65
—¿Tú eres la mujer llamada Marcela?
—En efecto.
—¿Y eres partera en la isla Tiberina?
—Sí.
La emperatriz Agripina hizo una seña a las esclavas que se encontraban en la estancia y éstas se retiraron, cerrando la puerta a su espalda.
Marcela, súbitamente a solas con la emperatriz y sin saber por qué razón ésta la había mandado llamar al palacio imperial, empezó a mover los pies, inquieta.
—Me han dicho —añadió Agripina, tomando asiento mientras Marcela permanecía de pie— que tú serás la encargada de asistir a Julia Selena durante el parto. ¿Es eso cierto?
—Sí, mi señora. Ella me lo ha pedido. Tengo treinta años de experiencia.
—¿Para cuándo se espera el parto?
—Para dentro de dos semanas.
—Quiero que hagas una cosa.
La crispación de Marcela aumentó. Le habían contado muchas historias sobre aquella perversa mujer, terribles historias de personas desaparecidas, de seres inocentes que iban a la muerte sin saber de qué delito se les acusaba. Por eso, cuando la mandaron llamar del palacio imperial, Marcela se asustó.
Agripina tomó una bolsa que tenía a mano, encima de la mesa y se la ofreció a la mujer. Marcela la aceptó desconcertada.
—Cuando empiece el parto —añadió Agripina—, pide que se retire todo el mundo. Procura quedarte a solas con Julia Selena cuando nazca el niño, ¿está claro?
La partera asintió en silencio.
—Si tiene un varón, lo asfixiarás y después le dirás a Julia Selena que su hijo nació muerto.
—Mi señora, ¡yo no puedo hacer eso! —exclamó Marcela.
Agripina clavó en ella unos ojos verdes que ponían a la gente de rodillas.
—No dudes. Hazlo —ordenó.
—Pero, mi señora…
Marcela se detuvo. Lo había comprendido todo. Un varón en quien el pueblo reconociera al heredero de Julio César sería un obstáculo para las ambiciones de Agripina de convertir a su hijo Nerón en emperador.
Marcela dejó la bolsa de oro sobre la mesa, enderezó orgullosamente su rechoncho cuerpo y dijo:
—No lo haré.
—Esperaba que no fueras tan testaruda. —Agripina lanzó un suspiro—. Me habían dicho que eras una mujer inteligente. Ahora veo que no es cierto. —La emperatriz dio unas palmadas y apareció un esclavo con unos rollos de escritura que dejó silenciosamente sobre la mesa antes de retirarse. A Marcela se le heló la sangre—. ¿Sabes lo que es eso? —preguntó Agripina.
Marcela sacudió la cabeza.
—Son testimonios, jurados por la diosa Bona Pides, de personas que dan fe de tus distintos actos de traición.
—¿Traición?
—¿Los niegas?
—Ciertamente que sí. ¡Jamás me ha pasado por la cabeza el menor pensamiento de traición!
—Por desgracia para ti, no tienes defensa. ¿Estás dispuesta a enfrentarte con estas acusaciones ante un tribunal de justicia? —preguntó Agripina.
—Lo estoy. Mis amigos confirmarán mi lealtad a Roma y al emperador.
Agripina arqueó una fina ceja. Marcela se asustó y volvió a posar la mirada en los rollos. ¿Quién había firmado? ¿Quién la había traicionado? ¿A quién había intimidado la emperatriz para que cometiera perjurio, tal como ahora estaba haciendo con ella para que cometiera un asesinato?
—¿Lo ves? —dijo Agripina—. No tendrías la menor posibilidad ante un tribunal de justicia. El castigo de la traición es, como tú sabes, la muerte.
Marcela miró los rollos.
—Bueno, pues. —Agripina se levantó y se acercó a la partera—. Este oro es sólo la mitad del pago por tu trabajo. Cuando hayas hecho lo que te pido, recibirás la otra mitad…, junto con estos rollos, para que hagas con ellos lo que se te antoje.
—No te creo —se atrevió a decir Marcela—. Estos rollos están en blanco.
—¡Por lo que más quieras, examínalos tú misma!
Marcela tomó un rollo y desató la cinta con temblorosos dedos. Leyó la acusación del panadero de su barrio, acompañada de la correspondiente firma. Después leyó otra y otra. Todos la acusaban de haber manifestado su deslealtad hacia Roma, el Senado y la familia imperial.
La emperatriz vio cómo el rostro de la partera se demudaba poco a poco. Lo mismo le había ocurrido a Galo, su hombre de confianza en la isla, situado en la estratégica posición de capataz de las obras de la Domus. Durante algún tiempo, todo había ido bien y las obras habían estado a punto de quedar paralizadas para siempre. Con unos cuantos «malos presagios» más, no hubiera habido en todo el Imperio un solo hombre con valor suficiente para trabajar en el proyecto. Pero después Galo había sido descubierto. Alguien leal a Julia Selena, espiándole, le había sorprendido cometiendo el acto de brujería. Después había aparecido una paloma, presuntamente enviada por Venus y, dos días más tarde, el cuerpo decapitado de Galo había sido hallado flotando en el río.
Entonces Agripina había adoptado otras medidas, aunque ninguna de ellas resultó efectiva. La popularidad de Julia Selena era su mejor protección; por si fuera poco, la muy zorra gozaba de la amistad de Claudio, el cual la apreciaba y mostraba mucho interés por la Domus. El poder de Agripina no era todavía superior al de su marido; por consiguiente, la emperatriz tenía que andarse con mucho cuidado. Aunque las obras de la Domus estaban muy avanzadas, aún había tiempo. La cuestión del hijo era más urgente.
—¿Y bien? —le dijo a la partera.
