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—Si algún momento os encontráis con una herida grave y no disponéis de medicinas adecuadas —dijo una delicada voz desde el centro del corro de mujeres—, podéis ocurrir a la antigua fórmula de aplicar primero algo que escueza y después algo que suavice. Podéis utilizar prácticamente cualquier cosa que tengáis a mano.

La madre Mercia, alma mater del templo, escuchó complacida cómo la hermana Peregrina daba sus instrucciones matinales en la sala de los enfermos. Las mujeres reunidas alrededor de la hermana Peregrina eran novicias y se estaban adiestrando en el cuidado de los enfermos. Iban vestidas con largas túnicas blancas y llevaban la cruz de Isis sobre el pecho. Respetaban enormemente a la hermana Peregrina, la cual había llegado a Alejandría desde Jerusalén hacía tres años.

La hermana Peregrina les estaba enseñando aquella mañana a curar heridas, haciéndoles para ello demostraciones con una paciente ingresada en el templo aquella misma noche: una joven, víctima de un asalto. Con anterioridad a la llegada de la hermana Peregrina, la joven apenas hubiera recibido ayuda. En cambio ahora, gracias a ella, el gran templo de Alejandría era famoso en todo Egipto.

La madre Mercia esbozó una sonrisa de orgullo. ¡Cómo había crecido la comunidad gracias a la hermana Peregrina! ¡Cómo rebosaban los cofres con las ofrendas de los enfermos agradecidos! Y con cuánta complacencia debía contemplar la diosa la entrega de aquellas jóvenes a las que la hermana Peregrina mostraba en aquel momento el vendaje cruzado hindú llamado svastika, que en sánscrito significaba «cruz».

La madre Mercia no salía de su asombro ante los conocimientos de la hermana Peregrina. Sus métodos curativos eran de lo más curiosos: por ejemplo, la sutura de heridas por medio de escarabajos y la aplicación de moho verde de pan sobre las heridas para evitar las infecciones. Aunque las sacerdotisas de Isis poseían desde hacía mucho tiempo la fórmula de la cura de Hécate, sólo la utilizaban para tratar los dolores de cabeza y los calambres; la hermana Peregrina les enseñó su utilidad en el tratamiento de la fiebre y las hinchazones. Incluso los maestros de la cercana escuela de medicina, los famosos therapeuta, acudían a aquella sala para observar y escuchar.

La madre Mercia estaba segura de que la llegada de la hermana Peregrina al templo, ofreciéndose para trabajar al servicio de Isis hacía tres años, no era una casualidad. La diosa la había llevado hasta allí. La alma mater estaba convencida de que todo formaba parte de un plan divino porque la prueba la tenía allí mismo, ante sus ojos. Aquella sala, anteriormente un almacén, estaba ahora llena de camas y, a través de sus ventanas, penetraban el sol y el aire del mar, bañando con su luz y su suavidad a las mujeres dormidas y a los auxiliares con sus vestiduras blancas, y las flores de las macetas se balanceaban bajo la brisa estival. ¡Aquello sí que era una sala de enfermos y no las minúsculas estancias donde las sacerdotisas y las hermanas ofrecían cobijo en otros días a los enfermos y heridos que allí acudían en demanda de ayuda!

La madre Mercia contempló amorosamente a la hermana Peregrina, viendo en ella a la hija que nunca había tenido. Le había impuesto el nombre de Peregrina por lo mucho que había viajado antes de llegar a Alejandría desde Oriente. Sin embargo, a pesar de su bondad, le parecía una persona insólitamente retraída y distante que se mantenía encerrada en sí misma como si ocultara algún secreto.

Al llegar la hermana Peregrina, hacía tres años, y ofrecer sus servicios, la madre Mercia, conmovida por la sinceridad de su ofrecimiento, le había dado cobijo en el templo. Durante los primeros meses la hermana Peregrina le contó maravillosas historias de Babilonia y Persia, y la madre Mercia abrigó la esperanza de que la joven le revelara algún detalle de su vida privada. La superiora del templo era una mujer amable y comprensiva, cuyos pacientes modales parecían invitar a la confesión. La gente se encontraba a gusto a su lado y solía desahogarse con ella. Pero, curiosamente, la hermana Peregrina, en cuyo interior debía albergarse sin duda algún oscuro recuerdo, jamás le decía nada.

Al cabo de tres años de convivencia entre las majestuosas columnas del templo de Isis, de rezar juntas y de intercambiar puntos de vista por las noches, la hermana Peregrina seguía sin abrir la puerta de su alma. La madre Mercia se sorprendía de que pudiera conservar durante tanto tiempo un secreto. Apenas sabía nada de ella ni de la razón de su llegada a Alejandría desde Jerusalén, e incluso ignoraba el motivo de su anterior presencia en Persia y la historia de la pequeña Ulrika. El nombre de Peregrina, impuesto al principio, había resultado ser más acertado de lo que ella pensaba puesto que significaba no sólo «viajera» sino también «extraña».

—Madre Mercia —dijo una voz a su espalda. Era una joven que acababa de entrar al servicio de Isis—. Tienes un visitante. Te aguarda.

