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Selene abrió los ojos y parpadeó, mirando al techo. Volvió la cabeza hacia un lado y comprobó que el jergón de Wulf estaba vacío. Entonces lo recordó todo. Wulf había regresado a la ciudad en busca de alguien que les llevara a Persépolis.

Selene se movió ligeramente e hizo una mueca. Los primeros momentos, al despertar, eran siempre muy malos, porque tenía la pierna muy entumecida. Necesitaba hacer un esfuerzo para levantarse; en caso contrario, el dolor se prolongaba. Precisamente por eso, ella y Wulf habían discutido por primera vez: apenas llegados a aquella playa persa, tras cruzar el mar Inferior, Wulf había buscado una posada donde instalar a Selene, prohibiéndole que saliera. La pierna aún no estaba curada, le dijo, y precisaba descansar. Pero Selene no quería quedarse encerrada e insistía en que la pierna requería ejercicio. Al final, Wulf se había salido con la suya. Habiendo visto con sus propios ojos la proximidad de la muerte de Selene, ahora la trataba como si fuera de cristal.

Selene se lavó y se vistió. Después tomó el desayuno que Wulf le había dejado preparado y salió al balcón, donde las flores de hisopo se estaban secando al sol estival. Se detuvo un momento para apoyarse en el marco de la puerta y aplicarse masaje en la pierna. Wulf tenía razón. Aún no estaba restablecida. Y había estado al borde de la muerte.

«Vislumbré el otro lado, pero fui arrebatada otra vez aquí antes de que pudiera dar el paso».

¿Qué fuerza le había devuelto a la vida?

Selene sacudió la cabeza y se sentó al sol para preparar el hisopo destinado a su caja de medicinas, separando cuidadosamente las flores y los brotes, de las hojas. Los capullos azules y los tiernos brotes se administrarían en infusión como expectorante en las afecciones pulmonares. Las estrechas y aromáticas hojas se destilarían para la obtención de perfumados aceites y condimentos que después cambiarían en el mercado por otras mercancías. Precisamente en aquel momento, Wulf se había ido a ofrecer el transparente pedernal que ella guardaba en la caja de medicinas a cambio de unos asnos y un guía. Exceptuando las medicinas y algunos instrumentos, era lo único que les quedaba de valor.

Aún conservaba el Ojo de Horus que le regalara Andrés hacía cuatro veranos y que ella llevaba siempre bajo el vestido. En caso necesario, lo vendería también, pero tendría que encontrarse en una situación auténticamente desesperada.

Hasta entonces, Wulf había cerrado muy buenos tratos, empezando por los habitantes de las marismas de la desembocadura del Éufrates: a cambio del trabajo de su vigoroso cuerpo, mucho más fuerte que el de los escuálidos y desnutridos nativos, éstos habían atendido a Selene durante su convalecencia. Y, más tarde, cuando ella empezó a andar un poco con la ayuda de unas muletas y se empeñó en reanudar el camino para alejarse lo más posible de Babilonia, Wulf cambió un ungüento para los dientes y las encías por dos pasajes hasta la otra orilla del mar Inferior, gracias a que el patrón del barco, como todos los marineros, padecía de la boca. Una vez allí, en aquella ciudad portuaria de la costa occidental de Persia, Wulf consiguió comida y alojamiento, y ahora estaba buscando la forma de trasladarse a Persépolis, la ciudad de las montañas donde, según les había dicho el patrón del barco, conseguirían encontrar un camino seguro para regresar a sus países de Occidente.

Selene levantó el rostro al cálido sol. Un sol oriental, pensó, un sol que brillaba sobre tierras y gentes tan distintas de las que ella conocía como si pertenecieran a la luna. ¡Qué ironía del destino, adentrarse cada vez más en Oriente a pesar de sus desesperados esfuerzos por regresar al oeste! Hacía cuatro meses que habían huido de Babilonia, siguiendo la corriente sudoriental del Éufrates; éste les había llevado al mar Inferior, cruzado el cual habían llegado a Persia. Y ahora seguían desplazándose al este.

—Persépolis es una inmensa y poderosa ciudad —les había dicho el patrón del barco—. Dicen que allí no hay nada que no se pueda obtener. En Persépolis podréis ganar dinero y encontrar un camino seguro para regresar a casa.

Y a Persépolis pensaban ir, otra vez hacia Oriente y hacia el norte, para alcanzar las peligrosas montañas de aquel extraño país de los persas. Aumentando cada vez más el número de leguas que la separaban de Antioquía.

El calor estival la sumió en un estado de meditación. El patrón del barco había experimentado tal alivio con el ungüento para los dientes y las encías que estaba dispuesto a hacerles cualquier favor que le pidieran a cambio. De ese modo, Selene tomó el último papiro que le quedaba en la caja de medicinas y le escribió una carta a Andrés que el patrón prometió entregar, durante su viaje de regreso al Éufrates, a algún barquero o jefe de caravana que se dirigiera a Antioquía. Era una posibilidad muy remota, pero en ella tenía depositada Selene toda su esperanza.

