61
—Lamento no poder ayudarte —dijo Selene tras examinar a la joven—. Ignoro la causa de tu esterilidad y por eso no puedo recomendarte un tratamiento.
La paciente tenía veinticinco años, pertenecía a la aristocracia y llevaba nueve años casada, sin jamás haber tenido un hijo. Era una de las muchas mujeres que acudían a Selene en busca de algún remedio que las ayudara a concebir.
Cuando se fue la mujer, Selene se acercó a la pequeña ventana para aspirar al refrescante aire de abril. Durante todo el invierno, las salas habían permanecido cerradas para evitar el frío y, siguiendo la antigua costumbre romana, se había quemado constantemente pan en todas las estancias para disimular el mal olor del aire viciado. Pero, finalmente, vino la primavera, la isla se llenó de flores y el río envió sus purificantes brisas a la enfermería.
Selene se cubrió el vientre con las manos, asombrándose del milagro que se encerraba en sus entrañas.
Los acontecimientos de la noche de los festejos del río, hacía cinco años y medio, le habían permitido entrar en los círculos más exclusivos de Roma y, aunque las dolencias de la aristocracia local en nada se diferenciaban de las de los ricos de cualquier otro lugar, Selene descubrió una curiosa excepción: las clases altas de Roma estaban aquejadas de una misteriosa esterilidad.
Cuando empezó a alternar con la nobleza romana, Selene observó que eran muchos los matrimonios que no tenían hijos y pensó que sería porque no querían. Pero, inesperadamente, las mujeres comenzaron a visitarla, pidiéndole que las ayudara a concebir.
Selene se lo comentó a Andrés, el cual no supo darle ninguna explicación. Lo más curioso era que la esterilidad no afectaba a las clases bajas. Los pobres seguían teniendo hijos y abandonaban a los que no querían en las escalinatas del templo. Sólo los refinados moradores de las mansiones de las colinas parecían aquejados de aquella extraña incapacidad para reproducirse.
Al principio, Selene se limitó a considerarlo un fenómeno curioso hasta que, finalmente, la cuestión se convirtió también para ella en un problema personal. Tras la boda, celebrada hacía cinco años y medio, ella y Andrés habían tratado, infructuosamente, de tener hijos durante cinco años. Selene temió que la infección que aquejaba a las acaudaladas mujeres de Roma hubiera penetrado también en su cuerpo. Porque tenía una prueba fehaciente de su fertilidad: Ulrika.
Finalmente, en enero, Selene advirtió en su cuerpo las señales inequívocas del embarazo.
Aquel hijo era más para Andrés que para sí misma. Selene sabía lo mucho que Andrés deseaba tener un hijo. Aunque nunca decía nada, ella lo leía en los ojos cada vez que hacían el amor y la decepción cada mes, cuando ella denegaba con la cabeza. Andrés había cumplido los cincuenta y cuatro años y aún no tenía heredero. Selene sabía lo importante que eso era para él: podría legar a su hijo la villa de la colina, las riquezas que él y Selene habían acumulado, y la impresionante enciclopedia de medicina que estaba escribiendo y que ya casi estaba a punto de terminar. Una parte sería para Ulrika, claro, pero, si Andrés tuviera un hijo…
«Con el nacimiento de este hijo —pensó Selene, mientras sus ojos se posaban en la Domus a medio construir, alzándose por encima de los tejados de Roma—, mi vínculo con Andrés será completo. Entonces seremos una auténtica familia».
La otra rama de su familia, la que vivía en el palacio imperial, no le importaba demasiado. En cuanto a la familia perdida hacía tanto tiempo, su madre y su hermano gemelo, Selene ya se había resignado a no encontrarla. «Jamás se aportó ninguna prueba de Palmira», había dicho Claudio aquella noche de los festejos del río. Lo cual significaba que la joven madre y su hijo recién nacido no habían sobrevivido al viaje a Roma.
Selene trató de leer la hora en el reloj de sol del jardín. Ya tenía que irse a casa de Paulina; los invitados estarían al llegar. Sin embargo, no podía apartar la vista del blanco esqueleto de la Domus Julia, elevándose hacia el cielo de abril.
Se le ensanchaba el alma al contemplar el lento desarrollo de aquella soberbia estructura que marcaría el final de su búsqueda.
