58

El liderazgo del Imperio romano estaba basado en una curiosa paradoja: aunque la familia imperial gobernaba con poder absoluto, sin tener que responder ante nadie, precisaba, sin embargo, de la aprobación del pueblo para poder gobernar. Y el pueblo de Roma no sentía el menor interés por las intrigas palaciegas y las constantes conspiraciones y luchas por el poder, y aceptaba que los Julio-Claudios fueran los amos del mundo siempre y cuando le siguieran proporcionando comida y espectáculos.

Ésa era la razón de las Fiestas del Río de aquella tarde, en honor del dios Tíber, que otorgaba el agua y la vida a Roma. Eran los festejos más impresionantes que jamás hubiera organizado Claudio en sus siete años de emperador, y toda la población se había echado a la calle.

Todo a lo largo del río, las orillas estaban llenas de espectadores. Se habían levantado unos estrados provisionales para los dignatarios y los favoritos de la familia imperial mientras que los nombres más ilustres —los Metelos, los Lépidos, los Antonios— disfrutaban de asientos próximos al borde mismo del río. Allí estaban Selene y Paulina, tan entusiasmadas como los miles de espectadores apiñados junto al río en espera de que se iniciara el desfile de los dioses.

Atendidas por sus esclavos, Selene y Paulina merendaban como todo el mundo en aquella soleada tarde de octubre. Su cesto contenía pollo asado, pan de maíz, aceitunas, queso y vino frío. Selene se alegraba de haber acompañado a Paulina. El verano, con el calor y las fiebres, se había cobrado muchas víctimas en la isla del Tíber. Hubo una enorme cantidad de muertos y se incrementó el número de los esclavos abandonados en la escalinata del templo. Los donativos de Paulina de nada servían, porque nadie quería trabajar en la isla. Por su parte, Selene no había conseguido que el emperador le concediera una audiencia. Estaba empezando a preguntarse si Herodas no tendría razón. ¿Sería cierto que Esculapio había abandonado su santuario?

Selene se sorprendió de que Paulina aceptara la invitación del emperador para asistir a los festejos. Durante los seis meses anteriores, Paulina había suspendido todas sus actividades sociales para poder entregarse por entero al cuidado de Valerio. Pero Paulina le explicó la razón: cabía la posibilidad de que Andrés estuviera allí.

Habían transcurrido seis meses desde que Paulina le hiciera a su amiga una confesión:

—No quería casarme porque, siendo estéril, no me parecía justo privar a un hombre de un heredero. Pero ahora tengo un hijo que ofrecer a mi marido. Ahora quiero casarme, Selene. Y te revelaré un secreto: siempre le tuve mucho cariño a Andrés.

Andrés y Valerio, el marido de Paulina, habían sido amigos durante muchos años, desde que Andrés llegara a Roma para incorporarse a la corte de Calígula, para ser uno más de sus médicos personales. Paulina había pasado muchas veladas con los dos hombres, había visitado la playa y asistido a fiestas y juegos con ellos. Andrés y Paulina se apreciaban mutuamente y se llevaban muy bien. Andrés no se había casado jamás, pero Paulina confiaba en que, a los cuarenta y ocho años y sin ningún heredero, sintiera deseos de tener una familia.

—He esperado un año desde la muerte de mi marido, tal como exige la ley —dijo Paulina—. Ahora soy libre de casarme. ¿Y quién mejor que Andrés?

En efecto, ¿quién mejor?, se preguntó Selene mientras observaba por el rabillo del ojo la tribuna imperial. La familia imperial ya estaba allí, pero aún quedaban algunos asientos vacíos. El barco de Andrés ya tenía que haber llegado a Ostia. ¿Le verían allí aquella tarde?

El niño se agitó en brazos de su madre y empezó a ponerse nervioso. Paulina se soltó la parte superior del vestido y en seguida el pequeño Valerio empezó a mamar protegido por el manto de Paulina.

Selene no cesaba de asombrarse de la magia y el poder del pecho materno. La beduina Fatma rechazó a su hijo hasta que se pasó una noche con el niño pegado a su pecho. Y Paulina, como las mujeres de Oriente que Selene había visto, al cabo de unos días alternando el pecho seco con un ama de cría, produjo finalmente leche. Y ahora estaba tan encariñada con aquel niño como si fuera efectivamente el fruto de sus entrañas. Aunque la leche no era al principio muy abundante, bastó para crear un fuerte vínculo entre madre e hijo. Valerio aún necesitaba el complemento de la leche materna, pero Paulina le daba el pecho no tanto para alimentarle cuanto para reforzar los lazos de amor que le ligaban a él.

Paulina y Selene se inventaron una historia para explicar la procedencia del niño: el pequeño Valerio era hijo de un primo lejano, perteneciente a una muy noble y antigua familia, que había muerto junto con su mujer durante una epidemia. Paulina pagó un montón de dinero por la falsificación de los documentos: pero ahora el niño estaba registrado oficialmente y ostentaba legalmente el orgulloso y aristocrático nombre de los Valerio.

