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Mera se reprochó su propia actitud mientras seguía por la calle oscura al muchacho de la linterna.

No quería salir de casa aquella noche; estaba entregada por entero a los preparativos de la ceremonia de la vestidura y de la iniciación de Selene, que tendría lugar ocho días más tarde. El tiempo se le echaba encima y Mera tenía muchas cosas que hacer. Sin embargo, al ver en su puerta a la huesuda chiquilla a la que había curado de una pulmonía en invierno, suplicándole que se trasladara al puerto porque Nasón, el patrón de barco, necesitaba verla, Mera no tuvo más remedio que ceder. Por encima de todo, era una sanadora y había pronunciado un sagrado juramento ante la diosa.

La ramera vivía a la orilla del río, en una de aquellas casas de alquiler tan inestables y llenas de gente que a menudo se derrumbaban con todos sus moradores dentro. El chico de la linterna guió a Mera por unos estrechos peldaños de piedra hasta el tercer piso, donde la muchacha la aguardaba. A su espalda se encontraba un corpulento sujeto que, a juzgar por su atuendo, debía ser el patrón de barco.

—Gracias por venir, madre —musitó la prostituta, utilizando el tradicional título de respeto—. Está aquí.

Los perspicaces ojos de Mera lo abarcaron todo de un solo vistazo: la mísera estancia, con una lámpara que olía a demonios porque quemaba el peor aceite de oliva; la pálida tez de la muchacha; el patrón con sus bamboleantes andares de marinero; y, finalmente, el cuerpo del hombre tendido en un camastro.

—Tenía que zarpar conmigo —explicó Nasón mientras Mera se arrodillaba junto al herido—. Le atacaron unos ladrones.

—¿Está vivo? —graznó la prostituta, cuyo nombre era Zoé, como Mera averiguó en seguida.

Mera tocó el cuello del herido y percibió un pulso muy débil.

—Sí —contestó, haciéndole señas al muchacho de la linterna, el cual se acercó con la caja que había traído, una caja de cedro con grabados signos sagrados y místicos: la caja de medicinas de Mera—. Ahora vete a casa, hijo, y gracias por acompañarme —añadió ésta—. Vete a dormir y dile a tu padre que mañana le pagaré sacándole el diente malo.

Nasón y Zoé observaron en sobrecogido silencio cómo las finas y morenas manos de Mera retiraban la túnica de Andrés para dejar al descubierto su pecho. Después le vieron detenerse de golpe, tomar una cadena que colgaba del cuello del herido y estudiarla bajo la luz de la lámpara. De su extremo pendía el Ojo de Horus, símbolo del dios egipcio de la medicina.

—¿Es médico? —preguntó Mera, dirigiéndose al patrón.

—Sí, y tenía que embarcar conmigo mañana al amanecer.

—Pues no podrá hacerlo, patrón. Ha recibido un golpe en la cabeza.

—¡Por Júpiter! —exclamó Nasón, lanzando un escupitajo y maldiciendo al primer dios que le vino a la mente—. Entonces no puedo hacer nada —añadió, dando media vuelta para marcharse.

—¡Espera! —dijo Zoé, asiéndole del brazo—. No puedes dejarle aquí.

—Tengo que atender mi barco, muchacha —replicó Nasón, zafándose de su presa.

—¡Pero yo no puedo tenerle aquí! —gritó la prostituta—. ¡Es aquí donde recibo a mis clientes!

—¿Podrías llevarle contigo, madre? —preguntó Nasón mientras Mera abría la caja de medicinas.

—No se le puede mover.

Nasón se tambaleó sobre sus piernas borrachas. No tenía ni idea de dónde vivía Andrés y no sabía a quién avisar. Tras reflexionar un instante, introdujo dos dedos en la parte interior del cinto y sacó una pequeña bolsa de cuero.

—Toma —dijo, arrojándosela a la prostituta—. Con eso lo podrás mantener. Es lo que me dio como precio del viaje.

Zoé abrió la bolsa y contempló atónita las monedas que contenía. Mientras las hábiles manos de la sanadora trabajaban, hizo un rápido cálculo.

—Muy bien —dijo—, puede quedarse.

Mera pidió una jofaina con agua y sacó de la caja las medicinas y los lienzos, pensando en la túnica talar a medio coser que le aguardaba en casa —la que Selene recibiría el día de la ceremonia de la vestidura—, en la rosa de marfil que tenía que llevar al joyero para que le pusiera una cadena, y en el papiro de hechizos secretos que estaba escribiendo para su hija. ¿Conseguiría terminarlo todo a tiempo? Veinte días eran muy pocos y el dolor de su cuerpo era cada vez más intenso. Sus manos se movían ágilmente sobre el cuerpo de Andrés.

—Yo le curaré —dijo, dirigiéndose a la prostituta y al patrón—. Aunque sea un desconocido, es médico y, por consiguiente, hermano mío…