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—Mira, ¿lo ves, hija mía? —dijo en voz baja. Selene se inclinó para contemplar, en el espéculo vaginal de bronce, la boca de la matriz—. Eso es la cérvix —murmuró Mera—, la bendita puerta a través de la cual todos entramos en este mundo. ¿Ves el hilo que até a su alrededor, hace meses, cuando amenazaba con abrirse antes de que llegara la hora de nacer el niño? Ahora observa bien lo que voy a hacer.

Selene jamás dejaba de maravillarse ante el saber de su madre; Mera lo sabía todo sobre el nacimiento y la vida. Conocía las hierbas que aumentaban la fertilidad de las mujeres que deseaban tener hijos, y los ungüentos que impedían la concepción en las mujeres que no querían el embarazo; conocía los ciclos lunares y los días más propicios para la concepción y el alumbramiento; sabía qué amuletos protegían mejor al niño en las entrañas de su madre e incluso sabía provocar abortos en las mujeres que, por cualquier motivo, no querían tener un hijo. Aquella misma tarde Selene presenció cómo Mera introducía una astilla de bambú en la matriz de una mujer embarazada que no hubiera podido resistir el alumbramiento a causa de su quebrantada salud. El bambú, le explicó Mera, introducido en la boca de la matriz, absorbería poco a poco el humor corporal de la mujer y se dilataría, provocando la apertura de la cérvix y la expulsión del minúsculo ser, aún sin formar.

La mujer a la que Mera y Selene atendían aquella noche en las fases finales del parto era joven, había sufrido tres abortos en un año y ya desesperaba de poder tener un hijo. Su marido, un constructor de tiendas, deseaba tener hijos que le ayudaran en su oficio e, incitado por sus hermanos, pretendía repudiarla y tomar otra esposa.

En vista de lo que sucedía, ella había acudido a la casa de Mera cuando estaba embarazada de dos meses, temerosa de perder aquella última esperanza. Mera hizo precisamente lo contrario de lo que hubiera hecho en una mujer que quisiera abortar. En lugar de dilatar la boca de la matriz para expulsar a la criatura, la cerró por medio de un hilo ajustado a su alrededor, y después aconsejó a la joven guardar cama durante todo el invierno y la primavera.

Ahora habían transcurrido nueve meses y la mujer yacía en su cama, experimentando unas saludables contracciones que hacían estremecer su abultado abdomen, mientras el constructor de tiendas permanecía ansiosamente arrodillado a su lado.

—Ahora tenemos que actuar con mucho cuidado —dijo Mera—. Sostén la lámpara, hija mía. Voy a cortar el hilo.

Selene grababa en su memoria cada palabra y cada movimiento de su madre. Desde que, a los tres años, había aprendido a distinguir entre la beneficiosa hierbabuena y la mortífera digital, Selene trabajaba y aprendía al lado de su madre. Aquella noche, al llegar a la casa del constructor de tiendas, Selene había ayudado a Mera en los preparativos: encendió el fuego sagrado de Isis, calentando los instrumentos de cobre en la llama para alejar los malos espíritus de la infección, e invocó a Hécate, la diosa de las parteras, para que ayudara a la joven madre en aquel trance. Finalmente, sacó los lienzos y las toallas para el parto.

Mera empezó por lavarse las manos. Su rostro de nariz aguileña parecía esculpido en nítidos planos pardos y negros.

Mientras la joven gemía y se agarraba con fuerza a las muñecas de su marido, Mera deslizó una larga tenaza delgada por la acanaladura del espéculo vaginal y asió el extremo libre del hilo con los delicados dientes de cobre. Después tomó un largo cuchillo y lo acarició, concentrándose en su tarea.