Selene levantó el rostro a la brisa del río que transportaba una miríada de olores, desde el humo de las hogueras de los espectadores hasta los embriagadores perfumes de las nobles damas que la rodeaban. Paulina se las había presentado al llegar: Cornelia Escipión, descendiente del gran Escipión el Africano; y Marcia Tulia, la bisnieta de Cicerón.

—Selene —dijo Cornelia—. Qué nombre tan insólito. ¿A qué familia perteneces?

—Selene es una therapeuta —se apresuró a decir Paulina—. Aprendió su oficio en Alejandría. ¿Te enteraste del ataque que sufrió Máximo en diciembre?

—¡Pues, claro!

—Pues fue Selene quien le salvó la vida. Ahora vive conmigo. Vendí al médico de mi casa y ahora Selene ocupa su lugar.

—¡Estos griegos! —exclamó Marcia Tulia—. Tienen un precio excesivo. La calidad de los esclavos ya no es lo que era —añadió, inclinándose hacia Paulina para decirle algo al oído.

—No, Selene no es mi esclava —le oyó decir Selene a Paulina—. Es una romana libre.

Selene ya sabía que en Roma el nombre lo era todo. La familia era más importante que el carácter, y el linaje más que los propios logros. Todos los que se sentaban a su alrededor, merendando a la espera de que se iniciaran los festejos, descendían de las familias fundadoras de Roma y eran los llamados patricios, en cuyo círculo nadie podía entrar.

—… No ha tenido mucha suerte —le decía el marido de Cornelia a un hombre sentado a su lado—. De todos modos, es un Agripa y, por consiguiente, ¡no podíamos permitir que le vendiera la casa a un sirio! El comprador tiene mucho dinero, pero carece de nombre…

A su espalda, dos mujeres hablaban:

—Cuando se enteró de que había mentido y no corría por sus venas ni una sola gota de sangre graca, no tuvo más remedio que divorciarse. Y bien que lo sintió. Dice que estaba muy enamorada de él.

La risa de Marcia Tulia obligó a Selene a mirar en su dirección.

—¡Un actor! —exclamó Marcia—. ¡Qué insensata ha sido enamorándose de un actor! ¡Tiene suerte si su padre se ha limitado a desterrarla!

—Les hubieran tenido que matar a los dos —dijo Cornelia con dureza—. Su padre hubiera estado en su derecho.

Al ver el desconcierto de Selene, Paulina se inclinó hacia ella y le dijo:

—Es contrario a la ley que los descendientes de los senadores, aunque sean bisnietos o tataranietos, se casen con actores o con cualquier persona cuyo padre o madre se haya dedicado al teatro.

Paulina le retiró el pecho a Valerio, se ajustó discretamente la túnica y le pasó el niño a una esclava. Mientras se arreglaba el mantón exclamó:

—¡Oh! ¡Allí está Andrés!

Andrés se acercaba a ellas mientras el sol poniente arrancaba reflejos de su blanca túnica y su plateado cabello. La gente le paraba constantemente para saludarle y darle la bienvenida a Roma. Todo ello dio a Selene el tiempo necesario para serenarse y dominar su alocado corazón.

Tardó una eternidad en abrirse camino. Los ojos de ambos se cruzaron mucho antes de que estuviera a su lado, tan elegante, distinguido y refinado, el Andrés de Antioquía, de sus recuerdos y de su corazón.

—Hola, Selene —dijo Andrés.

—Hola, Andrés —contestó ella con una sonrisa.

—¡Vaya! —dijo el marido de Cornelia, levantándose—. Conque ya estás de vuelta, ¿eh?

Ambos hombres se estrecharon la mano.

—¿Cómo te fue en Hispania? —preguntó Marcia Tulia—. Terrible en esta época del año, según me han dicho.

Selene apartó el rostro. Hispania. Estuvo en Hispania.

—¿A qué otras inhóspitas tierras te llevará tu próxima misión, Andrés? —preguntó Paulina.

Andrés se acerco a ella y tomó su mano entre las suyas.

—Te veo muy bien, Paulina —le dijo con afecto—. ¿Cómo estás?

A Selene no le pasó desapercibida la solicitud de su voz ni la inquisitiva mirada de sus ojos mientras Paulina le contestaba:

—Muy bien, Andrés. Te agradezco tus cartas.

—Me han dicho que tienes un hijo.

—Podría ser el hijo de Valerio, no sabes cuánto se le parece.

—¿Te vas a quedar en Roma mucho tiempo? —preguntó Marcia Tulia.

—Pues, sí —contestó Andrés, soltando la mano de Paulina—. Me quedaré para siempre. —Tras una pausa, se volvió para mirar a Selene—. Y tú, Selene, ¿cómo estás?

—Gracias por enviarme a casa de Paulina —contestó ella—. Aquí lo hubiera pasado muy mal sin su generosa ayuda. Mi hija y yo estamos bien.

Una sombra pasó fugazmente por el rostro de Andrés, pero en seguida se desvaneció.

—¿Cuándo regresaste a Roma? —preguntó Paulina.