«Andrés no debe olvidarme. Tengo que hacerle saber que estoy viva. Para que me espere».

Cuando oyó que la puerta se abría a su espalda y vio a Wulf entrar en la habitación, volvió a preguntarse: ¿Fue él quien me apartó del umbral de muerte? ¿Fue su voz la que me llamó?

Había estado en un tris de perder la vida —a un respiro, a un latido del corazón—, pero una fuerza exterior la había devuelto a este mundo. Durante aquel doloroso y turbulento viaje de regreso, las visiones hicieron comprender a Selene finalmente, con toda claridad, el propósito de su vida.

«Ahora lo entiendo —pensó, levantándose para saludar a Wulf—. Sé que no estoy en Persia por casualidad, sino por un designio».

Durante cuatro años, Selene había acariciado el sueño de crear un arte curativo que fuera compendio de las enseñanzas de su madre y de las de Andrés. Pero, en el curso de su febril delirio a la orilla del río, había tenido una visión mucho más amplia, sorprendente y delirante. Tenía muchas otras cosas que aprender; el mundo era muy grande. De repente, Selene descubría el propósito de su exilio y comprendía por qué había sido arrastrada hasta allí. Supo entonces que había nacido para recoger en todos los rincones de la Tierra los distintos conocimientos y artes curativas de otras gentes —en Magna, entre los beduinos, en la terrible plaza de Gilgamesh— y reunirlos de tal forma que pudieran beneficiar a multitud de personas.

Selene se despertó en el río y vio la dirección que seguía la corriente: hacia el este; entonces se le hizo evidente que no se trataba de una casualidad y que las manos de los dioses la conducían por aquel camino.

«Me estoy preparando para la gran tarea que me aguarda. Cuando me reúna con Andrés, lo haré enriquecida con la sabiduría curativa que el mundo me haya enseñado. Juntos la llevaremos allí donde sea necesaria».

Selene sabía por tanto que Persia era un paso más de su iniciación, el paso que debería dar antes de que los dioses le permitieran regresar a casa.

Vio que Wulf se quitaba la túnica por la cabeza para lavarse los brazos y el tórax empapados de sudor y admiró una vez más su hermoso cuerpo, tan perfecto como la estatua de Adonis en la plaza del mercado de Antioquía.

Tras ponerse de nuevo la túnica y ajustársela a la cintura con una cuerda, Wulf se volvió a mirar a Selene, de pie junto al balcón.

—¿Qué tal vas esta mañana? —le preguntó.

—Mejoro día a día. ¿Tuviste suerte?

Wulf vaciló un instante. ¿Cómo responder a la pregunta? Él esperaba regresar a su casa por el noroeste antes de que llegaran las nieves y, para hacerlo, tendría que ponerse en camino inmediatamente y dejar a Selene. Había encontrado un guía, un hombre con tres asnos que les llevaría a Persépolis. Pero entonces…

—¿Encontraste a alguien? —le acució Selene.

Wulf estaba preocupado por ella. No estaba seguro de que Selene pudiera hacer semejante viaje. Hubiera sido más prudente quedarse una temporada en aquella ciudad, hasta que recuperara las fuerzas.

—Sí —contestó al final—. Conoce bien el camino y nos conducirá a Persépolis en diez días.

—¡Entonces tenemos que marcharnos en seguida!

Wulf la vio cruzar renqueando la estancia para recoger los fardos con provisiones que él había traído para el largo viaje a través de los montes Zagros: huevos duros, manzanas, arroz, hogazas de pan ácimo y pescado salado. Viajarían de noche porque «nadie cruza esta tierra durante el día en verano excepto los locos y los griegos», le dijo el guía a Wulf, refiriéndose al gran Alejandro, que así lo había hecho hacía trescientos años, conquistando Persia de paso. Wulf compró también unas sólidas sandalias, unos sombreros de ala ancha para protegerse del sol inmisericorde y unas capas de cuero con capucha para cuando atravesaran los altos desfiladeros de la montaña.

Mientras Selene examinaba las provisiones y lanzaba exclamaciones de júbilo, Wulf se llenó de tristeza. Recordó el desesperado viaje río abajo en la pequeña balsa, temiendo que hubiera soldados que patrullaran por la orilla y vigilando con inquietud a Selene, que se abrasaba de fiebre.

A la puesta del sol, se detenía en los cañaverales, alanceaba algún pez, lo ahumaba en el brasero y trataba de introducir algún bocado entre los labios de Selene, pero ella sólo podía beber. Se consumía a ojos vista, como devorada por la terrible fiebre que padecía. A veces, su cuerpo se agitaba con tanta violencia en medio de sus delirios que Wulf tenía que atarla para que no se cayera al río.