La matriz se movía incesantemente. Cada contracción empujaba la cabeza del niño hacia la abertura sellada. Una vez, Mera perdió el extremo del hilo y tuvo que volver a tomarlo con la tenaza. La joven esposa gritaba de dolor y trataba de levantar las caderas. Selene tuvo que modificar varias veces el ángulo de la lámpara mientras con la otra mano sostenía el espéculo. Sólo había un delgado tabique de suave carne entre la hoja del cuchillo y el tierno cráneo de la criatura.

—Sujétela bien —le dijo al pálido esposo—. Ahora tengo que cortar. Ya no puedo esperar más.

Selene advirtió que se le aceleraba el pulso. Había presenciado muchos partos, pero nunca se acostumbraba. Cada uno le parecía distinto; en cada uno había diversos elementos de azar, prodigio o riesgo. Selene sabía que aquel niño corría el peligro de asfixiarse en la matriz, de morir a causa de las contracciones y el esfuerzo de nacer.

Más allá de los muros de la casa, la ciudad yacía en silencio en la cálida noche. Mientras Mera, la sanadora egipcia, obraba una vez más el milagro, los quinientos mil habitantes de Antioquía dormían, muchos de ellos sobre los tejados de los edificios.

El esposo estaba muerto de miedo y tenía la frente cubierta de sudor. Selene sonrió y le tocó el brazo, tratando de tranquilizarle. A veces, durante el parto, los hombres sufrían tanto como las mujeres; estaban desconcertados y se veían impotentes ante la magnitud de aquel misterio. Algunos se desmayaban junto al lecho y otros preferían aguardar fuera, en compañía de sus amigos. Aquel joven era un buen marido. A pesar de su angustia y su zozobra, prefería permanecer junto a la parturienta, tratando de ayudarla a superar aquel suplicio.

Selene volvió a apoyar la mano en su brazo; él la miró, tragó saliva y asintió en silencio.

Mera mantenía la mirada fija y la espalda rígida sin apenas respirar. Una ligera desviación del cuchillo, y todo estaría perdido.

De repente, la matriz se relajó y Mera observó una fugaz retirada de la cabeza de la criatura. Entonces adelantó el largo cuchillo y cortó limpiamente el hilo.

La mujer lanzó un grito desgarrador y Mera apartó los instrumentos y se preparó para el alumbramiento. Selene se situó a un lado y colocó un paño húmedo sobre la frente de la joven. Las contracciones se sucedían ahora a un ritmo mucho más rápido, casi sin interrupción. Mera indicaba a la parturienta cuándo empujar y cuándo esperar. El marido, tan pálido como las sábanas sobre las que ella yacía, se mordió el labio. Selene colocó las manos a ambos lados de la cabeza de la mujer, cerró los ojos y conjuró el fuego de la vida. No podía ofrecer palabras de consuelo, no poseía el tranquilizador lenguaje de otras sanadoras. Pero, en el silencio, sus manos hablaban por ella. Sus largos y fríos dedos transmitían paz, serenidad y fuerza.

Al final, la joven esposa emitió un último grito y el niño se deslizó hacia las manos de Mera.

Era un varón completamente sano que en seguida rompió a llorar, suscitando las risas de los presentes y, sobre todo, del marido, el cual abrazó emocionado a su esposa y le murmuró íntimas promesas al oído.

Era la segunda guardia de la noche cuando Mera y Selene regresaron a su casa. Mientras Mera iba a la alacena en busca de una bebida, Selene lavó los instrumentos de cobre utilizados en el parto y volvió a llenar la caja de preparados medicinales.

Estaba cansada, pero emocionada, y no lograba concentrarse en las jarras de cornezuelo del centeno y de eléboro blanco, las hierbas habitualmente utilizadas por las parteras. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la villa de la parte alta de la ciudad donde aquella tarde Andrés el médico había obrado un prodigio.

Recordaba todos los detalles como si él estuviese allí, de pie ante ella, bajo el resplandor de la lámpara: los suaves rizos de su cabello oscuro cayéndole sobre la frente despejada, el ribete dorado de su túnica blanca, las musculosas piernas que asomaban por debajo y las manos trabajando en el cráneo herido como si fuera una obra de arte. Contempló de nuevo sus ojos azul oscuro, mirando ligeramente de soslayo, unos ojos compasivos y coronados por un fruncido entrecejo. Se preguntó una vez más cuál sería la causa de aquella expresión airada.

