57

Selene sabía que la apuesta era muy arriesgada.

No conocía lo bastante a Paulina como para predecir su reacción; por otra parte, su amistad con ella no era tan íntima como para permitirse la libertad que iba a tomarse aquella noche. Sin embargo, no tenía otra opción. No podía dejar morir al niño.

En diciembre, al abandonar Máximo la villa totalmente restablecido, Paulina había insistido en que Selene se trasladara a los aposentos de los huéspedes de honor de la casa, situados en la parte de atrás de la villa, con unas ventanas que daban al huerto. Hacia allí dirigía ahora Selene sus pasos, apretando un fardo contra su pecho. En el salón que daba al jardín se celebraba una tranquila reunión, durante la cual un filósofo iba a leer fragmentos de su obra más reciente. Cuando se fueran los invitados, Selene le pediría a Paulina que entrara en su habitación.

«Dulce Madre de Todos —rezó Selene al pasar delante del salón, sin que nadie la viera, en dirección a su aposento del piso superior—, haz que el corazón de Paulina se conmueva a la vista de este niño desvalido. Haz que surja el amor maternal que lleva dentro».

Selene confiaba en que la contemplación de aquel recién nacido despertara los naturales instintos maternales que Paulina llevaba cinco años tratando de reprimir.

En caso contrario…

«El niño será mío y lo criaré como si fuera mi propio hijo».

Pero era Paulina la que necesitaba un hijo. Paulina, que a veces miraba con anhelo a Ulrika. Paulina, que se negaba a contraer matrimonio por segunda vez a causa de su esterilidad. Selene confiaba en que el hecho de acoger al niño la estimulara a volver a casarse.

Paulina, a sus cuarenta y tantos años, era una bella mujer refinada, encantadora y rebosante de amor. Tales virtudes no pasaban inadvertidas entre los varones solteros de la aristocracia romana; los pretendientes de Paulina eran innumerables, pero Selene había observado que, cada vez que la amistad amenazaba con derivar en algo más íntimo, Paulina se apartaba y rompía la relación.

Tal vez aquel niño pudiera cambiar la vida de Paulina, pensó Selene emocionada, recostando al niño en su cama, sobre unos almohadones.

Era un niño precioso, de cabeza redonda y negro cabello. Y, además, estaba muy sano. Su madre debía de haberse alimentado muy bien durante el embarazo. Selene observó más tarde otras cosas curiosas: la excelente calidad de los vestidos de la joven y la delicadeza de sus manos y pies. No era una campesina ni una esclava, sino alguien de noble origen. ¿Por qué no había tenido el niño en su casa?

Cuando se fueron los últimos invitados, Selene envió una esclava a Paulina, rogándole que subiera a su habitación. Al poco rato, apareció Paulina enfundada en una de sus mejores túnicas y con las mejillas arreboladas por la alegría de la fiesta. Selene la invitó a sentarse y le contó la historia de la mujer sin nombre y de la operación cesárea.

Al terminar, se apartó de Paulina, que no acertaba a comprender por qué razón le contaba todo aquello, y tomó al niño dormido.

—Me lo he traído a casa —dijo, volviéndose a mirar a Paulina—. Me he quedado con él.

Paulina clavó los ojos en el rostro de Selene sin decir nada, como si no quisiera ver lo que ésta sostenía en sus brazos.

—Es un niño precioso y perfectamente formado. No podía dejarle morir. —Selene se arrodilló ante Paulina y apartó la manta que cubría el diminuto rostro—. ¡Mira qué hermosura!

—Sí —dijo Paulina, mirándole.

—Toma —dijo Selene, ofreciéndoselo.

Pero Paulina no se movió.

—Necesitarás un ama de día —dijo—. Yo te la buscaré.

—El niño no es para mí —dijo Selene despacio—. Lo he traído a casa para ti.

—¿Cómo? —musitó Paulina—. ¿Qué has dicho?

—Tómalo en brazos…

—Tú estás loca —dijo Paulina, levantándose de un salto.

—Tómalo, Paulina. Tómalo en brazos.

—Pero ¿es que has perdido el juicio? ¿Pensabas que yo me iba a quedar con él?

—Necesita un hogar.

—¡Pero no el mío! —Paulina dio unos pasos y después giró en redondo—. Nunca lo hubiera creído de ti, Selene. ¿Cómo pudiste pensar que yo me quedaría con este… este…?

—¡Niño sin hogar! —Selene se levantó, apretando el niño contra su pecho—. Míralo, Paulina. ¡No es más que un recién nacido!

