22
—Necesitaré fuego del templo de Isis —le dijo Selene a la esclava que le habían asignado.
La esclava, que era muda, le indicó por señas que Isis no moraba en Magna, indicándole el símbolo de la luna creciente de Allat que pendía de su cuello.
—Fuego de tu diosa, pues.
Selene trató de calmarse mientras preparaba todo lo necesario; estaba tan nerviosa que le temblaban las manos.
¡Aquélla era sin duda una señal de los dioses! Ahora la librarían de aquel terrible encierro. Era la respuesta a sus plegarias. Conseguir que una persona recuperara la vista era una gran hazaña y Selene estaba segura de que la reina la recompensaría debidamente. «Sólo pediré mi libertad —pensó mientras se lavaba las manos y preparaba las agujas y medicinas para la operación—. Pediré que me dejen en el camino de Antioquía y yo misma buscaré a Andrés».
Estaba tan contenta y tan ansiosa de alejarse de aquel lugar y del hombre que la había atormentado durante tres meses, que apenas podía concentrarse en su trabajo. Pero tenía que hacerlo porque, para recibir la recompensa de la libertad, la operación debería ser un éxito.
Y ella jamás había realizado aquella operación.
Rebuscó amorosamente en el interior de la caja de medicinas. Cada frasco era como un viejo amigo, cada hierba le recordaba su hogar: el frasco de miel de tomillo, la bolsita de raíces de diente de león, las flores de lavanda secas, conservadas en una cajita de madera.
Selene comprendía ahora que Kazlah le había ido mostrando una a una todas aquellas hierbas sin que ella las reconociera como suyas. Las hojas de consuelda son iguales en todas partes y, por consiguiente, cuando Kazlah le preguntó para qué servían, ella le contestó: «Haz un emplasto con ellas y aplícalo a los cortes y las quemaduras», sin saber que eran las mismas hojas que ella había cultivado y recogido con sus propias manos.
La esclava regresó con el sagrado fuego del templo, sobre el cual Selene puso a hervir un cuenco de agua. Cuando el agua hirvió, Selene vertió en ella una medida de semillas de hinojo mientras decía:
—Sagrado espíritu del hinojo, despierta tu poder curativo en esta infusión.
Después, puso la infusión a enfriar. Le serviría para lavar el ojo al terminar la operación y alejar de ese modo los malos espíritus de la infección.
Selene tomó finalmente la aguja.
Ella jamás la había utilizado, pero lo había visto hacer varias veces a su madre. Contempló la larga y afilada aguja que sostenía en la mano, tan ligera como las alas de una mariposa, pero al mismo tiempo tan sólida como los muros de aquel palacio, porque aquel frágil hilo de bronce tenía el poder de devolver la vista o de matar.
Selene colocó la aguja junto a la llama en la que minutos más tarde la iba a purificar. En caso de que no le temblara la mano y la operación alcanzara el éxito, pronto podría regresar a casa. Pero, si cometía un error, estaría perdida.
Se acercó la mano al pecho, acarició el Ojo de Horus y pensó: «Que sea cierto que procede de los dioses, porque ellos guiarán mi mano esta noche. No pueden haberme llevado hasta este lugar para que muera; nací para cumplir una misión. Debo averiguar quién soy. Debo regresar junto a Andrés y, para ello, necesito emprender el camino de la libertad».
Tomando la aguja y acercándola a la llama, musitó:
—Sagrado espíritu de la llama, purifica esta aguja y aleja los malos espíritus de la enfermedad y la muerte.
Después cerró los ojos y conjuró todos sus poderes, centrándolos en las manos. Se sentía en cierto modo renacer y le parecía que su cautiverio no había sido más que un sueño y un período de preparación.
Comprendió súbitamente que aquellos tres meses habían sido su iniciación espiritual, la que ella y su madre hubieran tenido que realizar en la montaña, e intuyó que los dioses la habían llevado hasta aquel palacio con el fin de prepararla para el rito final: estaba a punto de realizar su primera curación, sin tener a su lado ni a Mera ni a Andrés. Con su caja de medicinas y los conocimientos adquiridos, Selene cruzaría el umbral de su independencia. A partir de aquel momento, sería una sanadora por derecho propio.
—Se llama catarata —estaba diciendo la suave voz nasal de Kazlah cuando Selene entró en la cámara de la reina—. Es una película que cubre la pupila del ojo, impide la visión e invalida el ojo.
