8

Primum non nocere —dijo Andrés en voz baja mientras aplicaba un bálsamo calmante al oído de su paciente—. Eso significa, Selene, que lo primero es no hacer daño. Es la norma fundamental de todos los médicos.

El paciente yacía en el lecho de la sala de tratamiento de Andrés, atontado por la bebida que éste acababa de darle. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y le habían rasurado el cabello para despejar la zona. Bajo la luz del sol estival, que penetraba a raudales a través de la ventana, Selene vio la deformidad del lóbulo de la oreja.

El hombre era un esclavo liberto; le había enseñado el certificado de manumisión a Andrés para demostrar que tenía derecho a que le arreglaran el lóbulo de la oreja.

El lóbulo perforado constituía la marca de la esclavitud. La perforación se hacía habitualmente con un punzón, en el mercado de esclavos, cuando el esclavo era joven, y solía producir una desagradable deformación de la cual pendía el arete del esclavo. Andrés era uno de los pocos médicos capacitados para eliminar semejantes huellas de la antigua esclavitud. Aquella mañana estaba transmitiendo sus conocimientos a Selene.

Ésta tomó el escalpelo y Andrés modificó la posición del instrumento en sus dedos y guió su mano, al tiempo que le decía:

—Corta primero aquí. —Una vez hecha la incisión que separaba el lóbulo, Andrés restañó la sangre por medio de un cauterio caliente—. Ahora recuerda lo que te dije —añadió—, los bordes de la herida deben estar limpios y en carne viva; de lo contrario, no se juntan.

La mano de Selene no tembló, porque Andrés estaba a su lado, listo para ayudarla, y porque la imagen de la llama de la vida le serenaba el espíritu.

Andrés observó la intensidad de su mirada y el frunce de sus labios, y experimentó el mismo estremecimiento que diariamente amenazaba con ablandarle el corazón desde que volviera a encontrarla hacía siete días. Curiosamente, esta vez no se inquietó. Por primera vez en doce años de profesar el cinismo y de erigir a su alrededor murallas de protección contra el amor, Andrés abría los brazos a la ternura que Selene había devuelto a su vida.

¿Cómo era posible que hubiera ocurrido semejante cosa en tan sólo ocho días? ¿Cómo era posible que un hombre se sintiera renacer y descubriera en su interior el propósito de su vida en el breve espacio de una semana?

«Es posible —pensó—, porque a mí me ha ocurrido».

—Enséñame lo que sabes —le había dicho Selene.

Aquella simple palabra —enséñame— fue suficiente para que las puertas se abrieran de par en par.

—Ahora, cauteriza —dijo Andrés, extendiendo el brazo más allá de las manos de Selene para restañar la sangre—. Y sutura.

Era un hilo de seda sujeto al extremo de una espina de pescado.

—Los bordes tienen que estar perfectamente alineados —añadió—. De lo contrario, no se juntarían. Nuestro paciente no quiere que nadie sepa que fue un esclavo y nuestro deber es lograr que se cumpla este deseo.

Selene se emocionó, como siempre al término de una intervención. Al comienzo de la operación solía desconcertarse y no veía en la carne lo que Andrés veía sin ninguna dificultad: una nueva forma perfectamente curada. Durante la operación estaba tan concentrada en su tarea que sólo podía pensar en el corte, en la sangre y en lo que iba a aprender. En cambio, al final, cuando moldeaba la carne —los griegos la llamaban cirugía de plastikós, le explicó Andrés, porque plastikós significaba «molde» en griego—, unía los bordes de la piel y los cosía como si fueran de tela, Selene llegaba finalmente a ver lo que Andrés había visto al principio, y entonces se llenaba de emoción.

No sólo por eso, sino también por el contacto de la mano de Andrés sobre la suya.

Cuando, por primera vez, éste puso en su mano un escalpelo de bronce, a la mañana siguiente al día de su vestidura, Selene tuvo la sensación de haber vuelto a casa y, cuando, más tarde, cortó y reparó la carne herida, se sintió completamente a sus anchas y supo con toda seguridad que había nacido precisamente para eso.

Sabía también, sin lugar a dudas, que en aquella mágica noche de hacía siete días había cruzado algo más que el umbral entre la infancia y la edad adulta. Tenía la sensación de haber vuelto a nacer. Andrés había abierto la puerta para mostrarle un mundo mucho más vasto que cualquiera de los que ella hubiera podido soñar, un nuevo mundo, con horizontes tan lejanos que no podían ser vistos, sólo vislumbrados, un mundo de curaciones mucho más prodigiosas que las que Mera podía realizar y en el que Selene podría aprenderlo todo y conjugarlo con lo que ya sabía: las curaciones por medio de las hierbas de Mera, combinadas con el superior alcance del arte médico de Andrés. Le quedaba todavía mucho por aprender y Selene quería abarcarlo todo.