—Un recién nacido del arroyo. Un niño que nadie ha querido.

—Yo sí.

—Pues, quédatelo.

—Pero, Paulina…

—¿Cómo has podido hacer eso, Selene? —Paulina empezó a temblar—. ¿Cómo has podido ser tan cruel conmigo?

—No podía abandonarle, Paulina.

—¿Y por qué no? Roma está llena de niños abandonados. ¿Por qué tendrías tú que preocuparte por éste?

Era verdad. ¿Por qué se preocupaba por él, habiendo visto a tantos niños y niñas, tullidos, bastardos, abandonados a la intemperie para que murieran?

—Porque yo le di la vida —contestó Selene en un susurro—. Yo le ayudé a nacer.

—Pues, quédate tú con él. Sé su madre.

—Pero ¿por qué no lo quieres, Paulina? Dímelo para que yo lo entienda.

—Ya te lo dije. No quiero el hijo abandonado por otra mujer.

—No le abandonó, Paulina. Murió.

—Quiero que mi hijo salga de aquí —dijo Paulina, cruzando los brazos sobre su vientre.

—¿Y si no sale?

—Entonces no tendré ninguno —contestó Paulina, dando media vuelta para marcharse.

—¡Paulina, atiende! —gritó Selene, corriendo tras ella—. ¡Óyeme! Tú misma le puedes alimentar. Puedes acercarlo a tu pecho y darle la vida. ¿No es eso casi lo mismo que sacarlo de tu propio cuerpo?

—Ahora veo que estás loca —dijo Paulina, extendiendo la mano hacia el tirador de la puerta.

—¡Escúchame, Paulina! Te diré lo que yo misma he visto. En Oriente, muchas mujeres que nunca estuvieron embarazadas dan el pecho a niños recién nacidos. Eso es posible, Paulina.

—¿Me tomas por tonta?

Selene asió el brazo de Paulina. El niño, tendido en el hueco del otro brazo de Selene, dormía entre ambas mujeres.

—Es verdad. Lo he visto con mis propios ojos. Cuando un niño chupa, al final sale leche. Lo he visto yo, Paulina.

Paulina vaciló un instante y sus ojos parpadearon. Después, se zafó de la presa de su amiga y abandonó la habitación.

Con los brazos en jarras, Ulrika miró al niño y se preguntó a qué vendría todo aquel jaleo. Su madre decía que era precioso. A ella le parecía más bien divertido. Y, además, no servía para nada.

Lanzó un suspiro y se apartó del lecho. La noche de abril estaba llena de deliciosas fragancias; a Ulrika le parecía que todas las flores del mundo crecían en el jardín de Paulina. Se acercó a la ventana y contempló el oscuro huerto que se encaramaba por la ladera de la colina. El aire era tibio y tentador.

En diciembre, al sufrir Máximo el ataque cuando el médico no estaba en casa, Paulina había vendido al esclavo griego, pidiéndole a Selene que fuera no sólo su sanadora personal, sino también la de sus numerosos esclavos. Precisamente en aquel momento, Selene había bajado a los cuartos de los esclavos para atender a alguien que tenía fiebre, dejando el niño al cuidado de Ulrika. A ella no le importaba hacerlo porque el pobrecillo no podía valerse por sí mismo. Aun así, no daba mucho trabajo, porque se pasaba el rato durmiendo. En cambio, ella estaba muy nerviosa.

—Tu nuevo hermano —le dijo Selene. Ulrika no acababa de entenderlo. Su madre parecía muy triste. ¿Por qué razón se había quedado con él? Ni siquiera tenía nombre. ¿Cómo demonios lo iban a llamar?

Un rumor en el huerto la distrajo de sus reflexiones. Era un sonido familiar, un silbido. Eso significaba que Eiric estaba libre y la esperaba.

Eiric. El corazón de Ulrika se desbocó.

La niña miró hacia la cama. El pequeño seguía durmiendo, pacíficamente.

Volvió a mirar hacia el huerto y vio un brazo que se agitaba.

Mordiéndose el labio sin saber qué hacer, Ulrika le devolvió el saludo a Eiric y corrió hacia la escalera. El niño se iba a pasar horas durmiendo. Nadie advertiría su ausencia.

—¡Haz algo! —gritó Paulina, en uno de sus insólitos estallidos de cólera—. Busca a alguien que le pueda calmar.

