27

El rey Zabbai murió inesperadamente mientras dormía.

El palacio se sumió en el caos. La profetisa de Allat ayunó para establecer comunicación con la diosa, mientras los sacerdotes ofrecían sacrificios y el pueblo rezaba.

Al final, habló la diosa. En todo el Oriente, solía practicarse un sacrificio ritual, que se remontaba a los lejanos tiempos matriarcales: una reina, privada repentinamente de su consorte y sin nadie que pudiera sustituirle de inmediato, podía elegir entre las mejores familias un joven de buena figura, conocido por su fuerza y valentía, para que fuera su esposo durante una noche y, a la mañana siguiente, su sangre enriqueciera y fertilizara la tierra.

Se encontró un candidato y empezaron los preparativos.

Durante tres días, los sacerdotes y las sacerdotisas de Allat invocaron el misterio de la Luna, suplicando a la misericordiosa protectora de los muertos y de los hijos no nacidos que bendijera la unión de Lasha con su marido-víctima al tiempo que le ofrecían frutos y miel en sacrificio para que la Copa del Fluido de la Vida, que brillaba desde su estrellado reino del firmamento, bendijera a la reina Lasha de Magna, la ciudad consagrada a la Luna. Todos los residentes del palacio, tanto nobles como esclavos, participaron en el ritual, luciendo los amuletos lunares que se distribuyeron entre ellos, rezando oraciones a la Luna y respetando religiosamente los antiguos tabúes, entre los que se contaba el khaibut, de acuerdo con el cual se debía evitar que la propia sombra cayera sobre algún objeto sagrado. Las fiestas se extendieron más allá de los muros del palacio: los buhoneros vendían efigies de la diosa lunar; las recién casadas compraban vasijas de rocío lunar «garantizado» para verterlo en el agua del baño y aumentar su fertilidad; y las embarazadas a punto de dar a luz bebían infusiones de hierbas para adelantar el parto, de tal forma que sus hijos nacieran bajo la propicia influencia de la luna llena.

Todos los templos de Allat, desde los pequeños santuarios de la ciudad a la impresionante Casa de Allat que se levantaba con sus gigantescas columnas a la vera del palacio, estaban llenos, día y noche, de gente que acudía a rezar; el aire llevaba los cantos cadenciosos y el humo de los incesantes sacrificios. Y, en el interior del palacio, en unos aposentos destinados únicamente a sacrificios rituales, la reina se sometía a una prodigiosa transformación, mediante la cual se convertiría en la encarnación de la diosa en la tierra.

En otro lugar del edificio se realizaban otros preparativos. Selene examinó por última vez el contenido de su caja de medicinas.

Llevaba varias noches sin dormir y varios días sin apenas comer. Desde aquella terrible hora en la cámara del sótano, permanecía prisionera en su propia habitación, encerrada bajo llave, vigilada día y noche y controlada en todos sus movimientos. Sin embargo, un destello de esperanza brillaba en aquella oscura pesadilla: sólo una persona tendría que permanecer en la cámara sacrificial con Lasha y su príncipe consorte; y ésa era la encargada de sacrificar al hombre en cuanto éste hubiera consumado el «matrimonio» con la reina. Y Lasha había decidido que dicha persona fuera Selene.

Selene cerró la caja de medicinas y salió a su jardín. Era una húmeda y calurosa noche en la que se aspiraba el intenso perfume de los frutos maduros, bajo la luz sobrenatural de la luna llena, que arrojaba negras sombras a las blancas paredes encaladas y confería a todas las cosas un aspecto misterioso, totalmente distinto del diurno. Aquella noche, el jardín poseía una atmósfera mágica y espectral.

Acariciando con los dedos el dorado Ojo de Horus, Selene dijo en silencio: «Juro por nuestro amor, Andrés, y por el espíritu de mi padre, a quien jamás conocí, y de los antepasados con los que algún día me reuniré, que esta noche conseguiré escapar. Es mi última esperanza».

Selene había forjado un plan.