La Domus se estaba construyendo de acuerdo con sus indicaciones, y sería no sólo un refugio para los enfermos, sino también una escuela de medicina, cuyas enseñanzas se extenderían a todas partes. Los hombres que trabajaban en ella ahora, los colaboradores, los alumnos y los pacientes que ocuparían las camas, nunca sabrían que la Domus Julia era una combinación de la chikisaka persa, el valetudinarium romano, la infirmaria esenia y la escuela de medicina de Alejandría. En la Domus habría salas especiales, capillas para todos los dioses y una sala de operaciones con una cúpula abierta al sol. Andrés había diseñado las aulas de clase, una pequeña sala de anatomía y una residencia para los alumnos. Se estaban instalando cañerías para el agua corriente y conducciones para eliminar los desperdicios. La Domus se estaba construyendo con mucho sentido práctico, pero sin descuidar la belleza, porque Selene creía que la serenidad del alma contribuía a la salud del cuerpo. Una vez terminada, la blanca rotonda que dominaba el edificio, la mayor de cuantas jamás se hubieran construido, brillaría bajo el sol y sería visible desde muchas leguas a la redonda. La Domus Julia sería única en el mundo y Selene estaba segura de que perduraría eternamente.
Al final, Selene comprendió de qué forma su identidad se combinaba con el arte de la curación. Para demostrarlo, allí estaba la Domus Julia, la «Casa Julia». Sólo una nieta de Julio César hubiera sido capaz de dar vida a semejante sueño. Aquello era lo que había visto en su delirio a orillas del Éufrates: unos blancos muros de alabastro fulgurando bajo el sol. Era también el cumplimiento del sueño de ambos en la cueva de Dafnis, de trabajar juntos en favor de una causa común.
Cuando estaba a punto de retirarse de la ventana, Selene vio a Píndaro corriendo por el camino. Su rostro denotaba preocupación.
Píndaro era un personaje tan popular —vivía allí y cuidaba los jardines—, que la gente ya ni siquiera se fijaba en él. Por su parte, Selene también se había acostumbrado a su constante presencia.
Nadie sabía exactamente cuándo había aparecido en la isla. Un día se presentó de repente y empezó a limpiar un camino del jardín. Hacía tantas cosas —rascar algas de las fuentes, cortar setos— que, al final, Selene preguntó quién era. Y resultó que nadie lo sabía.
Píndaro aparentaba unos treinta y tantos años, pero tenía rasgos de niño. Llevaba la túnica al sesgo y con el dobladillo perennemente torcido, y la tela arrugada alrededor del cinto. Las correas de sus sandalias estaban siempre mal atadas y un mechón de cabello le caía sin remedio sobre la cara. El rostro también era extraño: aunque era un hombre adulto, no tenía la menor arruga y su sonrisa era un tanto infantil.
Parecía totalmente inofensivo, nunca hablaba ni preguntaba nada y se limitaba a cumplir con sus obligaciones. Un día, vino un hombre a buscarle. Se llamaba Rufo, y era su padre.
—No pretende hacer ningún daño —le explicó Rufo a Selene, tratando de llevárselo a la fuerza—. El chico es así. Cuando se le mete algo en la cabeza, no hay forma de convencerle. No sé qué le pasa. Le he venido a buscar a esta isla cientos de veces y siempre vuelve.
Rufo debía de tener unos sesenta años, era alto y moreno, y tenía la cara llena de cicatrices de batallas. Olía a cebolla y vestía una túnica tejida en casa. Selene se dio cuenta de que eran pobres, el uno sin instrucción y el otro un retrasado.
—Puede quedarse —dijo Selene—. En realidad, nos es muy útil.
—Dormirá aquí mismo, si tú se lo permites —dijo Rufo, lanzando un suspiro de alivio—. Verás, yo soy batanero y me paso todo el día trabajando. Píndaro necesita que le cuiden. La gente le trata muy mal, aprovechando que es tonto.
—Aquí nadie le hará daño, ya me encargaré yo de que eso no ocurra.
Y así fue cómo el hombre-niño se quedó en la isla. Siempre acompañaba a Selene a todas partes con una sonrisa en los labios. Ahora, mientras Píndaro corría por el camino, Selene observó que el perro le acompañaba.
La salvación de aquel perro era una muestra de la bondad de Píndaro.