Selene miró a su madre, ocupada en la alacena, considerando la posibilidad de hablarle de Andrés. Necesitaba saber muchas cosas. Jamás había experimentado sentimientos tales y estaba confundida. No lograba concentrarse en su trabajo… ni por la tarde, durante el aborto practicado a Flavia, ni por la noche, durante el parto de la esposa del constructor de tiendas. Por mucho que lo intentara, no podía apartar de su mente el hermoso rostro del médico griego.

Selene tenía muy poca experiencia con los hombres. Exceptuando los pacientes varones que Mera atendía en su casa —algún que otro marinero con problemas en las encías o algún esclavo con una pierna rota—, Selene raras veces se relacionaba con muchachos ni con hombres, y por cierto que nunca había estado a solas con ninguno de ellos como lo había estado con Andrés. Los muchachos de su barrio no le prestaban la menor atención. A pesar de su belleza, les ponía nerviosos cada vez que trataba de hablar.

Selene observó a su madre mientras ésta vertía un líquido en una copa y se lo bebía. Mera lo sabe todo, pensó. No había nada que su madre no entendiera o no pudiera explicar. Y, sin embargo…

Selene jamás la había oído hablar del amor, ni de hombres, ni de maridos ni de matrimonio. Cuando era pequeña, le había dicho algo sobre su padre —un pescador muerto en el mar antes de que ella naciera—, pero, por lo demás, Mera nunca tocaba el tema. Algunos hombres se interesaban por Mera y le hacían regalos, pero ella los rechazaba con amabilidad no exenta de firmeza.

El matrimonio, pensó Selene, reanudando la tarea de lavar los instrumentos. Siempre qué pensaba en su futuro, se imaginaba haciendo lo mismo que su madre, viviendo sola en una casita, cuidando de su pequeño huerto y ayudando a los niños a venir al mundo.

¿Estará casado Andrés?, se preguntó mientras secaba y envolvía los instrumentos en un suave lienzo. ¿Viviría solo en aquella casa tan grande? ¿Por qué, cuando sus ojos se mostraban compasivos, su rostro parecía enojado?

¡Con cuánta paciencia la escuchó mientras ella hablaba, sin terminar las frases por ella ni enfadarse, como solía hacer el resto de la gente! Andrés. Qué nombre tan hermoso. Ojalá pudiera pronunciarlo en voz alta y sentirlo en la lengua. Sabía que aquella noche, cuando se fuera a la cama, no podría dormir y permanecería despierta, evocando todos los momentos de aquella venturosa tarde.

En las sombras de la hornacina donde preparaban sus comidas, Mera observó a su hija y bebió en secreto de una jarra. Secándose la boca con el dorso de la mano, posó el recipiente y cerró los ojos. Sintió que la poderosa medicina penetraba en sus venas e imaginó, antes de que le hiciera efecto, el alivio que llevaría a la parte enferma de su cuerpo. El dolor desaparecería y aquella noche podría conciliar el sueño. «Pero —pensó, volviendo a guardar la jarra en su escondrijo—, ¿por cuánto tiempo?». Sabía que muy pronto tendría que aumentar la dosis y que ya no podría ocultarle a Selene su mal.

El viento que aullaba en la calle desierta le hizo recordar a Mera otra noche, de hacía casi dieciséis años, en que un viento semejante había traído a su casa un extraño regalo. Últimamente lo recordaba mucho y sabía por qué: había vuelto a soñar.