«Mi barco llegó justo esta mañana», estaba a punto de decir Andrés, pero, en aquel momento, alguien le saludó, estrechó su mano y se lo llevó.

Selene contempló el río. La brisa se hizo más fresca, provocándole un estremecimiento. Volvió la cabeza y vio a Andrés rodeado por varias personas; era el foco de la atención de todo el mundo. No hubiera tenido que asombrarse, por tanto, de que ocupara un lugar en la tribuna imperial y, sin embargo, se asombró. Andrés se sentó a la derecha del emperador.

Selene estudió a la familia imperial. De cerca, el aspecto de Claudio no le pareció tan repulsivo como decían sus detractores. Era cojo y tenía un tic facial, pero no era tan feo como se afirmaba y tampoco daba la impresión de ser un malvado. Selene vio que en el asiento de su izquierda no había nadie. ¿Dónde estaba la emperatriz?

El sonido de las trompetas hizo que todas las miradas convergieran en el río. Se oyó río abajo el murmullo de la multitud que saludaba el comienzo del desfile de los dioses.

Los tambores redoblaban a lo lejos. Los espectadores enmudecieron, con la mirada fija en el recodo del río. Al poco rato, apareció la proa de una majestuosa barcaza. Un hortator tocaba el tambor, marcando el ritmo para los remeros. Cuando la barcaza dobló por completo el recodo, mil arqueros, hábilmente ocultos entre los espectadores de la orilla, dispararon al aire una enorme cantidad de flechas adornadas con cintas y gallardetes de vistosos colores. El cielo de la tarde quedó momentáneamente oculto por un dosel multicolor. La multitud rugió de entusiasmo.

Sentado en la soberbia barcaza estaba el dios Tíber, representado por un actor de largos cabellos y barba. Sostenía en una mano un remo, símbolo de los navegantes que surcaban sus aguas y, en la otra, una cornucopia, símbolo de su fertilidad. Se encontraba en un lecho de falsas olas y, de vez en cuando, surgían de la cubierta de la barcaza unas rociadas de agua. El dios estaba rodeado de ninfas desnudas que arrojaban puñados de comida a la gente de la orilla. Los espectadores se volvían locos, empujándose unos a otros en su afán de recoger todo lo que pudieran.

Seguía una barcaza de menor tamaño, en la que figuraba una loba enjaulada como la del Capitolio, símbolo de la fundación de Roma. En la jaula había también dos niños que representaban a Rómulo y Remo, pero, en lugar de mamar de la loba, como hubieran tenido que hacer, uno permanecía sentado, llorando, y el otro yacía en el suelo. Estaba claro que la loba había sido drogada para evitar que atacara a los niños, puesto que, cada vez que intentaba levantarse, se tambaleaba y caía. Aunque no era ése el efecto pretendido, la multitud acogió la aparición de la barcaza con grandes vítores y aplausos.

Sonaron de nuevo las trompetas y una extraña embarcación dobló el recodo del río. Llevaba piedras amontonadas de modo que simulaban una montaña, en lo alto de la cual se encontraba un hombre enteramente desnudo con dos enormes alas de plumas fijadas a su espalda. La multitud le reconoció en seguida.

—¡Es Ícaro! —gritaron los espectadores—. ¡Es Ícaro!

El hombre, que no era un voluntario, sino un esclavo obligado a representar aquel papel, temblaba en lo alto de su torre, temiendo mirar abajo.

—¡Vuela, Ícaro! —gritaba la multitud—. ¡Vuela! ¡Vuela!

Era evidente que le habían ordenado saltar cuando la barcaza llegara a la altura de la tribuna imperial, pero el hombre tenía tanto miedo que no podía moverse. En vista de ello, el timonel de la embarcación se encaramó por las rocas y empujó al esclavo por detrás. Ícaro cayó en picado en el río y fue arrastrado al fondo por sus monstruosas alas. La muchedumbre rugió de contento.

Selene apartó él rostro. Las personas que la rodeaban no eran tan bulliciosas como el populacho; asentían con la cabeza para expresar su agrado, pero seguían comiendo y conversando animadamente.

Volvió la cabeza y vio que Andrés la estaba mirando.

La siguiente embarcación alegórica era muy hermosa, fruto de la imaginación de un artista. Un bosque artificial crecía en la cubierta, con árboles, arbustos e incluso una cascada de agua; y, en el centro de aquel paraíso silvano, había un solitario caballo blanco, paciendo tranquilamente. Como Ícaro, llevaba unas gigantescas alas de plumas fijadas a su cuerpo; las alas estaban levantadas y recibían los reflejos cobrizos del sol poniente.

Pegaso se deslizó serenamente ante la atónita mirada de la muchedumbre; la escena era tan pura y delicada que todo el mundo enmudeció.

Arreciaron nuevamente los gritos cuando apareció otra barcaza con dos deslumbradores jóvenes montados en carros de plata y oro. Eran Selene, la diosa luna, y su hermano Helios, el dios sol, de cuyas cabezas se escapaban unos rayos de fuego. Selene era una fulgurante visión plateada que representaba la luz celestial de la luna; su túnica era de plata y llevaba los brazos cubiertos con polvo plateado. Al llegar a la altura de la tribuna imperial, el Sol y la Luna se inclinaron en reverencia ante Claudio. Toda Roma prorrumpió en aplausos.