El niño llevaba casi una hora llorando. Su llanto se oía desde todos los rincones de la casa y, hasta entonces, ninguna de las esclavas que Paulina había mandado llamar había logrado tranquilizarle.

Paulina empezó a pasear por su habitación. Es un truco de Selene, una estratagema para obligarme a aceptar al niño, se dijo. Pero ella no pensaba hacer tal cosa, no se dejaría engañar.

—Pero ¿dónde se ha metido? —preguntó Paulina en cuanto regresó la esclava.

—Hay alguien que tiene fiebre en los cuartos de los esclavos —contestó la mujer de pálido rostro—. Selene dice que no puede marcharse. Que su hija ya está al cuidado del niño y que ha dejado leche azucarada para él.

—¿Y está la niña con él?

La esclava sacudió la cabeza, atemorizada. Nunca había visto a su ama tan alterada.

Al final, Paulina tomó su manto, se cubrió los hombros con él y salió de su habitación.

En el dormitorio de Selene encontró a cuatro mujeres tratando desesperadamente de tranquilizar al niño. Se lo pasaban unas a otras, lo acunaban, lo lanzaban al aire y agitaban objetos frente a sus ojos.

—Retiraos —dijo Paulina.

Las mujeres depositaron al niño sobre los almohadones de la cama y se marcharon a toda prisa.

Paulina acercó las temblorosas manos a los oídos. Era un llanto insoportable. Una especie de chillido incesante, como si con ello quisiera llamar la atención. Valeria también lo había hecho durante sus primeros días de vida…

Paulina se acercó a la cama y miró. Unas manitas y unos piececitos se agitaban en el aire; la cara estaba enrojecida y deformada en una mueca. El cuerpo de Paulina se estremeció. Le bastaría con dar el primer paso, lo demás vendría solo.

Miró a su alrededor. Había un biberón sobre la mesa, hecho por la propia Selene con tejido de lino. Por la inclinación de la tetina, adivinó que las esclavas habían intentado infructuosamente darle el biberón al niño.

—Mujeres inútiles —musitó, tomándolo.

Después pensó: «Necesita algo más fuerte, algo que pueda sujetar con los labios».

Le empezaban a doler los oídos. Se acercó de nuevo a la cama con una mezcla de compasión y resentimiento. Selene hubiera tenido que dejarle morir. Cualquier otra persona lo hubiera hecho. La operación cesárea había sido una insensatez. Paulina sacudió la cabeza. A veces, Selene era una irresponsable y no se detenía a analizar las consecuencias.

—Bueno, bueno —dijo, extendiendo los brazos casi sin darse cuenta.

Esta vez, miró al niño con más detenimiento y se sorprendió de lo pequeño que era. Había olvidado lo pequeños que eran los recién nacidos.

—Vamos, vamos —dijo, estrechándolo contra su pecho. El llanto cesó de inmediato—. Bueno —añadió, sintiendo el calor del niño en sus brazos y las pequeñas protuberancias y depresiones que formaban sus delicados huesos y su carne, mientras contemplaba el rostro todavía arrugado a causa de su reciente viaje al mundo y sus ojillos redondos que miraban como perdidos.

Le recordaba a…

Acudieron en tropel a su mente recuerdos y sensaciones del pasado.

—No hubieran tenido que dejarle solo —musitó—. Pero ¿cómo se le ha ocurrido a Selene dejarte solo con esa cabeza hueca de Ulrika?

Tomó el biberón y se sentó en una silla. Pero la tetina no era adecuada. La retiró, introdujo el dedo en la leche azucarada y metió la punta en la boca del niño, que inmediatamente empezó a succionar.

Lo repitió varias veces.

—Tendremos que buscar algo mejor —añadió, acunando al niño.

De momento, se había calmado, aunque necesitaría tomar algo más.

—Le diré a Selene que busque a un ama de día —dijo con aire distraído, mientras una dulce languidez se apoderaba de ella.

Empezó a tararear una vieja melodía que a Valeria le gustaba mucho.

El niño movió la cabeza y rompió a llorar otra vez.

—Vamos, vamos. —Paulina se soltó un hombro de la túnica y apartó la tela. La pequeña cabeza se volvió instintivamente y empezó a restregar la cara.

En cuanto los labios del niño rodearon el pezón, Paulina sintió que la afilada piedra de dolor que se alojaba en su pecho desde hacía casi seis años empezaba a disolverse, como ella sabía que iba a ocurrir algún día.

—Te llamarás Valerio —dijo Paulina—: Y serás un hombrecito de lo más aristocrático…