Dos días antes, los sacerdotes la habían escoltado a la cámara nupcial, situada bajo el templo de Allat, en la que tendría lugar el rito. Era una antigua estancia construida hacía cientos de años y que no se utilizaba desde tiempos inmemoriales, pero que ahora se volvería a abrir y se purificaría para colocar seguidamente en ella el sagrado tálamo. A Selene la sacaron de su habitación con los ojos vendados y la acompañaron a través de todo el palacio hasta un espacio abierto desde el cual siguieron caminando por unos mohosos pasillos, bajaron unos peldaños y llegaron finalmente a la cámara sagrada, donde Kazlah le dio las correspondientes instrucciones.

—Te quedarás ahí, Fortuna —le dijo el primer médico de la corte, indicándole el lugar—. Cuando el «marido» sea conducido hasta aquí, le purificarás con los símbolos de la diosa. Después, la reina danzará con él, tras lo cual tú ayudarás a Lasha a acostarse y la prepararás. Cuando ella te indique el término del acto, tú matarás al falso rey con este puñal.

Kazlah entregó a Selene un largo puñal de oro, que ella guardaba ahora en su caja de medicinas, convertido en instrumento de muerte entre los instrumentos de vida.

Al volver a palacio, todavía con los ojos vendados, a Selene se le ocurrió una idea.

Sabía que le habían hecho dar un rodeo para que no pudiera recordar el camino, subiendo y bajando por los mismos pasillos hasta llegar a la puerta secreta que daba a un espacio abierto, probablemente un pasadizo entre el palacio y el templo. Todas las veces que había asistido a alguna ceremonia en el templo, Selene había observado muchas puertas que, sin duda, se abrían a distintos pasillos y laberintos. En caso de que se equivocara de puerta, se perdería en el laberinto de debajo del templo y se pasaría días vagando en la oscuridad sin encontrar la salida. Sin embargo, si hubiera algún medio de marcar la puerta…

Esta vez era imprescindible fugarse. No podía quitarse de la cabeza la escena de la muerte de Darío. Aún no se había repuesto de la impresión sufrida al día siguiente cuando le dijeron que Samia se había ahorcado en el árbol del jardín del harén.

Llamaron a la puerta. Aparecieron los sacerdotes envueltos en sus blancas vestiduras y le vendaron los ojos. Selene ya conocía el camino por el interior del palacio, pero éste no le interesaba, porque no tenía la menor intención de regresar. En cambio, tomó nota mentalmente de que el pasadizo no tenía techumbre, porque le pareció percibir la brisa del río. Contó sus pasos: exactamente cien; y después la hicieron franquear una puerta.

Cuando cerraron la puerta a su espalda, Selene tropezó y se le cayó la caja de medicinas al suelo. Se escucharon unos murmullos de alarma entre los miembros de su escolta —¿y si fuera un mal presagio?—, pero, antes de que éstos pudieran adoptar una decisión, Selene se agachó, tratando frenéticamente de recogerlo todo.

Cuando los sacerdotes se inclinaron para ayudarla, creó más confusión, esparciendo las cosas en todas direcciones; los frasquitos rodaron por el pavimento y las cuentas de un collar roto se diseminaron a su alrededor junto con otros muchos objetos que ella insistió en recoger.

Mientras los sacerdotes buscaban de rodillas los frascos de medicinas y trataban de ordenar el contenido de la caja de medicinas, hablando nerviosamente entre sí en medio de una creciente agitación, Selene se apartó ligeramente de ellos y sacó algo que llevaba oculto en el cinto. Después, arrancó una chispa del fragmento de piedra de Brimo, giró en redondo y dijo a los sacerdotes que ya podían seguir adelante.

Conducida por los sacerdotes, Selene se alejó a toda prisa de la piedra de Brimo, sin saber que se estaba cumpliendo la profecía del oráculo de Isis, anunciada en Antioquía hacía dos años.

La antigua cámara no sólo simbolizaba la matriz, sino también el más allá, en recuerdo del doble papel de la diosa como señora de la vida y de la muerte. La diosa, encarnada en Lasha, ya se encontraba allí, envuelta de pies a cabeza en unos velos que la cubrían por completo; siete velos que representaban los siete niveles del Más Allá y las siete esferas del cielo, y tan intrincadamente enrollados alrededor de su cuerpo que sólo se le veían los ojos.

