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—Roma es una ciudad peligrosa, Selene —le había advertido Andrés—. Sobre todo, para una mujer que vive sola. Ve a la casa de Paulina. Es una buena amiga y te ayudará.
Durante las nueve semanas transcurridas desde que Andrés pronunciara aquellas palabras junto a la entrada del templo donde ambos se despidieron, Selene imaginó que la casa de Paulina sería pequeña y humilde, y que aquella mujer sería como la madre Mercia. Por consiguiente, se llevó una sorpresa al ver la villa del monte Esquilino y conocer a la señora que en ella vivía.
Era su primer día en Roma, un dorado y azul día de otoño, y Selene y Ulrika se encaminaron inmediatamente al monte Esquilino. La calle de Paulina no tenía nada de particular. Había un largo muro con puertas a intervalos, tras el cual se ocultaban las lujosas villas de los ricos. Cuando Selene y Ulrika cruzaron una de aquellas puertas, se encontraron al otro lado un jardín paradisíaco lleno de árboles, fuentes y flores. Después, las acompañaron al atrio de la casa, más allá del cual vieron el jardín interior, rodeado por sus cuatro lados por columnas, y las habitaciones que se abrían al mismo. Era la casa más impresionante que Selene hubiera visto en su vida. Sentía curiosidad por conocer a la mujer que en ella moraba.
—Paulina es viuda —le había explicado Andrés—. Su marido Valerio y yo éramos íntimos amigos. Vive sola en la casa que él le dejó. Lleva una existencia muy solitaria y sé que se alegrará de tu compañía.
Se escuchaban músicas y risas procedentes de una de las estancias que se abrían al peristilo; de allí salió una mujer que cruzó el jardín con gracia aristocrática para dirigirse al atrio.
Paulina Valeria era una mujer de estatura media y complexión delgada; tenía los ojos de color topacio y llevaba el cabello castaño recogido hacia arriba. Su piel era de un blanco lechoso, como si evitara deliberadamente el sol, y aparentaba unos cuarenta y tantos años, muchos menos de los que Selene esperaba.
Paulina examinó de un vistazo la sencilla túnica de lino de Selene y sus sandalias de campesina egipcia. Su mirada se posó con más detenimiento en Ulrika —Selene creyó ver en sus ojos un leve reproche— y después dijo en latín:
—Soy Paulina Valeria. ¿Deseabas verme?
—Mi hija y yo acabamos de llegar a Roma —contestó Selene en griego—. Soy amiga de Andrés, el médico, y él me aconsejó que viniera a verte.
—Comprendo. —Los ojos color topacio parpadearon—. Bienvenida a Roma. ¿Es tu primera visita aquí?
—Sí. Mi hija y yo acabamos de llegar de Alejandría y estamos desorientadas. No conocemos a nadie más que a Andrés.
—Sí, Andrés. ¿Cómo está?
—Se fue a Britania.
—Lo sé. Le despedí en Ostia hace tres meses. ¿Partió hacia Britania sin ninguna dificultad?
—Zarpó de Alejandría con buen tiempo.
Tras una pausa, Paulina preguntó:
—¿Dónde os alojáis?
Cuando Selene le habló de la posada de las inmediaciones del Foro donde ella y Ulrika habían pernoctado la víspera, Paulina dijo sonriendo:
—Siendo así, tenéis que hospedaros aquí en mi casa. Las posadas son caras e inseguras, ¿no te parece? Los amigos de Andrés son mis amigos. Mandaré a un muchacho para que recoja tus cosas.
Paulina mandó llamar a un esclavo para que acompañara a las invitadas a sus habitaciones y, antes de abandonar el atrio, añadió:
—Huelga decir que puedes quedarte todo el tiempo que desees. Insisto en ello. ¿Cuántos años tiene tu hija?
—Cumplirá trece en marzo.
—Esta casa es muy grande —dijo Paulina, tras reflexionar un instante—. Sería fácil que una niña se perdiera en ella. Los jardines de la parte de atrás son muy extensos. No conviene que se extravíe. Es mejor acomodarla cerca de tus aposentos.
Mientras cruzaban el jardín con el esclavo, pasaron por delante de la estancia de la que procedía la música y Selene oyó unas voces:
—No comprendo cómo es posible que Amelia se haya casado con un hombre de inferior condición.
—Porque es rico y apuesto.
Se oyeron unas risas y después una voz femenina comentó:
—¿Y qué me decís de su familia? Procede de una larga estirpe de guerreros. Aunque tenga dinero —recién adquirido, que conste—, le falta el nombre. Creo que Amelia se ha rebajado mucho. Es el hazmerreír de todo el mundo. Ah, aquí está Paulina. Pregúntale qué piensa de la pobre Amelia.
Sin embargo, cuando Paulina entró en la estancia cesaron todas las risas. Selene oyó unos murmullos e imaginó las miradas de curiosidad de los invitados al verlas pasar por delante de la puerta.
Mientras atravesaba el jardín en compañía de su madre, Ulrika miró a derecha e izquierda y se sorprendió de que todo aquello perteneciera a una sola persona. Entonces vio a un muchacho que debía de llevarle dos o tres años, recogiendo con un rastrillo las hojas secas de la calzada del jardín. Ulrika se lo quedó mirando. Era alto y rubio y tenía los ojos azules. El muchacho levantó los ojos y la miró a su vez, olvidando el rastrillo que sostenía en la mano.
Selene y Ulrika se instalaron en la casa de Valeria con la soltura propia de las personas acostumbradas a viajar y adaptarse a toda clase de ambientes. Ulrika apenas había dicho nada desde su llegada a Ostia; en realidad, casi no hablaba desde la noche en que su madre acudió a su cuarto en el templo y le anunció que se iban de Alejandría. Al final, se lavó la cara, se puso el camisón, rezó en silencio sus oraciones y se acostó en la limpia cama sin decir una palabra.
Pensaba en el muchacho del jardín.
En el aposento de al lado, Selene intentaba dormir, pero no podía. A pesar del agotamiento de su cuerpo, su mente estaba muy despierta. ¿Encontraría allí finalmente su hogar? ¿En Roma? Cada vez estaba más segura de ello. Lo sentía. Su familia estaba allí, los poderosos gobernantes del Imperio, hombres y mujeres emparentados con ella por lazos de sangre, pertenecientes al mismo linaje ancestral. Y allí estaba también el hogar de Andrés, al que él regresaría algún día desde Britania. Pero ¿qué otra cosa le ofrecía Roma? Tenía la caja de medicinas preparada al pie de la cama, un poco arañada y astillada a causa de los muchos viajes, pero llena a rebosar de todos los remedios que había recogido a lo largo de sus muchos años y leguas de viajes.
—La gente de Roma te necesita —le había dicho Andrés—. No tiene lugares para atender a los enfermos como los que tú has visto en otras ciudades, ni enfermerías en los templos como la que tú has creado aquí, en Alejandría, ni hay ningún refugio donde se alivie el dolor de los pacientes. Encontrarás tu destino en Roma.
Selene se durmió pensando en Paulina. ¿Qué era para Andrés y qué era él para ella?
Respiró hondo y vio mentalmente a Andrés. Entonces volvió a sentir la misma zozobra de antaño y, sobre todo, el mismo anhelo y el mismo amor.