La reina le hizo callar con un gesto de impaciencia. No le importaba la visión; le bastaba con el otro ojo para ver. Lo que no soportaba era aquella desagradable nube que le empañaba el ojo desde hacía años, confiriéndole una apariencia grotesca y repulsiva. Se lo cubría con la esmeralda, y nadie, ni siquiera el rey Zabbai, se lo había vuelto a ver desde entonces. Pero ahora el ojo estaba descubierto y miraba hacia el techo sin ver.
Selene se acercó y colocó la caja de medicinas en la mesita situada junto al lecho de la reina. La seguía una esclava con el fuego sagrado.
—Necesito agua y jabón —dijo.
—¿Para qué? —ladró Kazlah.
—Para lavarme las manos —contestó. Kazlah la miró con recelo—. Es una costumbre egipcia.
—¡Dale lo que pide! —ordenó la reina.
Selene abrió la caja de medicinas.
—Que alguien traiga una copa de vino para la reina —dijo.
Después tomó un pequeño frasco de arcilla y lo acercó a la luz para ver su inscripción. Llevaba grabado el símbolo de la belladona y, debajo, el jeroglífico egipcio que representaba el mal, para indicar que el contenido del frasco era venenoso.
Cuando llegó la esclava con la copa de vino, Selene vertió una pequeña cantidad de la sustancia en un pequeño embudo de cobre obturado con algodón y lo sostuvo sobre la copa. Todos los cortesanos y sirvientes observaron en silencio cómo Selene sostenía el embudo sobre la copa como si no hiciera nada. Al poco rato, apareció una gota en el extremo del embudo y cayó en el vino. Selene permaneció inmóvil, con los ojos clavados en el embudo. Se formó y cayó otra gota. Y después una tercera.
Retirando rápidamente el embudo y colocándolo en la boca del frasco de belladona para recoger la parte sobrante del costoso narcótico, Selene tomó la copa y la movió en suaves círculos para mezclar la droga con el vino. El correcto manejo de la belladona era una de las primeras cosas que había aprendido de su madre; utilizada en la dosis adecuada, la belladona provocaba el sueño y aliviaba el dolor; pero una gota de más podía envenenar a una persona.
Selene alargó la copa a una de las damas de la soberana y dijo con voz trémula:
—Dáselo a beber a la reina.
Pero Kazlah se la arrebató de la mano y preguntó:
—¿Qué es eso?
Selene miró al hombre que la había aterrorizado en su celda de la torre y pensó que ya no podría volver a hacerlo nunca más.
—Es un secreto —contestó.
—Dámelo —dijo Lasha, impacientándose.
Aquella muchacha tartamuda había salvado la vida de su hijo y ella confiaba en sus habilidades.
Mientras la reina bebía, Selene sintió que un estremecimiento inesperado le recorría los brazos y las piernas. Comprendió, de repente, la enormidad de lo que estaba a punto de hacer y las posibles consecuencias. Durante la preparación, sólo había visto el camino de regreso a Antioquía y Andrés, pero ahora, mientras los párpados de la reina se cerraban y la cabeza le caía sobre la almohada, Selene se dio cuenta de que estaba a punto de perforar el ojo de aquella mujer con una aguja potencialmente mortífera.
«Si fallo —pensó, súbitamente asustada—, ¿qué será de mí? —Vio a Kazlah, mirándola con los finos labios apretados—. ¿Y si me entregan a él como castigo?».
—La reina está dormida —dijo la dama.
Selene cerró los ojos y trató de imaginar su mano derecha, la aguja que sostenía y el camino que debería seguir hacia el ojo. Intentó imaginar cómo realizaría su madre la operación. Si equivocaba la trayectoria, la aguja podía causar más daños que beneficios; por ejemplo, pinchar la órbita y provocar la salida del líquido y el aplastamiento del ojo; desencadenar una hemorragia que no se pudiera restañar o, peor todavía, resbalar y tocar sin querer la vulnerable raíz de la parte posterior del ojo, provocando la muerte instantánea de la reina.
Selene se echó a temblar y cerró las manos en puño, tratando de recuperar la calma. Para que la operación tuviera éxito, necesitaba unas manos firmes. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, tanto menos lo conseguía.
—¿A qué esperas? —le preguntó Kazlah a su espalda.