Cuando entró en la cámara y le quitaron la venda de los ojos, Selene parpadeó en medio de la bruma del incienso y el humo de las antorchas, creyendo encontrarse en presencia de una estatua sentada en un trono. Inmediatamente se dio cuenta de que era Lasha, la Bath-Sheba.

En cuanto los sacerdotes se retiraron y cerraron la puerta, Selene no perdió el tiempo. Primero, puso en orden la caja de medicinas porque, al término de la danza sagrada, tendría que reanimar a Lasha con un brebaje y administrar al «marido» una bebida para aumentar su potencia: aceite de menta verde para la reina y mariposas de seda pulverizadas para el hombre. Tenía también a punto el blanco lienzo y el cuenco de agua en que debería lavar el puñal ensangrentado, dado que la sangre de la víctima se consideraba sagrada y se tendría que conservar para la ceremonia del entierro.

El son de la sistra, más allá de la puerta cerrada, le anunció la llegada del consorte sacrificial. En cuanto comenzara el ritual, le había explicado Kazlah, los sacerdotes se retirarían al templo, donde permanecerían en vela hasta que la ceremonia hubiera terminado, en cuyo momento Selene les debería avisar. Sin embargo, en caso de que su plan se desarrollara según lo previsto, Selene no avisaría a ningún sacerdote porque, cuando éstos empezaran a impacientarse, ella ya estaría en el desierto, camino de su libertad.

Alisándose la túnica, Selene se volvió hacia la puerta. El corazón le latía con fuerza en el pecho y tenía las palmas de las manos empapadas en sudor. En la cámara se respiraba una atmósfera agobiante. Se abrió la puerta sin ruido y entró la víctima con los ojos vendados. Cuando le quitaron la venda, dos desconcertados ojos azules se clavaron en ella en medio de la sombría estancia.

Selene se quedó de piedra; era Wulf, el príncipe bárbaro, de pie con las muñecas esposadas, recién afeitado y con el pálido cuerpo lavado y perfumado, vestido todavía con su atuendo de cuero y piel.

Selene había visto varias veces al esclavo germano en palacio cuando, en el curso de las últimas dos semanas, la acompañaban fuertemente custodiada, a los aposentos de la reina. Wulf la miraba siempre en silencio. Selene temió ahora que Kazlah se hubiera enterado de su engaño —al haber simulado enmudecerle— y de nuevo hubiera enviado al bárbaro a aquella terrible mazmorra para hacerle debidamente el trabajo.

Mientras le desataba las manos y trazaba con aceite sobre su cuerpo los sagrados signos de la diosa, Selene trató de evitar su mirada, pero, al final, no pudo. Cuando sus ojos se cruzaron con los del bárbaro, se quedó anonadada.

No había en ellos amargura, ni cólera, ni odio contra quienes le atormentaban. Sólo tristeza, derrota y humilde aceptación. «Sabe que va a morir», pensó Selene mientras trazaba sobre su frente el signo de la luna de Allat. Hubiera querido tranquilizarle con susurros, comunicarle su plan de fuga, pero no se atrevió. Los sacerdotes se habían retirado, pero ¿y si hubiera alguno escuchando al otro lado de la puerta?

En su lugar, trazó el último signo sagrado sobre su pecho y, apoyando los dedos en la cruz de madera que descansaba en el hueco de su garganta, le miró a los ojos. «Tu dios no te abandonará», le dijo con la mente mientras Wulf la miraba parpadeando.

Un leve crujido la indujo a volver la cabeza. La reina se había levantado y semejaba una soberbia columna de velos multicolores de seda. Era la señal de que la danza estaba a punto de comenzar. Selene se retiró a un rincón mientras Wulf permanecía de pie donde estaba, mirando fijamente a la reina.