Había en la isla varios perros que la limpiaban de ratas y conejos, y se alimentaban de desperdicios. Sin embargo, uno de ellos, un animal de cabeza cuadrada y con todo el aspecto de un oso viejo, estaba tremendamente flaco, le sobresalían las costillas a través del pelaje y todo el mundo creía que estaba enfermo y se iba a morir.
Y, en efecto, se iba a morir, pero no porque estuviera enfermo.
Fue Píndaro quien le abrió la boca y descubrió que tenía los dientes rotos y gastados y no podía masticar lo que le echaban. A pesar de la abundancia de comida, el pobre animal se estaba muriendo de hambre. Píndaro tomó un poco de pan y unos restos de pringue, hizo una pasta y la fue introduciendo poco a poco en la boca del viejo perro. Era un largo y paciente proceso que todavía duraba, seis meses después de la recuperación del perro; pero el animal estaba sano y ahora brincaba por el camino, siguiendo a su amo. Eran tal para cual, Píndaro y el perro. Todo el mundo le llamaba Fido, es decir, «fiel», el tradicional nombre de los perros en Roma.
Al ver a Selene en la ventana, Píndaro la instó por señas de que saliera a toda prisa. Puesto que el muchacho raras veces se alteraba, Selene comprendió que debía de haber ocurrido algo grave. Mientras se cubría los hombros con el manto, adivinó de qué se trataba.
Llegó a la obra y vio que los trabajos se habían interrumpido. Los hombres habían abandonado el interior de la estructura sin techo y permanecían en silencio, moviendo nerviosamente los pies.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Selene a Galo, el capataz, un hombre de anchas espaldas y músculos de gladiador, que en presencia de Selene apenas se atrevía a hablar.
—Ha vuelto a ocurrir.
Selene apretó los labios. ¡Era la cuarta vez en tres semanas! ¿Quién pretendía entorpecer las obras con aquellos actos?
—¿Dónde está? —preguntó.
—Dentro —contestó el capataz, señalando la Domus—. Los hombres no quieren entrar. Algunos ya han abandonado la isla. Dicen que la obra está maldita.
Selene le dirigió una mirada de reproche. Ya le había advertido a Galo de la inconveniencia de fomentar semejantes comentarios entre los hombres.
Levantándose el ruedo de la túnica, Selene, pisando los escombros y las herramientas, entró en el edificio. Una capa de fino polvo del mármol de Carrara que los canteros estaban empezando a aplicar a las paredes cubría los andamios, el equipo de los agrimensores e incluso la mesa del arquitecto. Selene se encaminó hacia el centro del edificio, donde se colocaría una estatua de Venus, justo debajo de la rotonda. El pavimento sería también de mármol, aunque en aquel momento era de hormigón y estaba cubierto de escombros.
Selene se detuvo en seco, se cubrió la mano con la boca y apartó rápidamente la mirada, tratando de vencer el mareo antes de regresar a la entrada de la Domus.
—¿De dónde ha salido? —le preguntó al capataz.
—Uno de los obreros lo encontró enterrado en un muro. Dijo que la argamasa estaba todavía fresca. Lo habrán hecho durante la noche.
Selene cerró los ojos, tratando de apartar de su mente el horrible espectáculo.
—¿Dónde estaban los vigilantes?
—Insisten en que no dormían. Y todos los faroles estaban encendidos. Hemos triplicado la vigilancia desde entonces…
Desde la semana anterior, en que se había descubierto una cabra negra colgada de una columna.
Selene no podía creerlo. Aquellos actos tenían que ser obra de alguien de dentro…, un obrero o uno de los muchos delineantes y agrimensores. Había trescientos hombres trabajando en la Domus; podía ser cualquiera de ellos.
—Sácalo de aquí y quémalo —dijo Selene.
El capataz no se movió.
—He dicho que lo saques.
—Perdóname —dijo Galo—, pero eso es obra del demonio. ¿Qué me ocurrirá si lo toco?
—Pero, Galo, si no es más que… —Selene no se atrevió a pronunciar la palabra. Procurando no perder los estribos, añadió—: Alguien está intentando entorpecer las obras de la Domus, ¿acaso no lo ves? Alguien quiere asustarnos. Pero no debemos permitir que eso ocurra. Esto de aquí, Galo, no es más que una cosa.
—Es magia negra.
Los hombres se agitaron, inquietos.
—Yo no tengo miedo —dijo Selene, entrando de nuevo en el edificio.