—Bastante original —dijo Cornelia Escipión—. Tengo que reconocerle el mérito a este viejo diablo. Esto supera con mucho sus habituales espectáculos.

—Claudio se ha ganado al pueblo para otro año —añadió Marcia Tulia.

En la siguiente barcaza se representaba a Laocoonte, el desdichado sacerdote de la antigüedad que rompió su voto de celibato, provocando con ello la caída de Troya. El Laocoonte del mito había sido estrangulado por dos gigantescas serpientes; el de la barcaza, un esclavo sentado en una pequeña balsa remolcada por una barca de remo, con una enorme pitón que probablemente acabaría matándole.

Los gritos procedentes de más abajo anunciaron la aparición de una barca alegórica especialmente llamativa.

Dos personas, un actor y una actriz, permanecían de pie, inmóviles como estatuas. La mujer era muy hermosa y lucía una larga melena que se derramaba sobre su cuerpo desnudo; mantenía los brazos levantados y una pierna ligeramente extendida hacia atrás como si estuviera corriendo. El joven que la «perseguía», también desnudo y muy bien parecido, extendía los brazos hacia adelante como si quisiera abrazarla. Lo que más llamó la atención de la gente fue la curiosa ilusión de que la joven se iba convirtiendo lentamente en árbol: de las puntas de sus dedos brotaban unas hojas, sus brazos estaban cubiertos de corteza y unas ramas de laurel surgían de su cabello. La multitud adivinó quién era: Dafnis, transformándose en árbol para huir de la lujuria de Apolo.

Selene volvió la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de Andrés. ¿Estaría recordando él también aquel día de hacía tantos años en la gruta de Dafnis?

Pasaron más barcazas con dioses y diosas, héroes y heroínas de antaño y figuras míticas, a cual más espectacular e impresionante, con ingeniosas representaciones, como un volcán vomitando llamas y un carro tirado por cisnes, elevándose hacia el cielo.

Cuando el día cedió el lugar a la noche, se encendieron a la orilla del Tíber miles de antorchas cuyo resplandor se reflejó en el río. Por encima del incesante griterío de la muchedumbre, se oyó el sonido de las flautas y las liras. Después se repartió pan y salchichas entre la gente, así como también entradas para las carreras de carros del día siguiente. La temperatura bajaba, pero el ardor de la multitud aumentaba a medida que aparecían nuevas balsas o embarcaciones. «¡Claudio!», gritaba la gente. Todos estaban borrachos, eran felices y amaban a su emperador. De momento.

Selene miraba frecuentemente a Andrés y sus ojos se cruzaban a menudo con los suyos, aunque le sorprendió varias veces conversando animadamente y riendo con Agripina, la bella sobrina de Claudio.

Finalmente, la multitud enmudeció, obedeciendo a una señal. No se oía ni el zumbido de una mosca, sólo el crepitar de las antorchas y la caricia del agua en las orillas del río.

Una barcaza enorme, la mayor de todas las que habían desfilado hasta entonces, con los costados pintados de oro y cien remos dorados levantándose y hundiéndose en el agua al unísono, dobló lentamente el recodo. Sus costados resplandecían a la luz de las antorchas y sus reflejos convertían las aguas en un mar de oro fundido. El aire nocturno azotaba los cabellos y las togas, las banderas y los gallardetes, pero nadie se movía ni hacía el menor ruido.

La barcaza estaba dividida en dos decorados que se juntaban en el centro en una artística metamorfosis. La mitad anterior creaba la ilusión del mar, con rocas, olas y delfines que saltaban. Del mar surgía un precioso caparazón de molusco de color blanco con dos niños de pie, uno a cada lado; el caparazón de molusco les doblaba la altura. Cuando estuvieron más cerca, la multitud reconoció en ellos a Británico, el hijo de siete años de Claudio, y a Nerón, el hijo de once años de Agripina.

La segunda mitad de la barcaza era un maravilloso jardín lleno de rosas, arrayanes, cisnes y palomas. La barcaza avanzó en silencio y, cuando llegó a la altura de la tribuna imperial, la multitud empezó a impacientarse. Hasta entonces, aparte los dos niños vestidos con taparrabos y unas alitas en la espalda, no se veía a nadie más en la barcaza.

La embarcación se detuvo como inmovilizada por anclas invisibles bajo la luz de las antorchas.

Mientras la gente empezaba a murmurar por lo bajo —¿se habría producido algún fallo?—, los dos niños se apartaron del caparazón de molusco y se dirigieron hacia la proa de la embarcación. La multitud volvió a enmudecer. Se oyó un ruido distante, como de dientes y ruedas que giraran en medio del frío aire nocturno. Cuando la gigantesca cáscara empezó a abrirse, el público se quedó boquiabierto de asombro.