Los horribles sueños que habían turbado sus noches en los primeros tiempos de su huida de Palmira, en los que veía a los soldados de roja capa irrumpiendo en la casa, apoderándose de Selene y llevándola consigo. Mera los veía matar a la niña. Otras veces, Selene era arrebatada hacia una tiniebla que la engullía. Mera se despertaba con el corazón desbocado y la camisa empapada en sudor. Las pesadillas habían cesado muchos años atrás y ella las había olvidado. Pero ahora volvían y eran tan intensamente vívidas que Mera temía quedarse dormida.

¿Qué significaban? ¿Por qué habían vuelto al cabo de tantos años? ¿Sería porque Selene estaba a punto de cumplir dieciséis años y de participar en los ritos de paso a la edad adulta? ¿O serían una advertencia de los dioses? En este caso, ¿una advertencia contra qué?

Mientras aguardaba en las sombras del rincón a que la medicina le aliviara el dolor, Mera pensó en sí misma y en su vida.

Era una mujer de cincuenta y un veranos, alta, esbelta y aún atractiva, que había llevado una vida muy dura, vagando por distintas ciudades y conociendo ocasionalmente el amor de algunos hombres cuyos rostros ya había olvidado; cincuenta y un años, preguntándose cuál sería el propósito de la diosa y por qué razón la había elegido a ella para que fuese sanadora de cuerpos y de almas.

¿Por qué le había sido encomendada aquella niña? ¿Y si toda su vida no hubiera tenido otra finalidad que la educación de aquella huérfana? La propia Selene era un misterio para ella. A pesar de su inteligencia y de sus conocimientos, no había logrado descifrar el enigma de su hija adoptiva.

Mera había abandonado su casa de Palmira con sólo un pequeño legado que transmitiría a la niña cuando ésta alcanzara la madurez: un anillo, un rizo del cabello del romano muerto, un trozo del lienzo que acogió a su hermano gemelo en el momento de nacer. Eran símbolos poderosos, en los que radicaba la suma total de la identidad de Selene.

Mera nunca había podido desentrañar el significado de aquellos recuerdos, pero los conservaba para entregárselos a Selene a su debido tiempo. Entonces, la propia muchacha debería proseguir la búsqueda.

Mera guardaba también, en un pequeño estuche, una rosa de marfil. Se la había regalado hacía años, en la ciudad de Biblos, un paciente agradecido. Era una rosa del tamaño de una ciruela, cincelada en el más puro marfil, perfecta en todos sus detalles y hueca, destinada a custodiar recuerdos. En ella guardaba Mera el anillo, el rizo y el trocito de lienzo. A lo largo de los años, había sacado más de una vez la rosa de marfil de su estuche y se la había mostrado a Selene, sin revelarle su contenido, pero subrayando siempre su valor incalculable. Selene preguntaba qué había dentro del corazón secreto de la rosa, pero Mera le decía que tendría que esperar hasta cumplir los dieciséis años. Entonces, como todas las niñas, Selene se sometería a los ritos de paso de la infancia a la edad adulta.

«¿Y qué le diré aquel día? —se preguntó Mera, mientras Selene guardaba la caja de las medicinas—. Tendré que decirle la verdad… que yo no soy su verdadera madre. Sin embargo, cuando le arrebate esta seguridad, no podré ofrecerle a cambio unos padres verdaderos».

Cuando la medicina empezó a surtir efecto. Mera evocó una vez más aquella noche de hacía dieciséis años. En su apresurada huida de la casa que había sido su hogar durante cinco años, metió en un fardo todas sus posesiones —las hierbas y las medicinas, los instrumentos y los papiros mágicos— y se dirigió al norte con la recién nacida en una cesta sujeta a su viejo asno. Fue un largo, peligroso y solitario viaje, cuajado de angustias y temores. Retrocedió varias veces para confundir sus huellas en caso de que la siguieran los soldados de rojo manto, y sólo se detuvo en oasis y ciudades el tiempo imprescindible para descansar, incorporándose después a las caravanas que se dirigían al oeste, compartiendo el agua con los habitantes del desierto y rezando en los templos de dioses desconocidos hasta llegar a la verde ciudad de Antioquía, en el lujuriante seno del valle del Orontes. En las afueras de aquella ciudad, Mera consultó la noche estrellada y supo que su peregrinación había tocado a su fin. Los astros y los planetas le dijeron que la niña estaría a salvo allí.