La danza de Lasha era tan antigua que ninguna nación podía reclamarla para su patrimonio. Era una danza compartida por todos los países y culturas porque transmitía un mensaje universal. En Oriente, se llamaba la Danza de Salomé —porque shalomé significa «bienvenida» en las lenguas semíticas— en recuerdo de los tiempos en que Ishtar, la más antigua manifestación de la diosa, bajó al Otro Mundo y regresó, trayendo consigo una «bienvenida» primavera y un renacimiento de la Tierra. Los siete velos, de los que Lasha se iba desprendiendo mientras danzaba, representaban las siete puertas que tuvo que franquear Ishtar, y la danza incluía unos eróticos movimientos de las caderas y el vientre, destinados a liberar la energía de la danzarina y a facilitar su unión con la Fuerza Divina.

Lasha se movía y oscilaba rítmicamente mientras los velos iban cayendo uno a uno al suelo. Se acompañaba con unos panderos y con el suave sonido de sus pies desnudos en el suelo de piedra; le brillaba el cuerpo y sus músculos se contraían bajo la sedosa piel. Danzaba alrededor de Wulf, arrodillándose ante él, hipnotizándole con sus brazos, que parecían serpientes que se retorcieran, y seduciéndole con sus muslos y caderas que se movían como en el acto amoroso mientras su vientre vibraba como el de una mujer próxima a dar a luz y sus pechos desnudos se estremecían con la promesa de la vida.

Los ojos de Lasha estaban abiertos, pero no veían, porque los sacerdotes le habían administrado una bebida hecha con setas sagradas. Sus visiones no eran de este mundo y las pasiones que ardían en su alma trascendían los deseos de la carne y la atracción que ejercía sobre ella el rubio príncipe germano. Lasha se hallaba en total comunión con la diosa y danzaba para la Luna, tal como lo habían hecho sus antepasadas a lo largo de las generaciones. Danzaba para la Vida. Ése era su remoto significado.

Al terminar la danza, Selene permaneció por unos instantes paralizada. Después, recordó lo que tenía que hacer y ayudó a la reina a acostarse en la cama, untándole los brazos y las piernas con los aceites de Alliat y trazando los signos sagrados sobre su pecho, su vientre y sus muslos. Selene mantenía sus pensamientos en un disciplinado orden. Tendría que actuar con sumo cuidado.

Su madre le había enseñado el truco hacía muchos años, cuando tenía que tratar a pacientes a los que no podía dormir con las habituales bebidas y pócimas. Ciertos hombres, cuyos cuerpos vigorosos resistían los más potentes sedantes, podían quedar inconscientes por medio de una sencilla pero arriesgada aplicación de conocimientos anatómicos.

Mera le había enseñado la localización de los grandes vasos del cuello, los mismos vasos vitales señalados por Kazlah en la cámara secreta donde se enmudecía a los esclavos, enseñándole a localizarlos con las yemas de los dedos y provocar un profundo sueño, ejerciendo presión sobre ambos vasos a la vez. Cuando la presión era excesiva, le dijo Mera, se producía la muerte, y, cuando era insuficiente, el sueño sólo duraba unos minutos. Mientras aplicaba masaje al cuerpo de la reina y le enjugaba el sudor, Selene acercó lentamente las manos al cuello de Lasha, buscó el pulso y, tras haber localizado ambas arterias, ejerció una leve presión.

La reina la miró sorprendida y abrió los labios en silenciosa protesta. Después, casi inmediatamente y sin el menor amago de resistencia, su cuerpo se aflojó. Selene apretó un poco más, tratando de recordar las palabras de su madre; de repente, temió haber apretado demasiado o demasiado poco. Al final, se reclinó contra el respaldo de su asiento, trazó los signos sagrados de Allat e Isis sobre la reina dormida, y se levantó de un salto.

Colgándose del hombro la caja de medicinas, se encaminó rápidamente hacia la puerta. Mientras prestaba atención con el oído pegado a la fría piedra, Wulf volvió súbitamente a la vida, corrió hacia la puerta, empujó a Selene hacia dentro y aplicó su oído a la piedra. Poco después, el esclavo empujó la puerta, que se abrió sin el menor crujido, miró a derecha e izquierda en el oscuro pasillo, e indicó con un gesto a Selene que le siguiera.