Píndaro apoyó una mano en su hombro y la miró preocupado. Iba a adelantarse, pero Selene le dijo:
—No, Píndaro. Lo haré yo misma. Quiero demostrarles que no tengo miedo.
Buscó dos palos y consiguió encajar la cosa entre ambos. Cuando salió, sosteniéndolo lejos de su cuerpo, los hombres retrocedieron e hicieron la señal contra el mal de ojo. Selene bajó corriendo a la orilla y arrojó los palos y la carga al río.
Cuando regresó junto a los hombres, trató de ocultar el temblor de sus manos, escondiéndolas bajo el manto.
—Ya está —dijo—. No hay que tener miedo.
—Eso es obra de brujería —comentó Galo—. Alguien ha arrojado una maldición sobre este proyecto, y caerá encima de nosotros.
—Volved todos al trabajo.
Los hombres se miraron unos a otros.
—He dicho que volváis al trabajo.
Selene vio que todos aguardaban una señal de Galo y que éste temía dar el paso. Entonces, subió los peldaños cubiertos de escombros de la Domus y tomó un enorme martillo. Levantándolo por encima de su cabeza, gritó:
—¡En tal caso, yo misma lo haré! ¡No permitiré que el divino Julio sea insultado de esta forma!
Varios hombres se adelantaron y le quitaron la pesada herramienta de las manos, recordándole su delicado estado y asegurándole que deseaban honrar al divino Julio y a su nieta. Después, como niños reprendidos, reanudaron a regañadientes su trabajo.
—Al final, tendré que llamar a los sacerdotes para que hagan un exorcismo. Será la única manera de que los hombres sigan trabajando en la Domus.
—Pero ¿quién puede hacer estas cosas? —preguntó Ulrika, paseando por el jardín tomada del brazo de su madre.
Selene sacudió la cabeza. Miró hacia el comedor brillantemente iluminado de Paulina, donde los invitados conversaban entre sí, pero no los vio. Estaba viendo, en su lugar, el obsceno objeto que aquella tarde había arrojado al río y preguntándose qué otras barbaridades descubriría al día siguiente.
Cuando se acercó a tres hombres de aire marcial que estaban discutiendo en el jardín un tema de estrategia, éstos interrumpieron su conversación para presentarse. Uno de ellos se llamaba Vatinio y Selene le miró asombrada.
Le estudió un instante y vio que era extraordinariamente apuesto.
—¿Vatinio dices? ¿No he oído hablar de ti en alguna parte?
El tribuno rió, mostrando la blancura de sus dientes en contraste con su bronceada tez.
—¡Como no hayas oído hablar de él, le darás el día! ¡Cayo se moriría de pena si una sola mujer de Roma no supiera quién es!
Selene siguió estudiando a Cayo Vatinio. Tenía los ojos profundos y una nariz larga y recta. Poseía una severa apostura y unos modales arrogantes, y en sus labios aleteaba la sombra de una sonrisa.
—¿No eres tú, por casualidad, el Cayo Vatinio que luchó hace años en el Rin? —preguntó Selene, casi involuntariamente.
—Eso significa que has oído hablar de mí —contestó el hombre.
Selene cerró los ojos y gritó: «Wulf, ¿qué ha pasado? ¿Nunca conseguiste regresar a Germania? ¡Oh, Wulf! Ya veo que no pudiste cumplir tu venganza…».
Cayo Vatinio miró a Ulrika de arriba abajo; en aquel momento, un esclavo anunció la cena y los tres hombres se dirigieron hacia la casa.
—Madre —dijo Ulrika al ver la intensa palidez de Selene—. ¿Te encuentras mal?
—No, tranquilízate.
—Piensas en la Domus.
—No —contestó Selene en un susurro.
—¿Te han molestado? —preguntó Ulrika, mirando a los tres hombres—. ¿Ha sido ese Cayo Vatinio?
—No me han molestado, Ulrika, estoy bien —contestó Selene, tratando de sonreír—. ¿Entramos?
—¿Quién es este Cayo Vatinio?
—El que estaba al mando de las legiones del Rin —contestó Selene, evitando los ojos de su hija—. Hace años, antes de que tú nacieras.
Había cuatro mesas, cada una con triclinios en tres costados. La colocación de los invitados seguía un estricto protocolo, con los de más rango reclinados a la izquierda de cada triclinio. El cuarto lado estaba abierto para que entraran y salieran los esclavos con las comidas y las bebidas.