Una de las valvas bajó lentamente, como un puente levadizo. Cuando las sombras de su interior cedieron, la muchedumbre pudo ver lo que contenía, y su entusiasmo no tuvo límites. Doscientas mil gargantas gritaron hasta desgañitarse cuando apareció Venus, la diosa preferida de Roma.

Una hermosa mujer con la piel del color de la luz de la luna y el dorado cabello derramándose sobre sus pechos, permanecía de pie en medio de aquel mar artificial. La luz de las antorchas iluminaba su sereno rostro y la sobrecogedora belleza de su cuerpo.

—Es Mesalina —empezó a decir la gente—. ¡Es la emperatriz!

Selene la contempló fascinada. Sabía que Mesalina contaba catorce años al casarse con Claudio, que tenía cuarenta y ocho, y que procedía de una de las familias más antiguas y distinguidas, la de los Domicios y los Mesalas. Lo de su lascivia y su crueldad no eran más que rumores.

—Me consta que es cierto —decía alguien a su lado—. Mesalina se pone una peluca rubia y se va por la noche al peor burdel de la orilla del río, donde entrega su cuerpo a los hombres de balde. ¡Dicen que es insaciable!

Selene contempló a la bella emperatriz, de quien se decía que mataba a sus amantes cuando se cansaba de ellos, y que había mandado asesinar a varias mujeres de la aristocracia, por celos; recordando que Mesalina era la bisnieta de Octavia, sobrina nieta de Julio César, Selene pensó: «Estamos emparentadas».

Cuando todo el mundo hubo admirado el «nacimiento» de la diosa, Mesalina bajó de su pedestal y empezó a interpretar una pantomima. Al son de una flauta que alguien tocaba bajo cubierta, se empezó a desarrollar un mito. Súbitamente, apareció un joven en el jardín de la barca, a quien la multitud reconoció en seguida: era Silio, el hombre más apuesto y ambicioso de Roma… y el amante de Mesalina.

Mientras «Adonis», en su lado de la barca, simulaba ignorancia acerca del drama que estaba a punto de protagonizar, Venus empezó a jugar con sus dos hijos, Eros y Anteros. Cuando Eros, el pequeño Británico, hijo de Mesalina, tomó un pequeño arco y una flecha, todo el mundo adivinó lo que iba a ocurrir. Era uno de los mitos más populares, el de la herida accidental del seno de Venus con la flecha de Cupido y la visión de Adonis antes de que sanara la herida. La multitud sabía también cómo iba a terminar la historia: Adonis sería atacado por un jabalí y de su sangre derramada nacería la roja anémona.

Sin embargo, el drama no llegó tan lejos. Venus adoptó una pose y Eros levantó el arco y la flecha. El pequeño Británico retrocedió, para recuperar el equilibrio en la inestable barcaza y, para asombro de todo el mundo, cayó al agua.

Hubo un momento de sobrecogido silencio; después, la multitud estalló en carcajadas, mientras el niño chapoteaba con las alas cómicamente extendidas sobre el agua.

—¡No sabe nadar! —gritó Mesalina.

Inmediatamente, varios hombres se arrojaron al agua. Hubo una enorme confusión, porque todos querían tener el honor de salvar al heredero imperial; pero había muy poca luz y los hombres se enredaron con los cabos de amarre de la barcaza por lo que, cuando el niño fue arrastrado finalmente hasta la orilla, ya estaba inconsciente y no respiraba.

—¡Haced algo! —gritó Mesalina.

Los hombres tomaron a Británico por los talones y empezaron a sacudirlo.

Andrés se levantó rápidamente y bajó de la tribuna. Mientras pasaba corriendo por su lado, Selene vio lo peligrosamente cerca del suelo que estaba la cabeza del niño. Había visto también algo en lo que nadie había reparado: Británico había sido empujado por Nerón.

Andrés llegó a la orilla del río y, tomando a Británico, lo tendió boca arriba y empezó a moverle los brazos exánimes.

Todo el pueblo de Roma lo observaba en medio de un silencio sepulcral. Mesalina temblaba en brazos de Silio. En la tribuna, Claudio parecía aturdido. Todo el mundo vio cómo salía el agua de la boca de Británico, pero el niño seguía sin respirar.

—¡Ha muerto! —musitó Paulina, consternada.

Selene se levantó y corrió hacia la orilla del río. Sin decirle nada a Andrés, se arrodilló junto a Británico y, tomándole la cabeza entre sus manos, empezó a insuflarle aire en la boca.

Andrés se incorporó, perplejo. Todo el mundo contemplaba la escena con asombro. Selene insufló aire varias veces en la boca del niño y después se detuvo para examinarle el tórax: éste no subía ni bajaba. Inclinándose de nuevo hacia el niño, Selene apoyó el oído contra su caja torácica y percibió el débil latido de su corazón. Volvió a insuflarle aire rítmicamente, deteniéndose tan sólo para ver si respiraba por su cuenta. La noche parecía interminable y los minutos, horas.

