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Ulrika tenía que darse prisa. La víspera, Cayo Vatinio había dicho que se iría a Germania al cabo de cinco días, llevando consigo una legión de sesenta centurias, es decir, seis mil hombres. Ulrika tenía que llegar a Renania antes que él.
Pasó primero por el Foro, donde había cientos de tenderetes y puestos callejeros. Allí, un tallador de madera le hizo una copia de la cruz de Odín que llevaba colgada del cuello y se la envolvió en un lienzo de lino. Después, se dirigió a su casa del monte Esquilino donde Andrés trabajaba en su enciclopedia médica. Ulrika reprimió el impulso de entrar en su estudio para despedirse de él. No había tiempo; Andrés lo comprendería.
Subió a su habitación para recoger sus cosas: las prendas de más abrigo, un par de sandalias de repuesto, artículos de higiene, dinero y una capa de repuesto. Después tomó algunos frascos de medicinas de su madre, unas bolsas de hierbas, la cura de Hécate, una caja de moho verde de pan, rollos de vendas, escalpelos y agujas de sutura. Sacó del joyero de su madre la turquesa de Rani y se la puso en el collar, al lado de la cruz de Odín de su padre. Finalmente, entró de puntillas en la biblioteca y tomó dos obras: la Materia medica de Pedanio Dioscórides, y De medicina de Celso.
Después fue a casa de Paulina, que había salido por lo que Ulrika no tuvo que dar explicaciones sobre su presencia en la villa. Fue directamente a los cuartos de los esclavos.
Eiric tampoco estaba.
Quería decirle que se preparara. Pero no lo encontró en la casa, ni en el huerto ni en los jardines. Nadie le había visto desde el amanecer.
Entonces lo comprendió: Eiric había escapado.
Se había ido por su cuenta, sin decirle nada. Y ella sabía por qué. Ahora comprendía la causa de su enfurruñamiento y de su silencio tras hacer el amor con ella. Tenía previsto huir desde hacía tiempo, pero no había querido revelarle el secreto.
—Por mí —pensó Ulrika—. Lo hizo por mí. —Sin embargo, ella ya sabía a dónde se dirigía: al norte, junto a los suyos. Estaba segura de que le encontraría allí. En Germania, Ulrika se reuniría con su padre, con su hermano y con el joven al que amaba.
Por último, Ulrika se fue al cuarto de Valerio y despidió a la niñera para poder estar a solas con el pequeño.
—Hermanito —le dijo—, he venido para hacerte un regalo.
—No viniste a mi habitación anoche, Ulrika —dijo el chiquillo—. Te estuve esperando, pero tú no viniste después de la fiesta.
—Perdóname, Valerio, pero no me encontraba bien. Sé que prometí traerte un regalo, pero ¿no te parece mejor esta sorpresa?
Cuando Ulrika retiró el lienzo, el niño se quedó boquiabierto de asombro.
—¡Es igual que la tuya! —exclamó, extendiendo las manos.
Mientras le pasaba el collar por la cabeza y le colocaba la cruz en forma de T sobre el pecho, Ulrika le dijo solemnemente:
—Éste es un regalo muy especial, hermanito. Es igual que la mía, y eso establece una unión muy estrecha entre nosotros. Significa que, por muy lejos que podamos estar el uno del otro algún día, siempre estaremos unidos por esta cruz.
—Nunca nos separaremos, Ulrika —dijo el niño, riéndose—. ¡Tú vives apenas unas puertas más abajo!
—Escúchame, hermanito —dijo Ulrika, pugnando por reprimir las lágrimas—. Mírame y escúchame. Esta cruz es muy importante. Debes guardarla siempre. Y entonces, si algún día me necesitas…
La voz se le quebró sin que pudiera evitarlo.
—¿Por qué estás triste, Ulrika?
Ella le tomó en sus brazos y lo estrechó con fuerza.
—Escúchame, Valerio. Tienes que prometerme una cosa. Tienes que prometerme que, si alguna vez me necesitas, dondequiera que estés y cualquiera que sea tu edad, me enviarás esta cruz y yo vendré, dondequiera que esté.
—Pero ¿dónde estarás, Ulrika?
—Ya te lo diré cuando pueda, hermanito. Y, si no, pregúntaselo a tía Selene. Con esta cruz me encontrarás, Valerio, y yo vendré en seguida, dondequiera que estés. Te lo prometo.
Intuyendo la solemnidad del momento, el niño dijo a su vez:
—Y si tú me necesitas alguna vez a mí, Ulrika, mándame la cruz y yo vendré a ti.
Ulrika se apartó y contempló el pequeño rostro perennemente asustado y vio por primera vez el semblante del hombre que, andando el tiempo, Valerio llegaría a ser: un hombre extraordinariamente apuesto y generoso.
—Si —dijo, asombrada—, si alguna vez te necesito, hermanito, te enviaré mi cruz como señal.
Ulrika salió de la estancia antes de que el niño pudiera ver sus lágrimas. Después, tomó el fardo que había dejado en el jardín, estudió la posición del sol y bajó el monte Esquilino hacia el camino de Ostia.
Calzaba unas sólidas botas y llevaba en el cinto dinero suficiente para llegar a su destino. De su hombro, colgaba una caja de medicinas.
Ulrika apresuró el paso, sabiendo que los dioses estaban con ella.