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Selene subió renqueando la escalera que conducía a la habitación superior de la casa de Isabel. Le dolía el muslo; la vieja herida de la flecha solía causarle molestias tras una jornada agotadora.
La habitación olía a cordero a causa de las bolsas de vellón almacenadas allí, dado que Isabel hilaba la lana que después usaba para tejer. Ulrika ya dormía, tendida de lado sobre una estera y cubierta con una manta.
Selene se quitó las sandalias y se tendió junto a la niña, pensando: «Pronto, mi pequeña, terminará nuestro peregrinaje, vivirás en una casa y tendrás una existencia como la de las demás niñas. Pronto, muy pronto…».
Y no es que Ulrika se quejara. La chiquilla de nueve años aceptaba aquellas residencias provisionales y los meses en los caminos como si fueran la cosa más natural del mundo. Tampoco se sorprendía de la insólita vida que llevaban. Todo aquello era simplemente lo que hacían su madre y tía Rani. Ulrika no envidiaba jamás a las otras niñas de las ciudades por las que pasaban, unas niñas que vivían en casas y tenían los mismos amiguitos año tras año. En realidad, Ulrika se consideraba afortunada porque, con tía Rani, era como si tuviera dos madres.
Era una vida maravillosa para una chiquilla porque siempre había alguna novedad. La gente le hacía regalos, sobre todo cuando Selene o Rani curaban a alguien. Nunca se aburría, porque su madre y Rani siempre le enseñaban cosas, recolectaba hierbas y aprendía sus aplicaciones. Y, cuando se asustaba, como por ejemplo durante las tormentas, Selene y Rani le permitían acostarse con ellas.
En realidad, era una vida ideal para una niña, llena de amor, seguridad y aventura. Pero Ulrika se dormía todas las noches llorando, cosa que Selene y Rani ignoraban.
Selene extendió la mano en la oscuridad y tocó la frente de la niña, como tenía por costumbre hacer. Los niños eran tan vulnerables y estaban tan sujetos a las enfermedades… La terrible tos que se había apoderado de ella en Antioquía, posteriormente convertida en pulmonía, le había metido a Selene tanto miedo en el cuerpo que ahora vigilaba constantemente a la niña, pese a que ya habían transcurrido dos años de aquella pesadilla.
Ulrika tenía la frente cálida y seca. Selene lanzó un suspiro y apoyó el brazo sobre el vigoroso cuerpo de su hija. A los nueve años, Ulrika ya era tan alta como Rani; de mayor, sería sin duda más alta que su madre. Era la herencia de Wulf. En cambio, los ojos y los pronunciados pómulos los había heredado de Selene. La gente se volvía a mirar a Ulrika, cuyo cabello tenía un color insólito, no rubio, sino ocre, como el desierto al atardecer. El azul de sus ojos era tan pálido que casi parecía transparente. Selene sospechaba que Ulrika sería muy agraciada de mayor, tal vez incluso hermosa.
«¿Qué madre se podría considerar más afortunada que yo —se preguntaba a menudo—, teniendo una hija tan buena y tan dócil?».
«Creo que ninguna», se contestó ahora, abrazando a la niña sin saber que la alegría de Ulrika era ficticia y ocultaba un secreto dolor. Lo que Selene y Rani no veían, enfrascadas en su interés por las artes curativas, era que la sonriente chiquilla se estaba apartando cada vez más de ellas y que la infantil alegría que habían adivinado en su corazón durante mucho tiempo, se transformaba poco a poco en una extraña tristeza.
Ulrika se estaba convirtiendo en una niña melancólica, retraída y desamparada.
Tras doblar su ropa y colocarla cuidadosamente al pie de su estera, Rani sacó la pequeña imagen de Dhanvantari, el dios hindú de la medicina, y la colocó en el suelo, junto a su almohada. Dhanvantari la había acompañado durante el largo viaje desde Persia y su poder sanador seguía siendo tan fuerte como al principio.
Al ver que Selene se había acostado al lado de Ulrika y ya tenía los ojos cerrados, Rani apagó la lámpara y se tendió bajo la manta. Tardaría mucho rato en dormirse, y no porque no estuviera cansada —se moría de agotamiento— sino porque, desde hacía más de veinte años, tenía por costumbre meditar antes de conciliar el sueño.