—Gracias, hija mía, voy en seguida.

Antes de retirarse, la madre Mercia contempló una vez más a la hermana Peregrina, que acompañaba a las novicias a la cama. Cuando Peregrina se volvió a mirar a las alumnas, Mercia frunció el ceño. Otra vez aquella expresión.

Al ver a la hermana Peregrina, hacía tres años, el alma mater había pensado: «Yo conozco a esta mujer». Después comprendió que no era así. A lo largo de aquellos tres años, en varios momentos, la expresión del rostro de Peregrina o su forma de ladear la cabeza le recordaron algo. ¿Por qué le resultaba aquella joven tan familiar? Tal vez le recordaba a alguien conocido en otros tiempos.

La madre Mercia sacudió la cabeza. La curiosa expresión había desaparecido. Dando media vuelta, la madre Mercia se dirigió a la entrada de la sala donde le esperaba su visitante.

—¡Andrés! —exclamó, gratamente sorprendida—. ¡Qué alegría verte! ¿Cuánto tiempo hace? ¿Tres, cuatro años?

—¿Cómo es posible, madre —dijo él, acercándose para tomar sus manos entre las suyas—, que, cada vez que te veo, estés más joven y hermosa?

—Dime, Andrés. —La madre Mercia se echó a reír—. ¿Vas a quedarte en Alejandría o pasarás simplemente como el viento?

—Me temo que sólo sea una breve parada. He venido a visitar a unos amigos y después me iré a Britania.

—¡Britania! ¡He oído hablar de esa salvaje región! Irás por algún asunto del emperador, ¿no es cierto?

—¿Qué otro asunto puede haber?

Ambos iniciaron un paseo por el jardín.

—Te veo bien, Andrés. La vida en Roma te ha sido beneficiosa.

Andrés, mucho más alto que la anciana alma mater, inclinó la cabeza, sonriendo, y su cabello, completamente plateado, brilló bajo los rayos del sol.

—Roma es buena y mala. La amo y la odio.

—Cuéntame, por favor, las últimas noticias.

Andrés la miró con afecto. Ya no era el mismo joven de antes, allá en Antioquía. Sus diecisiete años de vagabundeos por el mundo, en contacto con las debilidades de sus habitantes, habían suavizado la intolerancia que en otros tiempos le amargaba la vida. El frunce de su entrecejo no había desaparecido, sino que, al contrario se había intensificado, pero ahora sonreía más a menudo y había alrededor de sus ojos unas pequeñas arrugas propias de una persona dotada de sentido del humor.

—Y tú, madre, ¿cómo estás? Me dicen que ahora le haces la competencia a la escuela de medicina. Y que les robas los enfermos.

—¡Hablas como ese viejo cocodrilo, Dióstenes! Sólo él podría referirse a los pacientes como si fueran una mercancía. No, Andrés. Nuestra pequeña sala de enfermos no constituye ninguna amenaza para la escuela de medicina. Ante todo, aquí sólo atendemos a mujeres y a niños. Y, en segundo, lugar, no practicamos intervenciones.

Se encontraban de nuevo junto a la entrada de la sala. Andrés miró hacia el interior y se sorprendió al ver tantas camas, tanta luz y tanta limpieza.

—¿Y cómo es posible eso? —preguntó, contemplando el grupo de novicias reunidas al fondo de la sala.

—Fue un verdadero milagro, Andrés, te lo aseguro. Hace tres años, se presentó en nuestra puerta una sanadora de Persia, pidiendo ser admitida al servicio de Isis. Ahora es la maestra y se dedica a enseñar a las ayudantas para que podamos enviarlas a otros templos, de los muchos que se levantan a orillas del Nilo.

—¿Dices que vino de Persia?

—Me contó que había viajado mucho y que incluso estuvo en Babilonia.

Andrés miró a las alumnas, agrupadas alrededor de una cama. La maestra se encontraba de espaldas, inclinada sobre una paciente.

—¿Cómo se llama? —preguntó, súbitamente interesado.

—Es la hermana Peregrina. Vive aquí en el templo con su hija.

—Por un instante… —dijo Andrés— me ha recordado alguien a quien conocí hace tiempo en Antioquía.

La madre Mercia arqueó las cejas. ¡O sea que Peregrina ejercía el mismo efecto en otras personas! A lo mejor, los rasgos de su rostro poseían una característica especial que inducía a los demás a descubrir en ella algún elemento conocido. Había personas así. Ésa debía de ser la explicación.

—¿Cenarás conmigo una noche durante tu estancia en Alejandría, Andrés? —preguntó la madre mientras ambos se apartaban de la puerta.

—No puedo prometértelo. Mi barco zarpará dentro de unos días y necesito ver a mucha gente.

—Entonces toma un poco de vino conmigo ahora.

Andrés dio la espalda a la enfermería y, mientras le contaba a la madre Mercia los últimos escándalos de la emperatriz Mesalina, en el extremo más alejado de la sala, la hermana Peregrina, inmóvil como una estatua y con los ojos cerrados, extendió las manos sobre una enferma dormida. Estaba enseñando a las novicias el método del «toque». Pero Andrés no lo vio.