Y así fue. Durante dieciséis años, la niña creció, aprendió y aportó a la solitaria vida de Mera el único amor verdadero que jamás conoció.

Ahora, todo aquello estaba a punto de terminar. Quedaba muy poco tiempo y Mera experimentaba una creciente sensación de apremio. Faltaban veinte días para la primera ceremonia, el día más señalado en la vida de una muchacha, aquél en el que apartaría oficialmente a un lado los arreos de la infancia y se pondría la túnica talar de las mujeres adultas. Entonces se cortaría uno de sus rizos de doncella y lo consagraría a los dioses domésticos.

La mayoría de las muchachas celebraba la ceremonia con una gran fiesta a la que asistían parientes y amigos; Selene, en cambio, debería cumplir con un rito más. La primera noche de luna llena después de su cumpleaños, para la cual faltaban veintiocho días, Selene subiría con su madre a las cercanas montañas y allí sería iniciada en los misterios más profundos.

Mera había enseñado a Selene todo lo que sabía sobre el arte de la curación, antiguos procedimientos transmitidos de madres a hijas a través de los siglos, tal como ella los había recibido de su propia madre. Pero ahora tendría que revelarle los últimos secretos en el curso de un ritual semejante a aquél al que ella misma se había sometido, en el desierto egipcio, muchos años atrás. No bastaba con conocer las hierbas y sus aplicaciones; una sanadora tenía que estar espiritualmente unida a la diosa porque de ella procedían todas las curaciones.

«Nada debe impedir que la iniciación tenga lugar —pensó Mera mientras Selene se disponía a acostarse—. Ni siquiera mi propia muerte».

Mera cerró los ojos y trató de conjurar la imagen de su llama de la vida para acelerar la llegada del opio a la parte doliente de su cuerpo. Pero estaba demasiado nerviosa, demasiado comprometida mentalmente con el plano secular. La preocupaban Selene y su futuro. Mera se moriría y muy pronto Selene se quedaría sola en el mundo. ¿Estaba preparada? ¿Cómo sobreviviría, ella, que no se atrevía a hablar y no podía comunicarse con los demás?

Selene había nacido con la lengua pegada a la parte inferior de la boca y, hasta pasado su séptimo cumpleaños, Mera no había encontrado un médico lo bastante hábil como para desprendérsela. Hasta entonces, Selene había sido muda; la operación remedió el silencio, pero no alcanzó a permitirle aprender a hablar con normalidad. Con el paso de los años, el defecto, no sólo no se corrigió, sino que empeoró a causa de las burlas de los niños y de las exigencias de los mayores, que le hablaban a gritos, instándola a que dijese de una vez lo que tuviera que decir. La escasa instrucción que Mera había podido impartirle se demostraba una y otra vez inútil ante la intolerancia del mundo exterior. Y ahora, cuando faltaban apenas veinte días para la ceremonia de las vestiduras, que la convertiría oficialmente en una mujer adulta, Selene soportaba la carga de una timidez paralizante.

«Soberana Isis —rezó Mera—, permíteme vivir el tiempo suficiente para transmitirle mi manto a Selene. Concédeme el acompañarla en los ritos y conducirla a la edad adulta y a la independencia. Te suplico, divina Isis, conserves la virginidad de mi hija hasta el día de su iniciación en los misterios…».

Una sombra oscureció el rostro de Mera al recordar el estado de agitación en que Selene había regresado aquella tarde tras su visita a la parte alta de la ciudad.

El cesto que colgaba de su brazo no era aquél con el que había salido de su casa por la mañana, y contenía más beleño del que se hubiera podido comprar con el dinero que llevaba. Selene le había contado, balbuceando, una historia poco coherente acerca de un hombre coceado por un asno, un apuesto médico griego y una curación milagrosa.