Ahora concentró su mente en el faro que brillaba en su horizonte. ¡Al fin, podría ver la gran escuela de medicina de Alejandría!
A los cincuenta y siete años —una edad tremendamente avanzada—, Rani no caminaba tan ligera como antes, pero la vista la tenía buena, su mente era muy aguda y sus manos tan hábiles como siempre. La esperanza de llegar a ver aquella escuela de Alejandría la mantenía joven; soñaba con todo lo que podría aprender allí. Era una escuela mucho más grande que las de Madrás y Peshawar, adonde en vano había suplicado a su padre que la enviara.
Desde el día de su marcha del palacio del placer, hacía siete años, la princesa Rani jamás había vuelto a mirar hacia atrás. Ahora podía hacerlo porque estaba a salvo. Hacía exactamente siete años que, junto con Selene y la pequeña Ulrika, de dos años, había cruzado las puertas del palacio para emprender el camino de la libertad.
Recordó con cariño su despedida de Nemrod, su único amigo en treinta y seis años. Nemrod lloró y la besó por primera vez y después le ofreció como regalo de despedida su más preciado tesoro, una piedra mágica.
Era una turquesa del tamaño de una raja de limón y aseguraba la fortuna de quien la poseyera. Su color cambiaba misteriosamente de verde a azul huevo de petirrojo cada vez que se utilizaba. Había en una de sus caras una herrumbrosa veta que, a primera vista, recordaba la imagen de las dos serpientes enroscadas alrededor de un árbol, símbolo de los médicos y los sanadores, pero que, observada con más detenimiento, era una mujer con los brazos extendidos.
«¿Y acaso no me ha traído suerte? —se preguntó Rani en la silenciosa y oscura noche de Jerusalén—. ¿No me libró de mi encierro y me permitió ver finalmente el mundo? ¿No se hicieron realidad todos mis sueños? Si ahora…».
Sí. Si los sueños de su única amiga también se hicieran realidad, la vida sería una fiesta. Pero Selene iba en pos de un sueño escurridizo que probablemente no alcanzaría jamás.
Rani deseaba que Selene cesara de buscar a Andrés para que su inquieto espíritu hallara la paz. Mientras siguiera aferrada al recuerdo de Andrés, Selene jamás podría ser enteramente feliz. Por si fuera poco, la obsesiva búsqueda de su propia identidad estaba irónicamente ligada a Andrés por ser éste el depositario de la rosa de marfil en la que se encerraba su herencia.
Poco antes de dormirse, Rani pensó: «Puede que Selene concluya finalmente su búsqueda en Alejandría. Alejandría está como quien dice a la vuelta de la esquina, en Egipto».
Selene estaba todavía despierta en la oscuridad, escuchando el silencio de la noche más santa de Jerusalén. Pensaba en Antioquía y en el duro golpe allí sufrido.
¡Qué esperanzas había despertado en ella la visión de Antioquía! ¡Cómo se le desbocó el corazón mientras recorría las calles conocidas y subía a la parte alta de la ciudad, allí donde cayó el mercader de alfombras! ¡Con cuánta emoción se dirigió a la cercana calle donde se levantaba la villa de Andrés!
Al llegar allí, se encontró con una casa desconocida y se enteró de la increíble noticia: la villa se había incendiado hacía muchos años y nada se sabía de sus antiguos ocupantes.
Se le partió el corazón de pena. Siempre había abrigado la esperanza de que el correo real se hubiera equivocado o no hubiera actuado con la diligencia precisa; que no hubiera buscado al destinatario de la carta y que se hubiera producido algún terrible error y Andrés viviera todavía en aquella casa, aguardando su regreso.
Con angustia infinita, Selene acompañó a Rani y a su hija al barrio pobre de Antioquía, a la casa donde había crecido. Quería que Ulrika la viera. Mientras contemplaba el pequeño patio, a Selene le pareció ver dos espectros bajo el sol: el de Mera y el suyo propio a una edad más temprana. Se sorprendió ante lo pequeña que era la casa.
