tragedia y no empañar la felicidad de los demás con su presencia. Rani sabía que la llamaban la Desdichada. Habían empezado a llamarla así hacía treinta años, cuando los médicos de palacio declararon que no podían curarla.
A pesar de la soledad de su vida, con la única compañía de sus esclavas y sus animales domésticos, y la ocasional diversión que le deparaban los jóvenes amantes que se reunían en el jardín, Rani prefería aquella existencia, en la que no tenía que mezclarse con las personas normales. Allí estaba a salvo; allí sus secretos estaban también a salvo.
O… lo habían estado. Hasta ahora. Hasta que se produjo el inesperado e inquietante anuncio del astrólogo, según el cual Chandra abandonaría muy pronto el palacio.
«¿Será verdad? —se preguntó la princesa mientras el corazón le latía apresuradamente en el pecho—. Al cabo de tantos años… ¿cuántos? Treinta… desde el día en que Chandra apareció súbitamente dentro de estas paredes, cuando yo cumplí dieciocho años. ¿Se irá?».
«¿Qué será entonces de mí?».
La princesa Rani, una persona dulce y tranquila que se pasaba los días tendida en un diván con el cuerpo paralizado de cintura para abajo, empezó a asustarse por primera vez en su vida.
Nemrod, en su alta torre, también estaba muy preocupado por Chandra.
Los astros decían el futuro y nunca mentían, pero no siempre revelaban todos los detalles. Nemrod descargó un puño lleno de ira sobre su mesa de trabajo atestada de cartas celestes e instrumentos de medición. ¿Cuándo y cómo abandonaría Chandra el palacio de la montaña? ¿Y quién era aquella persona de cuatro ojos que, según los astros, le iba a sustituir?
Soltando la pluma y apartando los astrolabios, el anciano astrólogo contempló enfurecido los mapas de los cielos.
Conque, al final, había llegado el día, ¿eh? El día en que debería abandonar su torre. Nemrod estaba seguro de que allí ya no encontraría más respuestas; los astros ya le habían hecho todas las revelaciones posibles. El resto de las respuestas lo tendría que buscar en otra parte. Fuera de aquella torre que Nemrod, como la princesa en sus aposentos, no abandonaba desde hacía muchos años.
Necesitaba un cordero. Un cordero perfecto e inmaculado, de la edad y el color precisos. No confiaba en que nadie de palacio se lo pudiera proporcionar. El asunto era demasiado importante. Nemrod tendría que salir a buscarlo personalmente. Después lo examinaría y leería en su hígado el futuro de Chandra.