Selene se angustió. Sin embargo, al acercarle nuevamente el oído al pecho, percibió un pulso muy débil y acelerado. Sintió que miles de ojos la miraban y que Andrés la estaba observando con extrañeza. «Vive —le gritó mentalmente al niño mientras le insuflaba aire en la boca—. ¡Tienes que vivir!».

Entonces vio la llama. Surgió por sí sola, sin que ella la conjurara. El fuego de la vida surgiendo súbitamente de lo más hondo de su ser y ardiendo con el mismo resplandor de las antorchas que brillaban a su alrededor. Echando mano de toda su fuerza de voluntad, consiguió que la llama le subiera hasta la garganta y escapara por su boca. Con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, acercó los labios a los de Británico como si le diera un beso y le transmitió el fuego de la vida.

«Vive ahora —musitó su mente—. Llévame a tu interior y aspira la nueva vida».

Cuando vio, con los ojos cerrados, que el fuego de la vida se alargaba y salía de su boca formando un arco para penetrar en la boca del muchacho y juntarse allí con una débil llama, mucho más pequeña, Selene comprendió que el niño no iba a morir.

Al final, mientras la multitud empezaba a impacientarse y Andrés apoyaba una mano en su brazo, Selene se incorporó y Británico tosió.

La multitud empezó a lanzar gritos de júbilo mientras se llevaban al niño y Selene era acompañada a la tribuna imperial.

Claudio tuvo que levantar las manos varias veces, para que la muchedumbre guardara silencio. Después, dijo con voz temblorosa:

—Has salvado la vida de mi hijo, el heredero de Roma.

Ahora de más cerca, Selene vio los estragos del tiempo y las enfermedades en el rostro del emperador. Claudio le llevaba unos pocos años a Andrés y, sin embargo, parecía que fueran cien.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó el emperador, visiblemente emocionado.

—Selene, señor.

—No me llames «señor» —dijo Claudio, haciendo una mueca—. Suena demasiado a monarquía. Basta con César. Esta noche has obrado un milagro. Es una señal de los dioses.

Todo el mundo prorrumpió en vítores.

Claudio esperó a que cesara el tumulto y añadió, mirando a Selene:

—Por lo que has hecho, ninguna recompensa puede ser suficiente. —Le temblaba la voz y tenía los ojos llenos de lágrimas: había estado a punto de perder a su único hijo—. Pídeme lo que quieras. Verás de qué forma Roma sabe recompensar a sus héroes.

—Gracias, César —contestó Selene—. No quiero nada para mí, pero quisiera pedir al divino César que tomara la isla Tiberina bajo su protección.

—¿Y eso qué es? ¿La isla? ¿Por qué?

Selene le describió la situación, la labor de los sacerdotes y los hermanos, y la enorme cantidad de esclavos abandonados que allí había.

—¿Y tú cómo sabes todo esto? —le preguntó el emperador.

—Porque trabajo allí, César. Soy una sanadora.

Selene vio que Andrés, de pie detrás del emperador, la miraba sonriendo.

—¡Una sanadora! —exclamó Claudio—. Por eso pudiste devolver la vida a mi hijo. Tu deseo se cumplirá, Selene. La isla estará bajo la protección imperial. Mis representantes irán allí mañana para ver lo que se debe hacer. Como ves, soy un hombre que no puede permitirse el lujo de ofender al dios de la medicina.

—Gracias, César.

—Dices que te llamas Selene. ¿Cuál es tu nombre completo? ¿Cuál es el de tu familia?

—Mi nombre completo es Cleopatra Selene —contestó Selene, tras dudar un instante.

—¡Cleopatra Selene! ¿Y cómo es posible eso?

—Me impusieron el nombre de mi abuela, la última reina de Egipto.

Los miembros de la familia imperial y los más altos dignatarios de la corte miraron a Selene con asombro. A su espalda, desde las orillas del río, en las ventanas y en los tejados de las casas, cientos de rostros contemplaban la escena expectantes. En medio del silencio, sólo se oía el aleteo de los estandartes agitados por la brisa y el sibilar de las llamas de las antorchas.

—No creía que hubiera sobrevivido ningún descendiente de la reina —dijo Claudio—. ¿Y cuál es tu familia por parte de padre?

Selene se quitó el collar por la cabeza, sacó el anillo de oro y se lo entregó a Claudio.

—¡Cómo! —exclamó Claudio, acercándose la sortija a los ojos para verla mejor—. Este anillo perteneció al divino Julio. Y, si no éste, otro igual. ¿Eso qué significa? —preguntó, mirando a Selene.

—Que mi abuelo fue Julio César.

El asombro se extendió a toda la muchedumbre como la reacción en cadena causada por una piedra arrojada a un tranquilo estanque, empezando por los que estaban más cerca hasta llegar a los que estaban más lejos.

—Digo la verdad, César. —Selene levantó la voz—. Mi padre fue el príncipe Cesarión, el hijo de Cleopatra y Julio César. No le mataron cuando el divino Augusto lo ordenó. Mataron a un esclavo en su lugar y a él se lo llevaron a un lejano escondrijo. En el año de la muerte de Augusto, Tiberio envió a unos hombres para que eliminaran a Cesarión, el cual huyó con su mujer de Alejandría a Palmira, donde yo nací.