Abandonó Antioquía triste y deprimida. ¿Qué esperaba encontrar allí? ¿Su juventud? ¿Un sueño? ¿Esperaba encontrar el pasado intacto, tal como lo conservaba en su mente, a pesar de lo mucho que había cambiado su vida? «El pasado, una vez transcurrido, ya no puede volver», pensó, preguntándose qué pensaría algún día Ulrika de la extraña odisea de su infancia.
Recordó la fría y lluviosa noche de marzo del nacimiento de Ulrika hacía nueve años. De acuerdo con la costumbre persa, un sacerdote de Zoroastro presidió el parto, extrayendo él mismo a la niña del vientre de su madre. En tales circunstancias, Selene vivió una extraña experiencia.
En el momento culminante de las contracciones, cuando su cuerpo parecía a punto de estallar, tuvo otras visiones. De pronto, se encontró tendida, no en una cama del palacio del placer persa, sino en un camastro en una casa sencilla. Los muros de ladrillos de barro se estremecían bajo el viento huracanado; sintió la suave caricia de Mera; y vio en las sombras el rostro de un apuesto romano, mirándola con amor e inquietud. Fue como si experimentara su propio nacimiento y se hubiera convertido en su propia madre, allí, en aquella casita de las afueras de Palmira.
Pero ¿cómo era posible?, se preguntó después. ¿Habrían sido figuraciones suyas, desencadenadas por el trauma del parto? ¿O acaso existía un nexo espiritual que se transmitía de generación en generación, algo así como una memoria ancestral oculta en el subconsciente y que sólo emergía en situaciones de especial tensión? ¿Habría visto la madre de Selene, mientras daba a luz a los gemelos, a su propia madre durante el parto? En caso afirmativo, ¿en qué lugar, en qué ciudad, en qué año?
Selene estudiaba a menudo a Ulrika y creía ver en su rostro en formación una huella de Mera, pese a constarle que por las venas de la niña no fluía ni una sola gota de la sangre de aquella buena mujer, y sí la de otra abuela… ¿quién sería? ¿Sería romana? ¿O tal vez egipcia? ¿Cómo se llamaba?
Un rumor perturbó sus pensamientos aquella noche. Selene levantó la cabeza y prestó atención. Una mujer estaba llorando en el piso de abajo. Parecía Isabel.
Vio que Rani y Ulrika estaban profundamente dormidas, se levantó sin hacer ruido y bajó de puntillas.
Encontró a Isabel sentada en el centro de la estancia, llorando a lágrima viva. Observó que la venda que le cubría el brazo se le estaba empezando a manchar de sangre.
Tomando la caja de medicinas que había dejado sobre la mesa, se sentó junto a Isabel, sobre la alfombra.
—Te has hecho daño —le dijo con dulzura—, deja que te cure. —Pero Isabel no cesaba de llorar y sus sollozos conmovieron profundamente a Selene, la cual apartó las manos de su rostro al tiempo que le decía—. Déjame ayudarte.
—¡No quiero perderle! —gritó Isabel entre sollozos—. ¡Le amo!
Selene retiró la venda, examinó la herida y sacó un frasco de su caja de medicinas. Contenía aceite de gaulteria, un bálsamo suavizante para heridas, extraído de la corteza del abedul. Después cubrió directamente la herida con un poco de moho de pan para evitar las infecciones, la volvió a vendar y escuchó la triste historia de Isabel.
—Lo mandarán lejos de aquí —dijo la joven—. Desobedeció las órdenes. Los soldados romanos tienen prohibido interferir con las costumbres locales.
—Pero aquella gente iba a hacer una cosa terrible, Isabel.
—Nuestra ley lo permite. Y los romanos no deben intervenir cuando administramos nuestra propia justicia entre nuestra gente. ¡Jamás volveré a verle! Le castigarán, enviándole a algún lejano lugar como Germania —dijo Isabel, cubriéndose nuevamente el rostro con las manos.
Selene tocó el brazo de la joven y se compadeció de los dos amantes separados por aquel injusto destino. «Como yo estoy separada de Andrés», pensó mientras acariciaba con la otra mano el Ojo de Horus que no se quitaba desde hacía trece años. Recordó la rosa de marfil, descansando sobre el pecho de Andrés. «¿Me llevas todavía contigo?».