Tal como Selene esperaba, el pasillo estaba vacío. Wulf avanzó agachado y con los músculos en tensión. Ambos exploraron brevemente el pasillo, y comprobaron que no había nadie. Después Wulf se volvió, tomó la correa de la caja de medicinas de Selene, se la echó al hombro y le hizo señas de que siguiera avanzando.

Una vez Wulf hubo cerrado la pesada puerta, dejando el pasillo en la más absoluta oscuridad, Selene se preguntó: «¿Cuánto tiempo tenemos?». ¿Cuánto tiempo tardarían los sacerdotes en impacientarse? ¿Cuánto tiempo tardaría Lasha en recuperarse y enviar a los soldados en su persecución?

Ambos se adentraron en lo desconocido, avanzando en silencio por oscuros pasadizos sin ver absolutamente nada, porque no se filtraba el menor rayo de luz, sólo la negra oscuridad que Selene ya había previsto. Sabía que hubiera sido demasiado peligroso llevarse una antorcha de la cámara sagrada, ya que quizás hubiese alertado a los sacerdotes y a los guardianes: y, por otra parte, de nada le hubiera servido marcar el camino con una hilera de piedras o con tiza —suponiendo que hubiera podido disponer de ellas—, porque no habría luz para ver estas señales. Entonces recordó la piedra de Brimo…, el azufre. En aquella noche dentro de la noche, sin visión, sonidos ni sensaciones, Selene comprendió que el olor sería su faro… el olor del azufre ardiendo, un olor semejante al de los huevos podridos, sería su salvación.

Eso, en caso de que el azufre siguiera ardiendo.

Avanzaban a tientas, como si caminaran por el borde de un precipicio, con la espalda y las manos pegadas a los fríos muros, hasta que éstos se interrumpían; entonces, Selene se detenía, aspiraba el aire, tratando de dar con algún vestigio de azufre. Cada cruce significaba un nuevo salto al vacío, porque Selene tenía que decidir qué camino seguir; después tomaba la callosa mano de Wulf y seguía andando con él hasta donde les permitían sus brazos extendidos, volvía a husmear y buscaba la pared del otro lado.

Cuando los minutos se transformaron en horas, Selene empezó a asustarse. ¡Seguro que ya habían estado en aquel pasadizo! ¡Se estaban moviendo en círculo! ¡Estaban regresando al punto de partida, a la cámara sagrada! A la vuelta de la siguiente esquina, se tropezarían con los sacerdotes y con la encolerizada Lasha…

Se detenían cada vez más a menudo para que Selene pudiera aspirar el aire y Wulf cambiara la pesada caja de medicinas de un hombro al otro. No decían nada, avanzaban en la oscuridad, comunicándose misteriosamente entre sí por medio del temor y la ansiedad, pegados el uno al otro.

Ambos presentían, por encima de sus cabezas, el monstruoso peso del templo. En un laberinto como aquél, símbolo del Más Allá, un griego de hacía mucho tiempo —Teseo— había luchado contra un monstruo con cabeza de toro. ¿Qué monstruos acecharían en aquella terrible oscuridad?

Era una oscuridad interminable, un auténtico Más Allá, en el que aquellos dos intrusos habían caído prematuramente. Y, sin embargo, se produjo un curioso fenómeno: ambos empezaron a ver.

Surgió una extraña luz y visiones que aparecían y desaparecían a su alrededor. Selene vio la casita del barrio pobre de Antioquía, las embarcaciones del puerto y a Andrés de pie bajo el laurel. Wulf vio un conocido bosque, unas interminables extensiones de nieve y a su mujer encendiendo el tronco invernal.

Al principio, las visiones les alarmaron; en cuanto decidieron no hacerles caso, se esfumaron sin más. Su mundo empezó a encogerse, primero hasta el tamaño del palacio, después hasta el del laberinto y, finalmente, hasta el del pasillo por el que avanzaban; sólo eran conscientes de su mutuo contacto, del calor de su presencia y del temor que ambos compartían.

