38
Reclinada en su diván y con la espalda apoyada en unos cojines de seda, la princesa Rani estudió a los dos visitantes con curiosidad. La muchacha era muy alta y tenía un aspecto insólito debido al contraste entre su blanca piel y su mata de cabello negro. Si ella hubiera podido levantarse, pensó Rani, le hubiera llegado a los hombros. ¡Y qué decir de su acompañante! ¿Cómo era posible que de un cráneo humano brotara cabello de color de las barbas del maíz? Rani había oído hablar de aquellos hombres, pero jamás creyó llegar a ver ninguno de carne y hueso.
—Tengo entendido que salvaste la vida del astrólogo de nuestra corte —dijo amablemente—. Eso te hace acreedora a mi gratitud, a la de todos los habitantes del palacio y, sin duda, a la de los dioses. Siéntate, te lo ruego.
Los aposentos le recordaban a Selene los de Lasha en Magna, pero sólo a primera vista. Las estancias de aquella princesa eran muchísimo más lujosas que las de Magna. Había azulejos de oro incrustados en el suelo de mármol y unos extraños y gigantescos pájaros de color turquesa que arrastraban sus largas colas multicolores por el suelo. Cuando uno de ellos, completamente blanco, levantó y abrió la cola en un soberbio abanico blanco, Selene se quedó boquiabierta.
—Vienes desde muy lejos —le dijo Rani con una sonrisa—. ¿Qué te ha traído a Persia?
Selene apartó los ojos de los pavos reales y estudió a la princesa. Era bajita, morena y regordeta, como muchos de los habitantes de aquel palacio del placer, pero sin la arrogancia de que casi todos ellos hacían gala. Le sorprendió que mantuviera las piernas inmóviles bajo un cobertor de raso.
—Vinimos aquí buscando un camino para regresar a casa. El destino nos ha obligado a desviarnos.
Rani asintió porque comprendía muy bien aquellas cosas. Jamás olvidaría cómo el destino había torcido su camino hacía treinta y seis años.
—Chandra me ha hablado de tu visita al pabellón esta mañana. Dice que querías tocar al astrólogo. ¿No sabes que, como mujer, no puedes hacer eso? Nemrod pertenece a la casta de los brahmanes.
Selene recordó el incidente de aquella mañana. ¿Quién sería Chandra? Entonces recordó al hombre bajito y con barba que la miraba con expresión de reproche.
—No se me puede culpar por mi ignorancia —contestó Selene—. En mi mundo no existen esas prohibiciones. Pido perdón por mi ofensa; mi amigo y yo sólo deseamos proseguir nuestro camino. Nos han dicho que desde aquí se puede viajar hacia el oeste…
—Chandra me ha dicho que le hiciste a Nemrod una cura extraordinaria y que afirmas ser una sanadora. ¿Es eso cierto?
—Sé hacer algunas cosas.
La princesa la estudió largo rato y después le preguntó:
—¿Pueden las mujeres ser sanadoras allí de donde tú procedes?
—Pues claro —contestó Selene, ligeramente sorprendida ante la pregunta.
—Verás, es que yo apenas sé nada sobre el mundo, más allá de estas paredes —dijo Rani, sacudiendo la cabeza—. Casi nunca recibo visitas. Todas las noticias me las proporciona Chandra, que es mi único amigo y también mi médico personal. Llevo treinta y seis años paralizada —añadió, al ver que los ojos de Selene se posaban automáticamente en el cobertor de raso que le cubría las piernas sin vida.
—Lo lamento.
Los ojos almendrados de Rani, orlados de espesas pestañas negras, se clavaron en los de Selene. Por un instante, pareció establecerse entre ambas una extraña comunicación; tal vez, pensó Selene, la princesa quería hacerle alguna confidencia. Pero pasó el momento y Rani apartó la mirada.
—Siento curiosidad por ti —dijo—. En este rincón del mundo, las mujeres no pueden aprender el arte de la medicina. Tampoco se nos enseña a leer y escribir. ¿Tú sabes leer y escribir?
—Sí.