—Mi tío Tiberio tenía muchos enemigos —dijo Claudio, tras estudiarla un instante—. Nunca estuvo seguro en el trono. Sé que afirmó haber oído hablar de la existencia de Cesarión, el único descendiente vivo de Julio César, y que, temiendo que éste le disputara el gobierno de Roma, envió a unos soldados para que lo mataran. Pero éstos nunca aportaron ninguna prueba de que hubiesen matado a Cesarión.

—Aquí tienes la prueba, César —dijo Selene, señalando el anillo—. Cuando mi padre yacía moribundo, se lo entregó a la comadrona que me había ayudado a nacer, y le dijo que era mi herencia.

—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Claudio, mirándola con escepticismo—. ¿En qué mes?

—Fue en agosto, en el primer año del gobierno de Tiberio.

Claudio asintió. Era un historiador y un erudito, y tenía la cabeza llena de fechas y acontecimientos.

—Así fue, tal como tú dices. No obstante, hubieras podido falsificar este anillo.

—Hubiera podido, pero no lo hice.

—Eso no constituye una prueba fehaciente. ¿Tienes alguna otra?

—Ninguna, César —contestó Selene, tras una pausa.

—¿Hay alguien que te pueda avalar?

—Yo puedo, César. —Todas las cabezas se volvieron hacia Andrés, el cual acababa de dar un paso al frente—. Dice la verdad. Yo estaba en Alejandría cuando Selene conoció la verdad sobre sus orígenes. Fue el año pasado. Antes, Selene ignoraba su verdadera identidad.

—¿Y qué prueba existe en Alejandría? —preguntó Claudio.

—Su parecido con la reina Cleopatra. Es su vivo retrato.

Mientras Claudio estudiaba a Selene, se oyó un murmullo, lejano al principio, que, poco a poco, se fue elevando hacia el cielo nocturno hasta que, de repente, surgió una marea de brazos levantados y los gritos llegaron hasta la tribuna imperial. La multitud gritaba rítmicamente una y otra vez: «Ju-lio Cé-sar, Ju-lio Cé-sar».

Selene se volvió y contempló asombrada el espectáculo. A lo largo del río, a la luz de las antorchas y las hogueras, miles y miles de romanos agitaban los brazos, gritando: «Ju-lio Cé-sar».

—Parece ser —dijo Claudio con la cara muy seria— que Roma cree en tus palabras.

El emperador frunció los labios y estudió a la inquieta muchedumbre. Él no creía en la historia de Selene, pero estaba claro que el populacho sí. Al ver el fervor de la multitud, Claudio comprendió de inmediato las ventajas que le reportaría el ofrecer al pueblo un ídolo al que adorar. Si acogiera a Selene de buen grado, daría un paso más en la consolidación de su poder. Por consiguiente, apoyó una mano sobre su hombro, la volvió de cara a la muchedumbre y dijo con voz clara y potente:

—¡Mirad cómo recibe Roma a la nieta de Julio César! —Después, hablando en voz baja, le susurró al oído—: Ahora te sentarás a mi lado durante el resto de los festejos. Esta noche, cuando termine la fiesta, ven a palacio. Nadie más que tú debe tocar a mi hijo.

Británico se recuperó en seguida de su encuentro con la muerte, y, tras un buen baño y una cena caliente, le pusieron a dormir. Los presentes fueron abandonando la estancia uno a uno: Claudio y Mesalina, Agripina y su enfurruñado hijo, los médicos imperiales, los criados y los esclavos. Selene se quedó sola con el niño y con Andrés, el cual permanecía de pie, apoyado contra la columna, mirándola con los brazos cruzados. En la quietud de la noche, la estancia aparecía suavemente iluminada por la luz de unas lámparas que colgaban del techo. Sentada junto a la cama, Selene contemplaba el rostro dormido del niño.

—¿Dónde aprendiste a hacer lo que has hecho? —preguntó Andrés cuando las últimas pisadas se perdieron por el pasillo—. Jamás lo había visto.

—Lo aprendí en Persia —contestó Selene, apoyando la mano sobre la frente de Británico—. En ciertos aspectos, la medicina hindú es mucho más avanzada que la nuestra.

—El pueblo dice que eres una diosa.

—El pueblo necesita tener a quien adorar. Mañana será otra persona.

Andrés se apartó de la columna y empezó a pasear por la lujosa estancia.

—Me llevé una agradable sorpresa al encontrarte en los festejos esta noche —dijo—. Pensé que te había perdido.

—¿Perdido? —preguntó Selene, volviéndose a mirarle—. ¿Qué quieres decir?

—Fui a casa de Paulina esta tarde, y no estabas.

Selene le miró, dominada por su fuerza y su magnetismo.

—¿Estás enamorado de Paulina? —le preguntó sin poderlo remediar.

Andrés arqueó las cejas.

—La quiero, es cierto. Pero como amiga.

—Llegaste a Roma esta mañana y fuiste directamente a su casa.