Durante aquellos días y noches terribles, Wulf apenas había dormido; acunaba a Selene en sus brazos y pronunciaba su nombre, impotente para quebrar la fiebre que la mataba. En algún momento, maldijo incluso a Odín y estuvo a punto de arrojar su cruz de madera al río; otras veces, rezaba con tanta fuerza que le sangraban las rodillas.

Justo cuando ya había perdido la esperanza y la vida de Selene parecía tan frágil como una telaraña, mientras buscaba algún lugar donde cavar una tumba a la orilla del río, la balsa había llegado al punto en que el Tigris y el Éufrates vierten sus aguas al mar Inferior. Y allí donde la tierra se disuelve en una vasta extensión de pantanos y lagunas, Wulf había encontrado a los sencillos habitantes de las marismas.

Selene se incorporó súbitamente y miró a Wulf perpleja.

—¿Cómo has pagado todo esto? —le preguntó, sosteniendo en su mano el lienzo de hilo para hacer vendas, la bolsa de corteza de saúco y la de hojas secas de albahaca—. ¡No puedes haber tenido bastante con el pedernal!

Wulf apartó el rostro y salió al balcón.

Los habitantes de las marismas cuidaron de Selene hasta que volvió a la vida. En sus curiosas cabañas de forma alargada, las mujeres la curaron con sus antiguos remedios mientras Wulf ayudaba a aquellos hombres de baja estatura a cazar patos y garzas en los cañaverales. Un día, regresó a la cabaña y encontró a Selene sentada, comiendo arroz con los dedos. En cuanto le vio, la joven esbozó una sonrisa.

—¿Cómo pudiste comprar todo eso, Wulf? —volvió a preguntar Selene.

Los pardos tejados de la ciudad portuaria brillaban bajo el ardiente sol de Persia. A la puesta del sol, dijo el guía, se pondrían en camino. Y, en diez días, llegarían a Persépolis.

Diez días…

Wulf asió con fuerza la barandilla del balcón. Poco faltó para que sus poderosas manos astillaran la reseca madera. Tenía que dejar atrás todos aquellos recuerdos… los meses en el desierto, Babilonia, su vida entre los habitantes de las marismas. Lo importante era el futuro, y para eso tenía que vivir. Para regresar a casa, junto a su mujer y su hijo, y junto a su pueblo, que necesitaba a un nuevo caudillo, capaz de recomponer la destrozada tribu y reunir fuerzas para luchar contra los romanos.

Tenía que regresar a Renania, donde encontraría a Cayo Vatinio y cumpliría la venganza que había jurado llevar a cabo.

—¿Wulf? —insistió Selene a su espalda—. ¿Cómo pagaste estas cosas?

«Déjame retenerla un poco más, antes de que nos separemos para siempre. Déjame saborear sus labios, sentirla junto a mí…». Wulf se volvió impulsivamente y se quitó el lienzo que le cubría la cabeza.

Selene se lo quedó mirando. Se había cortado el cabello rubio, que casi le llegaba a la cintura.

—Lo vendí —contestó—. Hay un hombre que hace pelucas en el mercado. Me vio y me ofreció un montón de dinero. El cabello amarillo tiene mucha demanda, me dijo. —Wulf se metió la mano en el cinto y sacó una bolsa de cuero—. Me queda dinero. Suficiente para encontrar a alguien en Persépolis que nos conduzca a casa. Ya me crecerá —añadió retrocediendo al ver que Selene trataba de acariciarle la cabeza.

Mientras Wulf recogía las cosas y lo guardaba todo en bolsas y fardos, Selene experimentó el deseo de decirle algo más. Pero ya no tenía nada que decirle. En Persépolis, cada cual se iría por su camino. Sus caminos estaban a punto de separarse, cosa que Selene sabía desde un principio.

Sin embargo, ahora Selene tenía fuerza suficiente para enfrentarse con el final porque, al despertar de su delirio, había descubierto en su interior una extraña valentía. Era como si su espíritu se hubiera alimentado de su cuerpo durante aquellos días de fiebre; como si, mientras su carne se consumía, hubiera crecido el poder y la determinación de su alma.

Tuvo sueños durante su batalla contra la muerte, sueños que engrandecieron su visión del mundo e infundieron en su espíritu un nuevo impulso. Despertó ansiosa de seguir adelante, pero la fragilidad de su cuerpo se lo impidió. Ahora, tras haber convivido varias semanas con los habitantes de las marismas y haber pasado varios días cruzando en barco el mar Inferior, Selene ya se sentía con ánimos para seguir adelante y tenía prisa por hacerlo. Una tarea le aguardaba en el oeste.