Cuando ya se encontraban en el comedor, Andrés se acercó a su hijastra por detrás, le rodeó la cintura con su brazo y le dijo en voz baja:
—Veo que Paulina ha invitado a Odio y Odia esta noche.
Ulrika se echó a reír. Eran los apodos que ambos les habían puesto a Máximo y Juno, por quienes no sentían la menor simpatía.
Ulrika le apretó el brazo y le dirigió una mirada de complicidad… Amaba mucho a su padrastro. Al principio, le había considerado un intruso, pero después, durante la ceremonia de la boda en Ostia, cuando Andrés deslizó el aro de hierro en el tercer dedo de la mano izquierda de Selene, cuya cabeza aparecía cubierta por un velo color fuego, Ulrika se emocionó tanto al ver la amorosa mirada de sus ojos que, a partir de aquel momento, le cobró un profundo afecto.
Andrés era un hombre bueno, amable y atento. Y, además, un brillante erudito. Su enciclopedia ya iba por el cuadragésimo volumen y prometía ser la obra de medicina más completa que jamás se hubiera escrito. Ulrika le ayudaba a menudo mientras trabajaba en el jardín de su villa de las colinas, escribiendo al dictado, leyéndole el texto o haciéndole sugerencias; y Andrés siempre la escuchaba y respetaba sus consejos.
—Pero ¿quiénes son esos tres? —le preguntó ahora, señalándole con la cabeza los tres personajes vestidos con togas escarlata y oro que se paseaban por la estancia como si fueran los amos.
—Unos soldados —contestó Ulrika, sentándose en el tercer triclinio.
El lugar de honor de aquella mesa lo ocupaba Cayo Vatinio. Selene, actuando como anfitriona, se reclinó en el triclinio a su izquierda y Ulrika se sentó frente a su madre. A la mesa se sentaban también Máximo y Juno, el centurión y una anciana viuda llamada Aurelia.
Un faisán adornado con sus propias plumas dominaba la mesa, rodeado por toda una serie de bandejas, de las que los invitados se servían utilizando los dedos. La conversación de treinta y seis personas llenó la estancia, ahogando casi por completo la actuación de un músico que tocaba la flauta en un rincón, mientras un ejército de cuarenta esclavos iba y venía por la sala en discreto silencio.
Ulrika no podía apartar los ojos de Cayo Vatinio.
—Os digo que es un fastidio —dijo Cayo Vatinio, dirigiéndose a sus compañeros de mesa—. Firmamos tratados de paz con los bárbaros durante el gobierno de Tiberio y ahora ellos los están rompiendo. Calígula quería cruzar el Rin y conquistar a los germanos «libres». ¡Si lo hubiera hecho, ahora yo no tendría que molestarme en volver allí!
Al ver que Ulrika le miraba, Cayo Vatinio enmudeció y la miró a su vez. Se sentía atraído por la insólita belleza de su cabello leonado y sus ojos azules. Un vistazo a su mano izquierda le dijo que no estaba casada, lo cual le parecía insólito porque ya se le había pasado la edad.
—Te estoy aburriendo con mis comentarios bélicos —le dijo.
—De ninguna manera —contestó Ulrika—. Siempre me han interesado los asuntos de Renania.
—En tal caso, puede que te interese ver mi biblioteca sobre el tema —dijo Cayo, posando la mirada en su busto.
—Pero ¿por qué no se civilizan de una vez? —terció Aurelia—. Fijaos en todo lo que hemos hecho en el resto del mundo. Nuestros acueductos y nuestras vías.
Ulrika miró a su madre y la vio muy pálida. No había probado bocado ni bebido un solo sorbo de vino.
—Llevan mucho tiempo tranquilos, pero ahora, al parecer, están siendo incitados por un caudillo rebelde —señaló Cayo.
—¿Quién es? —preguntó Máximo.
—No sabemos quién es ni cómo se llama. Ni siquiera le hemos visto. Surgió como por ensalmo y ahora encabeza las rebeliones de las tribus germánicas. Atacan cuando menos lo esperamos y después se ocultan de nuevo en el bosque. Los destacamentos que se envían en busca de su campamento no regresan jamás. La situación se agrava día a día y por eso Pomponio Secundo, el gobernador de Germania, me ha llamado para que asuma el mando de las legiones.
—¿Y qué te hace estar tan seguro de que esta vez alcanzarás el triunfo? —preguntó Ulrika.
