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Al principio, los sacerdotes y los hermanos se sorprendieron de la cotidiana presencia de Selene en la escalinata del templo, después recelaron de sus motivos y, finalmente, se convencieron de sus buenas intenciones y se lo agradecieron de todo corazón.
—Muchos médicos de la ciudad trabajaron aquí —le explicó Herodas a Selene—. Algunos sólo un día al mes, otros más a menudo, ofreciendo sus servicios al dios. Hubo un tiempo en que estábamos orgullosos de nuestro templo, y el dios obraba milagros. Pero después vino toda esta gente y ya ves… —añadió con un gesto de impotencia.
El interior del templo era como el de todos los santuarios de Esculapio: una basílica alargada con una gigantesca estatua del dios de la medicina en un extremo, sentado en un trono y sosteniendo la vara con las serpientes; el resto del espacio estaba vacío para dar cabida a los peregrinos que se tendían en el suelo, confiando en que el dios les sanara de sus dolencias mientras dormían. Era la llamada «incubación», en la que el íncubo o sacerdote, que encarnaba el espíritu del dios, visitaba al suplicante en sueños y le recetaba medicinas, algún régimen o un tratamiento. Los muros del templo estaban llenos de exvotos de personas que se habían curado, consistentes en reproducciones en piedra o barro de las partes del cuerpo sanadas. Selene observó que estaban cubiertos de polvo y que muchos de ellos eran muy antiguos. Sólo algunos parecían recientes, entre ellos la imagen de un rostro de mujer, señal de que el dios le había curado una dolencia de la cabeza. Era comprensible que hubiera tan pocos exvotos recientes: las multitudes de esclavos abandonados no dejaban espacio para los peregrinos habituales. Unos cuantos sacerdotes y hermanos avanzaban por entre los enfermos, distribuyendo comida y bebida, pero estaban todos tan apretujados que apenas podían moverse.
—La gente que no quiere tomarse la molestia de curar a un esclavo enfermo o que desea prescindir de los viejos los arroja aquí como si fueran basura. Y la ley lo permite. Estos pobres desgraciados se quedan aquí tendidos hasta que mueren. Nosotros no podemos hacer nada y ahora los habitantes de la ciudad ya no vienen. Han abandonado al dios.
Herodas era un anciano menudo y frágil, de blanco cabello y trémulas manos. Había sido custodio del templo bajo cuatro emperadores y lamentaba profundamente aquella situación.
—¿Y Claudio no lo remediará? —preguntó Selene mientras ambos atravesaban un patio del templo en el que yacían otros enfermos: hombres, mujeres y niños desnutridos.
—Claudio está ciego por culpa de la bruja de su mujer, Mesalina, y también por su ambición de conquistar Britania. ¡Me dice que dirija oraciones al dios y le ofrezca sacrificios!
—Yo te ayudaré —dijo Selene, tras reflexionar un instante.
Herodas la miró con tristeza. No era la primera sanadora idealista que se presentaba en el templo y manifestaba sus nobles intenciones. De una cosa estaba seguro: aquella joven, con su maravillosa caja de medicinas y su experiencia, se desanimaría en seguida y se iría como todas las demás.