13

—Mira —dijo el viejo romano, complacido de su hazaña—, ¿qué te parece?

Selene contempló la llama que acababa de surgir como por arte de magia en la hoguera del campamento. Pero no dijo nada.

Ignacio estudió la transparente piedra que sostenía en la mano, y se encogió de hombros. Casi todo el mundo se quedaba boquiabierto cuando le veía encender el fuego con ella. Sin embargo, aquella muchacha no era como su público habitual. Ante todo, tenía la responsabilidad de su madre moribunda; y, en segundo lugar, estaba obsesionada con la idea de que alguien la seguía. Desde su salida de Antioquía hacía dos semanas, Ignacio había observado a menudo que la muchacha volvía la mirada hacia atrás como si esperara ver aparecer a alguien. Le daba pena y quería hacerle un regalo.

—Toma esta piedra, hija mía —le dijo amablemente—. Es tuya.

—Gracias —contestó Selene, abriendo la caja de ébano y marfil que siempre llevaba consigo para guardar en ella la piedra.

Después, siguió contemplando el fuego de la hoguera en silencio.

Ignacio se hizo amigo de la joven y de su madre enferma cuando la caravana bajó de las montañas del Líbano. Más adelante, cuando a ambas se les terminaron las menguadas provisiones de pan y queso que llevaban de Antioquía, Ignacio, un jurista romano que pensaba irse a vivir con su hijo y su nuera («más dura que una lechuza hervida», le dijo a Selene), decidió compartir con ellas su comida y su hoguera. Cada atardecer, cuando la caravana acampaba al borde del camino, Ignacio sacaba un poco de carbón de raíz de enebro y lo encendía con la piedra transparente, la cual, colocada de tal forma que recibiera los rayos del sol, producía milagrosamente una llama.

En cuanto el sol empezó a descender hacia el horizonte occidental, se encendieron las hogueras en todo el gigantesco campamento de la caravana de mil camellos. Se encontraban en medio de una región estéril y desolada; al bajar de las verdes montañas, la caravana atravesó varias leguas de estepa, una dura tierra llena de espinosos matorrales, habitada por unos pueblos nómadas llamados beduinos. Palmira se levantaba en el borde oriental de aquel desierto, y, al otro lado del oasis, hacia el este y en la región del sur por la que se bajaba a Arabia, se extendía el impresionante desierto sirio, cuya inmensidad parecía confundirse con la nada. Más allá se encontraba la antigua ciudad de Magna, gobernada por la reina Lasha.

Había otras caravanas en aquel camino, centenares de gentes de lugares desconocidos que habían llegado en barco a través del mar Inferior, subiendo después por el Éufrates para atravesar Magna y cruzar el desierto en dirección al oeste…, caravanas de China que llevaban seda, jade y especias, caravanas del Mediterráneo que transportaban lana teñida de púrpura y cristal de Siria, y caravanas árabes procedentes del sur, de la región de La Meca, donde la diosa Allat estaba representada por un creciente y donde las mujeres iban enteramente cubiertas por una única prenda negra con sólo una abertura para los ojos.

—He comprado un poco de pescado —dijo Ignacio—. Son unas piezas estupendas —añadió, en la esperanza de conseguir que Selene comiera un poco; después, esbozó una sonrisa de disculpa—. Soy demasiado viejo y siento mucho apego por las tradiciones. Hoy es el Día de Venus, el último día de la semana, y en Roma, en honor de la diosa, comemos sólo pescado este día. Es una antigua costumbre y yo me guío siempre por ellas.

Selene no contestó. Su corazón estaba demasiado triste.

Andrés.

¿Dónde estaría? ¿Por qué aún no había dado alcance a la caravana? Llevaba dos semanas, dos largas semanas de anhelos y angustias, de sufrimiento y desesperación, y de vigilancia constante, esperando verle aparecer de un momento a otro. ¿Dónde estaba?

Selene tenía el corazón enfermo, pero de una dolencia que no se podía curar con las medicinas que llevaba en la caja. Su alma sufría una herida mortal, pero no había ningún bálsamo ni ungüento capaz de sanarla. Eso lo podía hacer sólo Andrés con su presencia, su sonrisa y su amor. Selene vio su rostro en las llamas de la hoguera. Pronto acudiría en su busca. Tenía que hacerlo.