—¡Qué mundo tan maravilloso debe de ser el tuyo, donde se otorga tanta libertad a las mujeres! —exclamó Rani, lanzando un suspiro. Después dio unas palmadas que hicieron tintinear las pulseras que le cubrían los brazos. Casi inmediatamente apareció una esclava con una bandeja que posó ante los visitantes, al tiempo que miraba a Wulf sin el menor disimulo—. ¡Eres una auténtica rareza! —añadió Rani, una vez se hubo retirado la esclava, indicándoles por señas que escanciaran el vino y tomaran confites—. Antes de que termine el día, la gente se agolpará a tu alrededor para verte. Ocurrió lo mismo cuando vinieron los romanos.
—¿Los romanos? —preguntó Selene—. ¿A esta lejana región oriental?
—Estamos en el imperio parto y la Partia es muy poderosa, pero el águila romana es muy voraz y pretende extender sus mortíferas alas hasta Persia. Vino una delegación romana a este palacio hace menos de tres meses. ¡La llamaban misión de paz! Y, sin embargo, enviaron a uno de sus generales. ¡Un militar! Y, por cierto, era muy duro… se llamaba Cayo Vatinio.
—¿Cayo Vatinio? —repitió Wulf, incorporándose súbitamente.
—¿Has oído hablar de él?
—¿Cayo Vatinio estuvo aquí? —preguntó Selene, volviéndose a mirar a Wulf—. ¿Es posible que sea el mismo hombre?
—Está al mando del ejército del Rin —dijo Rani.
—¿Cuándo se fue? —preguntó Wulf, levantándose de un salto—. ¿Qué dirección tomó?
—Tranquilízate, amigo mío. Hay hombres en esta corte que podrán decirte lo que deseas saber. Yo no vi a los romanos; Chandra me informó de su visita. El general se marchó hace tres meses y regresaba al Rin.
Selene se impresionó al ver que Wulf cerraba las manos en puño y la miraba con un extraño fuego en sus ojos azules.
—Ahora veo —dijo la princesa, estudiando los rostros de sus visitantes— que no habéis venido a Persia por casualidad. Los dioses os han traído por alguna razón.
Entornando los ojos, pensó: «¿Será posible que uno de vosotros sea el que anunciaron los astros, el responsable del término de la existencia de Chandra en este palacio?».
—Me gustaría que volvieras a visitarme antes de marcharte de Persia —le dijo Rani a Selene—. Me gustaría que me contaras cómo llegan a ser sanadoras las mujeres de tu mundo.
Sin embargo, Selene no apartaba los ojos de Wulf.
—Tenemos mucha prisa, mi señora. No podemos quedarnos aquí.
—¿Vais también a Renania?
Esta vez, fue Selene quien miró a Rani a los ojos.
—Yo debo regresar a mi hogar, en Siria, donde me aguarda una misión —dijo, emocionada.
—¿Una misión?
Selene le contó brevemente a la princesa su lucha por sobrevivir a orillas del Éufrates, describiéndole las visiones tenidas en su delirio. No era fácil hacerle comprender a otra persona de qué forma habían revivido acontecimientos del pasado, olvidados o aparentemente intrascendentes, pero que, más tarde, vistos a la luz de la fiebre y la pasión, adquirieron un nuevo significado: el mercader de alfombras de Damasco a punto de morir en la calle, las multitudes de tullidos y enfermos que se agolpaban alrededor de la puerta del palacio de Magna, la horrenda plaza de Gilgamesh en Babilonia. Selene revivió cada uno de aquellos acontecimientos con todo detalle, aunque esta vez los veía con otros ojos.
—Antes no los comprendía —dijo, inclinándose hacia la princesa—. Me limitaba a poner en práctica lo que mi madre me había enseñado. En cambio, al revivir aquellos acontecimientos en mis sueños, percibí que era una persona distinta.