Selene respiró hondo, pensó en su madre, tomó la aguja y se acercó a la reina adormecida. De cerca, pudo ver mejor los efectos del paso de los años en el rostro empolvado, y las profundas arrugas que Lasha ocultaba en su vanidad. Colocó la mano izquierda sobre la frente de la reina y, utilizando el índice y el pulgar, separó cuidadosamente los párpados del ojo enfermo. El ojo que otrora fuera tan bello la miró sin verla, empañado por una desagradable mancha.
El procedimiento para eliminar la mancha era muy sencillo y consistía en comprimir el cristalino del ojo con una aguja hasta conseguir que se desprendiera y regresara flotando al humor vítreo. Selene se lo había visto hacer muchas veces a su madre e incluso había sido testigo de algunas recuperaciones totales de la vista. Lo difícil no era el procedimiento, sino la habilidad de la mano que guiaba la aguja. Mera tenía muchos años de experiencia y práctica, mientras que Selene jamás en su vida había tocado una de aquellas agujas.
Primero sostuvo la aguja sobre la llama purificadora de Allat para alejar los malos espíritus; después, respiró hondo y la acercó al ojo de Lasha.
De repente, se detuvo. ¡Aquél no era el ángulo más adecuado! Retiró la mano y estudió el contorno de la órbita, tratando de establecer el punto de entrada más idóneo. «Aquí —se dijo—. Justo en el borde del iris». Pero tuvo que volver a retirar la aguja. Tampoco era el punto correcto. ¿Por dónde entraba la aguja, por arriba o por la parte de abajo? «¡No me acuerdo, madre!».
—¿Por qué vacilas? —la apremió Kazlah.
Selene decidió no hacerle caso. Volvió a acercar la punta de la aguja y tocó la superficie del ojo. «Aquí —pensó—. Comprime con suavidad. ¡Ahora!».
Un temblor le estremeció la mano y tuvo que retirarla. Cuarenta pares de ojos la observaron; fuera, la lluvia azotaba las palmeras y los sauces, y revolvía las aguas del río.
«No puedo hacerlo —pensó, aterrorizada—. ¡No puedo hacerlo!».
Inesperadamente, recordó otra lección que le había enseñado Mera hacía mucho tiempo. Cuando ella contaba nueve años, su madre le había dicho:
—Imagínate el mundo que llevas dentro, hija mía. Imagínate un camino del mundo exterior que penetrara en tu ser más íntimo, doblando esquinas, subiendo lomas y adentrándose en la oscuridad. Hay algo al final de ese camino, Selene. Algo en lo más profundo de tu alma. Debes tratar de alcanzarlo. Alcánzalo…
Y Selene lo vio. Era una pequeña llama blancoazulada, una simple gota de fuego, temblando en la oscuridad. Selene se había desmayado aquella vez porque su cuerpo de nueve años no podía soportar la tensión del viaje interior. Pero ahora sí podría, conjuró la llama y ésta empezó a arder en una oscuridad imaginaria, disipando con su luz y su calor todos los temores.
Selene estudió el ojo de la reina. Con el cuerpo inmóvil, evocó la imagen de la llama y oyó la voz de su madre, hablándole desde otra lección del pasado:
—La aguja tiene que entrar por arriba —le había dicho Mera durante una operación—. Hay que entrar por el borde del color del iris. Sostén la aguja en posición perpendicular a la superficie del ojo.
Concentrándose en la llama y superponiendo su imagen al rostro de la reina, Selene rozó cuidadosamente con la punta de la aguja el borde del iris y ejerció una ligera presión. Poco a poco, casi imperceptiblemente, la nube empezó a moverse.
Sin aflojar la presión, Selene observó el rostro de la reina a través de la llama.
No se escuchaba el menor ruido en la estancia e incluso le pareció que la lluvia había amainado, como si los dioses lo hubieran dejado todo en suspenso. La luz de cientos de lámparas danzaba en las paredes, arrojando unas fluctuantes sombras en derredor. Cualquiera que hubiera entrado en la estancia en aquel momento hubiera presenciado una escena petrificada: los servidores reales enfundados en sus largas túnicas, los adivinos con sus cónicos gorros, los esclavos y los guardianes mudos, todos inmóviles, con los ojos clavados en la mano aparentemente quieta de la prisionera.
Poco a poco, el turbio cristalino se desprendió de la pared del ojo y, bajo la presión de la aguja, se soltó del todo con un crujido casi imperceptible y regresó flotando hacia el líquido del ojo.
Selene retiró la aguja, levantó la cabeza y dijo:
—Ya está.