—Un plan especial que he forjado. No fue ninguna casualidad que el emperador me eligiera para acaudillar las legiones del Rin. Soy un extraordinario estratega. Y esta campaña exige una estrategia superior.
Ulrika se lo quedó mirando. ¡Aquel arrogante fanfarrón planeaba regresar al pueblo de su padre y sojuzgarlo de una vez por todas!
—Yo he leído que los bárbaros son muy hábiles, Vatinio —le dijo, esbozando una sonrisa—. ¿Cómo puedes estar tan seguro de la victoria?
—Tengo un plan que no puede fallar porque se basa en el factor sorpresa —contestó Vatinio, dirigiéndole una mirada decididamente insinuante.
Ulrika trató de aparentar indiferencia, como si sólo le interesara el aspecto teórico de la cuestión.
—Yo creo que, a estas horas, los bárbaros ya se saben de memoria todas las estrategias que utilizan las legiones —dijo, tomando con indolencia una aceituna—, incluso las que se basan en el factor sorpresa.
—Este plan será distinto.
—¿De veras?
—Tú no lo entenderías —dijo Vatinio, sacudiendo la cabeza—. Estas cosas, mejor dejárselas a los hombres.
Pero Ulrika siguió coqueteando con él.
—He leído todas las crónicas de mi abuelo sobre sus conquistas —dijo, recordándole sutilmente a Vatinio al gran Julio César, de quien ella descendía—. Las conversaciones sobre temas militares jamás me aburren.
—Pues a mí, sí —dijo Aurelia, antes de dirigirse a Selene—. Julia Selena, querida amiga. ¿Qué tal van las obras de tu nuevo edificio?
Selene parpadeó; estaba pensando en otra cosa.
—¿Decías?
—Tu nuevo edificio. La Domus. ¿Marcha bien? Debo confesarte que no acierto a imaginar cómo será. Parece una cosa enorme. ¿Por qué llenarlo de enfermos? Por otra parte, yo creo que a los enfermos les atienden mejor en sus casas sus propias familias.
—Muchos no tienen casa ni familia. Tú misma, Aurelia. Eres viuda y vives sola, ¿verdad?
—Pero tengo un médico entre mis esclavos.
Selene sabía que muchos de los llamados esclavos médicos no estaban bien preparados y apenas sabían colocar una venda. Sin embargo, Aurelia no lo entendía, como no entendía el pueblo de Roma qué pretendían hacer Selene y Andrés en la isla. Porque en todo el mundo no había nada semejante a la Domus. Sin embargo, una vez el establecimiento abriera sus puertas y se iniciaran los tratamientos y las enseñanzas, Selene estaba segura de que la gente lo comprendería perfectamente.
—Vatinio —dijo Ulrika—, ¿pretendes utilizar máquinas de guerra en tu campaña contra los bárbaros?
Él la miró un instante en silencio; después, halagado por su persistente interés y sorprendido por su perspicacia, contestó:
—Eso es precisamente lo que los bárbaros esperarán de nosotros. Pero a mí se me ha ocurrido un plan de ataque distinto. Esta vez, combatiré el fuego con el fuego.
Ulrika arqueó las cejas.
—Mira —añadió Cayo Vatinio—, para someter a los bárbaros de una vez por todas, será necesario pillarlos totalmente desprevenidos. Lo que ellos esperarán son las máquinas de guerra, y eso es exactamente lo que yo les enviaré.
—¿Una estratagema?
Vatinio asintió con la cabeza.
—El emperador me ha concedido absoluta libertad en esta campaña. Puedo llevar tantos legionarios como desee y tantas máquinas de asedio como necesite. Y eso es lo que los bárbaros verán. Catapultas y torres móviles, soldados de a pie y de a caballo. Todo muy bien organizado y muy romano. Lo que no verán —añadió Vatinio, haciendo una pausa para tomar un sorbo de vino— serán las unidades especiales, adiestradas y encabezadas por bárbaros y desplegadas a su espalda por todo el bosque.
Ulrika miró fijamente a Cayo Vatinio. Combatir el fuego con el fuego, había dicho. Iba a utilizar contra ellos su propia modalidad de guerra. Les engañaría, simulando combatir con máquinas de guerra y soldados a caballo, y les atacaría por detrás.
Bajó la mirada y se contempló las manos, sintiendo los latidos de su corazón en las yemas de los dedos. «Habrá una matanza», pensó.