Las cosas iban mal. Selene no tenía dinero. Su madre pagó una cuota inicial que les daba derecho a un asno y al agua que necesitaran en todos los oasis del camino, pero, cuando se les terminó la comida, pocos días después, Selene tuvo que comprar algo de comer a los demás viajeros, pagando unos precios inauditos. Algunas veces, pudo conseguir algo a cambio de sus habilidades de sanadora: una joven madre siria empezó a sufrir los dolores del parto y Selene le aconsejó que bebiera constantemente vino para diferir el parto. Para asombro de todo el mundo, bastó la ingestión de una copa de vino cada hora para que cesaran las contracciones. En prueba de gratitud, el marido le ofreció a Selene pan y pescado durante tres días. Pero eso también se les había terminado.

Selene apartó el rostro de la hoguera y contempló a su madre dormida. Mera estaba cada vez peor.

Aquella tarde, cuando la caravana se detuvo para pasar la noche, Selene recogió unas plantas del desierto llamadas «cosas rodantes», sobre las cuales extendió su manto para formar una pequeña tienda en la que Mera pudiera resguardarse del sol del desierto. Ahora su madre dormía acurrucada, respirando afanosamente. Llevaba dos días sin comer.

Selene sintió que se le encogía el estómago de miedo y pensó: ¡«La voy a perder! ¡Mi madre morirá aquí, en este terrible desierto! ¡Andrés, Andrés! ¿También a ti te he perdido?».

La muchacha volvió la vista hacia atrás. La noche ya había caído sobre el desierto. Forzó la vista, en la esperanza de ver aparecer a un jinete solitario galopando a toda velocidad. ¿Dónde estaba Andrés? ¿Por qué no venía?

Selene sintió el peso de una mano en su brazo y, al volver el rostro, vio al anciano Ignacio. El viejo romano creía conocer la causa de su zozobra. Él también había observado la gravedad de la madre de la joven.

Ignacio era un hombre generoso y considerado; acogió a Selene y a Mera en su pequeño grupo de viaje formado por ocho camellos y doce esclavos, y se erigió en su protector. Había recorrido medio mundo y sabía que las mujeres que viajaban solas eran criaturas muy vulnerables.

—Tengo miedo, Ignacio —dijo Selene al final—. La luna está en cuarto menguante, la fase en que suelen morir los enfermos y los ancianos. Temo que mi madre no pueda llegar a Palmira. Creo que mañana no estará en condiciones de viajar. Tendremos que detenernos a descansar.

Ignacio asintió solemnemente. Él también pensaba lo mismo.

—Bueno, pues —dijo, apartando a un lado el vino y el pescado—. Creo que ha llegado el momento de hablar con el jefe de la caravana. Me encargaré de que os deje un camello, una escolta y agua suficiente.

—¿Tú crees que accederá a hacerlo?

—Le conozco muy bien —contestó Ignacio, esbozando una sonrisa.

Mientras Ignacio avanzaba por entre las tiendas y las hogueras, Selene le miró con inquietud. Había visto algunas veces al jefe de la caravana y no le parecía un hombre demasiado amable.

Ignacio regresó al poco rato. Se sentó en su escabel y tomó de nuevo su copa de madera, ya que durante los viajes, la gente solía ocultar la propia riqueza y sólo utilizaba objetos de escaso valor.

—Maldigo estos tiempos y los hombres que los hicieron —masculló, derramando primero un poco de vino en honor de los dioses del desierto y apurando después el resto.

—Ignacio, ¿qué ha…?

—Le he pedido simplemente un vale para que podáis usar el agua que os haga falta al llegar al oasis. Al fin y al cabo, lo habéis pagado. El contrato que hicisteis con la caravana se concertó en nombre de la diosa Bona Fides y, por consiguiente, es inviolable.

—¿No quiere cumplirlo?

—Me temo que la situación sea desesperada, muchacha. Este hombre es un malvado.

—¡Oh! —exclamó Selene, retorciéndose nerviosamente las manos—. ¿Qué voy a hacer? ¡Mi madre no se puede mover! ¡Tiene que descansar antes de proseguir el viaje!

—Bueno, bueno —dijo Ignacio, dándole una palmada en el brazo para tranquilizarla—. La cosa no es tan grave como parece. Estáis a sólo dos días de la ciudad. El camino es muy transitado; nunca estaréis solas.

—¡Yo tengo miedo!

—No hay por qué. Estos caminos son los más seguros del mundo. ¡Los bandidos no quieren tener que vérselas con los arqueros a caballo del desierto de Palmira! —dijo Ignacio, contemplando el pálido rostro de Selene, iluminado por el resplandor de la hoguera—. No te preocupes, muchacha —añadió en voz baja, apoyando su mano sobre la de la joven—. Me quedaré con vosotras. Cuidaré de ti y de tu madre.