—Ahora, la herrumbre —dijo Andrés, entregando la lanza a Selene. Mientras ella vendaba cuidadosamente la cabeza del liberto, Andrés añadió—: Le dejaremos dormir y después se podrá ir a casa. Volverá dentro de dos días para que le cambiemos las vendas y entonces, tú le examinarás el oído, por si hubiera infección. Dentro de ocho días, le quitarás los puntos y estará curado.

Andrés se apartó del lecho del paciente y se lavó las manos en una jofaina.

Hacía tiempo que la práctica de la medicina no le producía emoción alguna. Curaba porque sabía hacerlo. Pero no experimentaba el menor entusiasmo. Todos los días eran iguales, y las enfermedades, también. Sin embargo, mientras trataba de hallar el mejor modo de instruir a Selene, sintió el antiguo fuego arder de nuevo en su interior. Se daba cuenta de que era un buen pedagogo y, durante las tardes en que se dedicó a instruir y guiar a Selene, se sintió más vivo de lo que jamás se había sentido en su vida. Se despertaba cada mañana con el ansia de seguir adelante, de ver e instruir a Selene e incluso de instruir a otras personas.

No se dio cuenta de que la estaba mirando hasta que ella levantó los ojos y esbozó una sonrisa.

Algo se había despertado en Andrés hacía siete noches, algo que estaba muerto desde hacía muchos años, pero que ahora había vuelto inesperadamente a la vida. Andrés lo tenía que tratar con sumo cuidado y no precipitarse.

Hubiera deseado estrechar a Selene en sus brazos y hacerle el amor. Él, que le había abierto la puerta de otros mundos, quería ser también la llave de ése. Su ansia se convertía en ocasiones en dolor físico; a veces, sentía la tentación de ceder a su impulso, pero entonces recordaba que la muchacha era joven e inocente y pensaba en el fuerte vínculo que se había establecido entre ambos y que había que alimentar con delicadeza. Parecía que se conocieran de toda la vida.

Al fin y al cabo, ¿qué pretendía Selene? Andrés le llevaba catorce años… aunque eso no hubiera sido un obstáculo para un buen matrimonio, dado que muchas jóvenes se casaban felizmente con hombres maduros. Pero él era viejo en otro sentido, porque había viajado por el mundo y conocía toda clase de situaciones humanas, mientras Selene había estado toda su vida protegida.

¿Qué pensaría de él? Cuando le miraba con tanto afecto, ¿qué clase de amor era el suyo? ¿El de una alumna hacia su maestro, el de una hermana hacia su hermano o —no lo quisieran los dioses— el de una hija hacia su padre? ¿Qué ocurriría si él se atreviera a revelarle sus sentimientos? ¿La asustaría y destrozaría aquella delicada unión?

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por un súbito alboroto en la calle. Corrió a la ventana para ver lo que ocurría.

—¿Qué es? —preguntó Selene, acercándose.

Una muchedumbre acababa de doblar la esquina y ahora avanzaba calle abajo, pasando por delante de la casa de Andrés. Parecía un desfile: sus miembros lucían guirnaldas de flores y coronas de bellotas; unos músicos tocaban flautas y tambores. Otras personas se iban incorporando al alegre cortejo por el camino.

Entonces Andrés vio la efigie de tamaño natural que llevaban los últimos participantes en la marcha, y dijo:

—Es una celebración de cumpleaños, en honor del dios Augusto.

—¿Adónde van?

—Supongo que a Dafnis. Allí suelen celebrarse los festejos en honor de los dioses. Quieren rendir su homenaje a Augusto.

—Pero ¿acaso Augusto no murió? —preguntó Selene, recordando que, en aquel momento, reinaba en Roma otro emperador llamado Tiberio.

—Augusto murió hace dieciséis años.

—Entonces, ¿por qué celebran su cumpleaños?

—Porque es un dios.

Selene contempló el paso de la estatua y pensó que Augusto debía de haber sido un hombre muy guapo, de ser fiel la efigie.

—Pero, si era un hombre, ¿cómo puede ser ahora un dios? —preguntó.

—El pueblo le ha convertido en tal.

—¿Tanto poder tiene?

—Es el populacho el que manda en Roma, Selene. Tiene poder para hacer y deshacer dioses. La familia Julio-Claudia manda sólo porque el populacho se lo permite. También a Julio César le hicieron dios. Y no me sorprendería que Tiberio se convirtiera en un dios en vida.

Selene miró a Andrés con los ojos enormemente abiertos. ¿Cómo debían ser aquellas personas, que eran dioses y habitaban en el Palacio Imperial de la lejana Roma?

—¿Te gustaría participar en los festejos? —le preguntó Andrés.

Selene echó un vistazo a la clepsidra. ¿Qué hora sería? Aquel día había podido salir de casa porque Mera no estaba. Se había ido al templo de Isis para consultar el oráculo. Mera le había prohibido visitar a Andrés. Pero ¿cómo hubiera podido ella obedecerla?