»Verás, la mujer que me crió no era mi verdadera madre. Mi padre murió la noche en que yo nací y le dijo a la sanadora que yo tenía que buscar mi destino. Durante mis delirios, tuve una asombrosa revelación: comprendí súbitamente que mi vocación de sanadora y la búsqueda de mi identidad no son dos cosas distintas, sino que se hallan en cierto modo relacionadas, que mis actividades como sanadora y mi identidad están íntimamente unidas y que una cosa no existe separada de la otra. Los dioses me revelaron, de un modo que no puede expresarse con palabras, que mi vocación de sanadora y mi persona están vinculadas y que ambas se combinarán un día en la realización del gran propósito para el que nací.
Rani miró a Selene con los ojos empañados por la emoción y una extraña expresión en el rostro.
—Como si el poder curativo —dijo en voz baja— no procediera de lo que te han enseñado sino de tu interior, de tu alma. Como si ya hubieras nacido con esta capacidad.
—Sí —dijo Selene.
—Y como si no fuera algo que tú haces sino algo que tú eres. Como si fuera la definición de tu persona y no pudieras existir sin ello.
Selene miró fijamente a la princesa.
—¿Sabes cuál es el gran propósito para el que los dioses te están preparando? —preguntó Rani, sonriendo.
—Yo creo —contestó Selene en un susurro— que mi misión es recoger en todos los rincones del mundo todo aquello que es bueno para curar, con el fin de llevarlo después allí donde pueda ser más beneficioso para el mayor número de personas.
—¿Y eso dónde será?
—No lo sé.
—En tal caso, debes regresar a tu tierra y hacer lo que sea preciso. Te envidio.
Las últimas palabras de la princesa tenían un matiz de tristeza. Selene miró a su alrededor y contempló las colgaduras de seda, las lámparas de oro y los pavos reales. Finalmente, sus ojos se posaron en la menuda mujer confinada en el diván.
—¿Quieres que te examine las piernas? —le preguntó—. Ya sé que otros lo han hecho antes que yo, pero tal vez…
—Puedes hacerlo, pero soy un caso sin remedio.
Wulf se acercó al jardín de la princesa para contemplar los árboles y la hierba, pero sólo pudo ver el rostro que tenía grabado en el corazón, el rostro de Cayo Vatinio. Selene retiró el cobertor de raso y dejó al descubierto los pequeños pies morenos de Rani.
—Nací en el seno de una de las más nobles familias de la India —dijo Rani mientras Selene le examinaba los pies— y, a los doce años, mi padre me prometió en matrimonio a un príncipe de Persia. Me trajeron hasta aquí desde el valle del Ganges para desposarme con un hombre al que jamás había visto, para convertirme en una de sus muchas esposas y pasarme el resto de la vida entre extraños en una corte extranjera. La víspera de la boda me asaltó una fiebre. Me abrasé durante varios días seguidos y, cuando me recuperé, descubrí que mis piernas se habían quedado sin vida.
—¿Sientes algo? —le preguntó Selene, dándole un ligero pellizco.
—No. El príncipe se negó a casarse conmigo y mi padre no quiso acogerme de nuevo en su casa. Entonces me dejaron aquí olvidada. Durante seis años, me sentí terriblemente sola… mi único amigo era Nemrod, que me enseñó a leer y escribir para que, por lo menos, pudiera distraerme un poco. Después, cuando cumplí dieciocho años, apareció Chandra. Procedía, como yo, del valle del Ganges.
Selene levantó el pie derecho de Rani y le pasó el pulgar por la planta. Los dedos del pie se curvaron. Tomó el pie izquierdo e hizo lo mismo; los dedos se curvaron también. Selene frunció el ceño, perpleja.
Cuando la hubo tapado de nuevo con el cobertor, Rani le dijo:
—¿Lo ves? Es una dolencia incurable de la columna. Pero te agradezco que hayas querido ayudarme. ¿Volverás a visitarme antes de que te vayas de Persia?
Ya en el pasillo, mientras les acompañaban a su habitación, Selene le dijo en voz baja a Wulf:
—La princesa Rani no tiene nada en las piernas. No hay razón para que no ande.
Pensó en Chandra y se preguntó qué extraño poder ejercía sobre la princesa.