—Para verte a ti.

—No te creo.

—Pregúntaselo al criado de la puerta cuando vuelvas a casa. Cuando llegó mi barco, mi único pensamiento era verte.

—¿Por qué no me escribiste?

—Lo intenté muchas veces —contestó Andrés en un susurro.

—¿Por qué te fuiste a Hispania en lugar de regresar directamente a Roma? —preguntó Selene, entrelazando fuertemente las manos.

—Claudio me envió. Quería investigar un asunto y yo era el único hombre en quien confiaba. No tuve más remedio que ir.

Algo se respiraba en el aire; procedía de Andrés y de la propia Selene. «Déjalo correr —se dijo Selene—. Ahora sois unos extraños. Han ocurrido demasiadas cosas. Deja las heridas cerradas. Aparta el dolor».

Pero no pudo evitarlo. Aquellos ojos gris azulados la miraban con anhelo y el pasado ejercía un dominio demasiado fuerte sobre el presente.

—Andrés —dijo en voz baja—, quiero preguntarte una cosa, aunque sé que no debería hacerlo. Tendría que olvidarlo. Después de tantos años…

—¿De qué se trata? —preguntó él, acercándose.

—¿Fuiste… —Selene se miró los dedos entrelazados. «Si me dice que no, si me dice que no…»—, fuiste alguna vez a Palmira, Andrés?

—¿A Palmira?

Andrés la miró perplejo y Selene se arrepintió de haber hablado. A veces, era mejor no averiguar la verdad.

—¿Y por qué hubiera tenido que ir a Palmira?

Selene volvió a extender el brazo para tocar la frente de Británico.

—Me fui de Antioquía, es cierto —dijo Andrés—. Para ir en tu busca. Pero no a Palmira, sino a Tiro. —Selene se volvió a mirarle—. ¿Por qué hubiera tenido que ir a Palmira? —repitió Andrés.

Selene se levantó y le miró a los ojos.

—Dejé un recado para ti en tu casa. ¿No lo recibiste?

—Sí, en efecto. Pero ¿qué tiene eso que ver con Palmira?

—La nota —dijo Selene—. Te lo explicaba todo en la nota.

—¿Qué nota? —preguntó Andrés, frunciendo el ceño—. La muchacha que recibió el mensaje me dijo que te ibas a Tiro.

—¿A Tiro?

—Para casarte.

—¡Casarme! —exclamó Selene, asombrada—. Y tú… ¿lo creíste?

—¡Ése fue el mensaje que me dejaste!

—No es verdad. Le dije a la chica que te comunicara que me iba a Palmira con mi madre. Quería que me siguieras. Te dejé una nota escrita en un fragmento de tiesto.

—Yo no recibí ninguna nota —dijo Andrés—. Según la muchacha, tú le dijiste que habías decidido casarte con otro.

—¡Andrés! ¡Fue una mentira!

—¿Y por qué iba a mentir?

—A lo mejor, estaba enamorada de ti.

Andrés trató de recordar a la muchacha que le había cuidado en su habitación del barrio del puerto; era una joven de mirada triste, que se movía por la casa como un fantasma. Había muerto aquel mismo verano a causa de una debilidad de la médula provocada por su vida de miseria y privaciones. Recordó que Malaco la amaba.

Andrés se acercó a Selene y la asió por los hombres.

—¡Dices que fue una mentira y, sin embargo, te casaste!

—No me casé.

—Pero tu hija…

—¡Su padre y yo jamás nos casamos! Era alguien a quien conocí hace tiempo, tras mi partida de Antioquía, un hombre que…

Andrés la acalló con un súbito beso mientras ella le rodeaba el cuello con sus brazos.

—Te busqué —murmuró Andrés, hundiendo el rostro en sus cabellos—. Me fui a Tiro y a Cesárea. Sólo viví para volver a encontrarte, Selene. El dolor de tu partida no era nada comparado con el dolor de no tenerte a mi lado. Pensé que, si te encontraba, lucharía con todas mis fuerzas para recuperarte. No sabía dónde estabas.

—Todos aquellos meses tan terribles en el palacio de Lasha —dijo Selene entre sollozos—. Y después, en el desierto, corriendo, escondiéndome, siguiendo el curso del río. Y en Persia, donde tu imagen nunca se borraba de mi mente. Rezaba para que algún día tú volvieras a encontrarme.

—Al final, te he encontrado, y ya nunca te dejaré marchar. Nunca amé a nadie como a ti, Selene. Tú me enseñaste nuevamente a soñar y esperar. Tú me devolviste la dignidad. Y, con tu desaparición, murieron todos mis sueños y mi esperanza. Regresé al mar…

—¡Podemos volver a soñar, Andrés! ¡Los dos juntos! Podemos empezar de nuevo donde lo dejamos, allí en la cueva. Tú escribirás libros y te dedicarás a enseñar, y yo…

Volvieron a besarse y abrazarse para aliviar el dolor de tantos años cruelmente perdidos. Después, Andrés se llevó a Selene a los aposentos que ocupaba en el palacio imperial.