—Él q-quemó primero los instrumentos en el f-fuego —consiguió explicarle la muchacha—. Y a-antes se l-lavó las m-manos.

—Sí —contestó Mera—. Pero ¿el fuego procedía de un templo? De lo contrario, no serviría. ¿Y no quemó incienso? ¿Qué amuletos colocó en el interior de la venda, qué plegarias recitó, qué dioses había en la estancia?

De nada servía ser el mejor médico del mundo, pensó Mera, si uno no confiaba en la ayuda de los dioses. ¡Y, además, utilizar un cuchillo! Bien estaba emplearlo para abrir un grano o cortar el hilo de una matriz; en cambio, hurgar con él bajo la carne humana era una muestra de arrogancia y un sacrilegio. Mera confiaba por entero en las hierbas y los hechizos; la cirugía era cosa de charlatanes y aspirantes a héroes.

Cuando se apartó del rincón para ir a acostarse, Mera volvió a recordar la expresión de Selene al hablarle del médico griego. Era una expresión que jamás había visto antes en ella y que ahora acentuaba la urgencia de aquellos días finales. Selene debería presentarse a la iniciación pura de corazón, espíritu y cuerpo. No tenía que haber distracciones de carácter carnal. La muchacha alcanzaría la conciencia cósmica a través del ayuno, la plegaria y la meditación. Durante aquellos veintiocho días finales, debería vigilarla celosamente.

Mera se tendió en su camastro y lanzó un profundo suspiro. Había sido una jornada muy larga. Por la mañana, había entablillado el brazo roto de la esposa de un pescatero, el brazo derecho precisamente, el que casi siempre solían romperse las mujeres. La mujer dijo que se lo había roto al caer por la escalera, pero Mera sabía la verdad. Se lo había roto al levantarlo para defenderse de las iras de su marido. Al verse amenazada, la mujer se había cubierto el rostro recibiendo en el brazo el golpe que de otro modo le hubiera alcanzado la cabeza. Mera había visto muchas lesiones similares en el curso de los años.

Después de atender a la mujer del pescatero, Mera abrió un grano, limpió un oído infectado, molió hierbas y, por la tarde, le hizo un aborto a Flavia. Todo ello sin la ayuda de su hija, que se había vuelto a complicar la vida con las desgracias de un desconocido.

Selene se sentía obligada a ayudar a todos los desdichados que encontraba a su paso, por inútil o absurdo que fuera su esfuerzo. De pequeña, llevaba a casa a los animales heridos, les hacía unas cajitas para que durmieran y los cuidaba hasta que recuperaban la salud antes de dejarlos nuevamente en libertad. Siendo algo mayor acostaba a sus muñecas de madera en la cama y les vendaba los brazos y las piernas. Mera no sabía de dónde había sacado Selene la idea de una casa en que atender a todos los enfermos juntos. Sospechaba que, de haber podido, su ingenua hija se hubiera llevado a casa a todas las criaturas desgraciadas que había bajo el sol.

Mera clavó los ojos en la oscuridad y vio en ella su inmediato futuro: la muerte. «Creía que aún me quedaban muchos años por delante, pero el hado ha dispuesto otra cosa». El bulto que tenía en el costado, que desaparecía un día para volver a aparecer al siguiente y cuyo tamaño aumentaba sin cesar, le imponía la inmutable realidad de la fugacidad de la existencia y de la mortalidad humana. Su vida había fluido hasta entonces con la misma placidez que el río Orontes, pero, de pronto, la descubría llena de una desesperada urgencia y sus días pasaban como arrastrados por la corriente. «Iré al templo y consultaré el oráculo. Debo saber qué futuro se encierra en los astros de Selene».

Mera sintió una aguda punzada en el costado y comprendió que la droga no le había hecho efecto.