El aire olía igual a cada vuelta de esquina, una interminable y vacía similitud que no contenía nada, ni sal de la tierra ni dulzura del cielo ni aliento estival, un simple aire incorpóreo que se burlaba de ellos con su nada. Ni rastros de azufre.

«Moriremos aquí», pensó Selene, serena, con extraña frialdad.

Sintió que tiraban de su mano. Wulf le estaba indicando algo. Selene se volvió y se quedó paralizada.

¡Un olor! Un olor espantoso a huevos podridos. ¡Era el azufre!

Selene olfateó el aire, tratando de establecer su procedencia; cuando se adentró por un pasadizo y notó que el olor se desvanecía, tomó la otra dirección, donde el olor era más fuerte. Habían tropezado finalmente con un pasillo en el que percibían algunos indicios de vapores sulfurosos. Lo siguieron cuidadosamente, apartándose de los pasadizos en los que el olor era más débil para seguir aquellos donde era más intenso.

Cuanto más fuerte era el olor a azufre, tanto más crecía su excitación. Ahora avanzaban a toda prisa y Selene tiraba de Wulf, transmitiéndole la idea de que la fuente de aquel olor marcaría el término de su búsqueda. Wulf la seguía confiado, sin saber por qué razón pretendía escapar, ella, que parecía ocupar un lugar tan alto en la corte.

Tras doblar la última esquina, Selene y Wulf descubrieron que lo que les aguardaba al final era Kazlah.

Ambos se detuvieron en seco al ver al primer médico de la corte sosteniendo en una mano una antorcha y en la otra la piedra de Brimo. Kazlah les miró sin sonreír ni fruncir el ceño ni mostrar siquiera la menor sorpresa ante la súbita aparición de Selene y el germano. Tenía el enjuto rostro medio en sombra y medio iluminado por la luz de la antorcha, y su alta figura parecía llenar todo el pasillo.

Selene no hizo el menor movimiento. Wulf aguardaba, inmediatamente detrás de ella. Sentía el movimiento de su tórax contra su espalda. Era un hombre alto y fuerte. ¿Sería también rápido y lo suficientemente hábil como para sorprender a Kazlah desprevenido? ¿Quién había al otro lado de aquella puerta? La puerta que se abría a la fuga y a la libertad…

Ambos adversarios se midieron el uno al otro en el angosto pasadizo iluminado por la luz de la antorcha. Kazlah permanecía inmóvil. No habló ni parpadeó, pero siguió mirando a Selene con el trozo de azufre en la mano.

Entonces Selene lo comprendió. Kazlah no pensaba moverse, aunque tuvieran que pasarse allí toda la eternidad. Selene comprendió lo que quería Kazlah. Se trataba de establecer cuál sería su precio.

Sintió que Wulf se agitaba, inquieto, a su espalda. ¿Y si éste intentara vencer al médico en un combate? ¿Lo conseguiría? ¿O acaso ella y Wulf acabarían muertos?

Los duros ojos de Kazlah no se apartaban de ella. Selene tenía que tomar una decisión. No podía demorarlo por más tiempo. Dirigiendo una breve oración mental a Isis, dijo en voz baja:

—La cura de Hécate se hace con la corteza de los sauces. Déjala en agua caliente hasta que ésta adquiera el color de un té fuerte, y guárdala en un lugar fresco. Diez gotas mezcladas con vino para las molestias mensuales, veinte para las articulaciones hinchadas y la fiebre. Una gota vertida directamente en un diente cariado elimina el dolor.

El primer médico de la corte parpadeó. Selene contuvo la respiración. Después, para su asombro, Kazlah retrocedió, dio media vuelta y se alejó por el pasadizo hasta que la luz de su antorcha no fue más que un leve resplandor a la vuelta de la esquina.

Selene aguardó un instante; después corrió hacia la puerta. Se detuvo primero para escuchar y, al no oír nada al otro lado, empujó sin resultado alguno; era demasiado pesada. Wulf se acercó y presionó con todo su cuerpo. Con un susurro semejante al de una oración, la puerta de granito giró sobre sus silenciosos goznes e inmediatamente, el frío aire nocturno penetró en el pasadizo.