—Isabel —dijo en un susurro—, el amor es lo más grande del mundo. Su poder es tan fuerte que puede obrar milagros. El amor crea la vida, Isabel, sana también las heridas, infunde valor y proporciona consuelo. Si tú quieres lo bastante a Cornelio, jamás le perderás. Pero ámale, Isabel. Ámale con todo tu corazón y todo tu ser. Comprométete con él en cuerpo y alma y, de este modo, le recibirás también por entero porque no hay nada más hermoso y eterno que el amor.
Isabel empezó a calmarse poco a poco hasta que, al final, dejó de llorar y se enjugó las lágrimas.
—No hubiera debido ser soldado —dijo en voz baja—. Cornelio tiene un espíritu muy delicado. Es un soñador y un poeta. Jamás conocí a nadie como él. Y, cuando le vi por vez primera, fue como si… nos hubiéramos amado toda la vida. ¿Tú entiendes eso, Selene?
—Sí.
—No podemos evitar que nuestras razas sean enemigas y que su pueblo oprima al mío. Nosotros sólo queremos vivir juntos en paz y felicidad. No pedimos otra cosa.
Selene se levantó y se acercó a la bolsa de agua que colgaba en un rincón. Llenó una copa, vertió en ella unas gotas de poleo y se sentó de nuevo en la alfombra, diciendo:
—Bébelo. Te ayudará a dormir.
—Eres muy buena —dijo Isabel, tras beber el contenido de la copa—. No sé qué hubiera hecho si tú y tu amiga no os hubierais detenido para socorrerme. ¿Cómo podré pagártelo?
—Me gustaría que me dieras un poco de vellón —contestó Selene, sonriendo.
—¿Un poco de vellón?
—Lo utilizo como tratamiento para las afecciones de la piel. Me basta con un poco. Creo que no debes preocuparte por Cornelio —añadió Selene en tono tranquilizador—. El ejército se encargará de atenderle.
—Sí… le llevarán al valetudinarium.
—¿El valetudinarium? ¿Y eso qué es?
Isabel se mordió el labio, buscando la traducción en arameo. No había ninguna.
—Así lo llaman los romanos. Es el lugar adonde llevan a los enfermos y heridos. Conozco un poco de latín a través de Cornelio. Valetudo significa salud.
—¿Y dónde se encuentra este lugar?
—En la fortaleza Antonia.
Selene miró perpleja a su amiga. Jamás había oído hablar del valetudinarium. Que ella supiera, los únicos centros sanitarios de los romanos eran los templos de Esculapio.
—El valetudinarium es propiedad del ejército —le explicó Isabel—. Allí sólo van los soldados. Cornelio me lo contó cuando su amigo Flavio cayó herido. Me dijo que en todas las fortalezas de la frontera hay uno. Incluso en Germania.
—¿Y no puedes ir a visitar a Cornelio? —preguntó Selene, tratando de imaginar un lugar para enfermos y heridos, dirigido por médicos militares.
—No. Los civiles no podemos entrar en la fortaleza Antonia.
—¿Y su amigo, el otro soldado que acudió en tu ayuda?
—Flavio.
—¿No podrá decirte cómo está Cornelio?
—Flavio no sabe dónde vivo. Pero… ¡es el que vigila las calles alrededor del templo, Selene! ¡Puedo localizarle! ¿Me acompañarás? —preguntó Isabel, tomando la mano de Selene—. Me da miedo ir sola.
—Iré contigo.
—¿Mañana temprano? —preguntó Isabel, esperanzada.
—Todo lo temprano que tú quieras. Ahora debes dormir un poco.
Cuando volvió a tenderse al lado de Ulrika, Selene se quedó casi inmediatamente dormida y no se dio cuenta de que su hija se agitaba con inquietud.
La mano de la niña asió en sueños la cruz de Odín que llevaba colgada alrededor del cuello y que Wulf le había regalado a Selene hacía casi diez años. Dormida, pero profundamente turbada, la chiquilla movió la cabeza mientras su cuerpo se estremecía.
—¡Padre! —musitó Ulrika en sueños.