Marcela dejó los rollos sobre la mesa y dijo con una inclinación de cabeza:
—Haré lo que me pides.
La ciudad padecía una ola de calor. Ni la menor brisa agitaba las ramas de los árboles ni los estandartes; hasta el río parecía más perezoso. Puesto que el verano era la época más turbulenta de Roma, donde el opresivo calor encendía la llama de las rebeliones y los disturbios, los juegos en el circo eran casi incesantes.
Aquel día, el pueblo se distraería con toda una serie de matanzas en honor del dios Augusto en el mes a él dedicado, como julio era el mes dedicado al divino Julio César. En la arena tendría lugar una impresionante batalla naval: dos armadas de mentirijillas, con sus barcos y catapultas, se enfrentarían en un combate a muerte en un mar artificial. Debido a ello, las calles de Roma estaban casi desiertas cuando Selene y Píndaro se adentraron por la Vía Sacra.
Andrés le había pedido a Selene que no saliera, pero ella se había empeñado en hacerlo. Aquel día se cumplían cuatro meses exactos de la partida de Ulrika y, hasta entonces, no se había recibido ninguna noticia suya. Por consiguiente, Selene quería ir una vez más al santuario del divino Julio para ofrecer un sacrificio a su abuelo y pedirle que velara por Ulrika.
Píndaro la acompañaba muy nervioso y preocupado, tomándola a menudo por el codo y llevando su caja de medicinas al hombro. Selene estaba a punto de dar a luz, caminaba con mucha dificultad y tenía que detenerse a cada paso para recuperar el resuello. El niño se había dado la vuelta la víspera y ahora se encontraba encajado, con la cabeza hacia abajo, en la pelvis.
El santuario del divino Julio se levantaba en una plaza cubierta de césped, adornada con una fuente y unos setos. El edificio era pequeño y circular, con columnas todo alrededor. No había dependencias externas; los sacerdotes vivían en otro lugar. En su interior sólo había la estatua de Julio César con una llama votiva a sus pies. Aquel día, los sacerdotes no estaban… se habían ido a sus tribunas reservadas del circo.
Selene entró y lanzó un suspiro de alivio al percibir el frescor. Se llevó una mano a la espalda y lamentó no haber seguido el consejo de Andrés, que había insistido en que utilizara una litera. Sin embargo, la distancia no era mucha y, por la mañana, la temperatura no era tan alta.
Contempló la remota expresión del rostro de su antepasado y se preguntó si estaría efectivamente presente en aquel templete y qué pensaría de ella, su nieta.
—Divino Julio —musitó, mientras depositaba unas flores a sus pies—. Vela, te lo suplico, por tu bisnieta Ulrika. Ella renegó de ti, pero es muy joven. Necesita encontrar su camino, como yo tuve que encontrar el mío. Regresará a ti algún día.
Selene estaba satisfecha. Las cosas se estaban desarrollando según las previsiones. Desde que Rufo ocupara el puesto de capataz en abril, las obras en la Domus habían avanzado muchísimo. La cúpula ya estaba terminada, lo mismo que todas las paredes, columnas y arcos. Ahora, los hombres se dedicaban a dar los últimos toques: los cerrojos de las puertas y las rejas de las ventanas, por ejemplo. Se calculaba que, en cuestión de dos meses, la Domus Julia estaría en condiciones de acoger a los enfermos, y las aulas de recibir a los alumnos.
Selene cerró los ojos. Tenía la sensación de encontrarse al borde de un precipicio. Había recorrido un largo camino y, sin embargo, le quedaba todavía una enormidad por andar. Pronto empezaría a trabajar con Andrés.
De repente, experimentó un espasmo, seguido de una tibia humedad entre las piernas e, inmediatamente después, un calambre en la parte inferior de la espalda.
«Es demasiado pronto», pensó mientras el calambre le rodeaba todo el vientre.
—Píndaro, tengo que sentarme. Ayúdame. Mira a ver si hay…
Otro calambre más fuerte le rodeó la cintura.
Píndaro la tomó del brazo y la acompañó al fondo del santuario, donde, detrás de la estatua de Julio Cesar, había un gran arcón de piedra para guardar el incienso y las vestiduras de los sacerdotes. Selene se sentó en el arcón y se cubrió el abdomen con las manos. Antes de que pudiera respirar, una contracción más fuerte que las demás le provocó un siniestro desplazamiento de los huesos.
—Ve por Marcela —dijo casi sin aliento—. Tengo que ir a casa. —Píndaro sacudió la cabeza—. ¡Te digo que vayas! Hay tiempo, no te preocupes. Caminaré despacio. ¡Date prisa, Píndaro!
La siguiente contracción la obligó a doblar la cintura y a agarrar el borde de su túnica con ambas manos. Un sudor frío le empapó todo el cuerpo, en contraste con el ardiente dolor que experimentaba.
Las siguientes contracciones fueron como un círculo de fuego alrededor de la cintura. Por un instante, todo se quedó a oscuras y Selene no vio ni oyó nada, consciente tan sólo de su terrible dolor.
«Con Ulrika no me ocurrió lo mismo —dijo su mente desde el oscuro rincón en el que se había ocultado—. Aquí pasa algo».
Trató de levantarse. Una oleada de dolor la derribó al suelo; cayó de rodillas y después se inclinó de lado. El vestido, frío y húmedo, se le pegaba a la piel. El siguiente dolor empezó en el corazón y bajó poco a poco en espiral como una estrella fugaz para que estallara finalmente en la pelvis.
Selene lanzó un grito desgarrador.
Por un momento, permaneció inmóvil, limitándose a respirar y a hacer acopio de fuerza para poder resistir el siguiente ataque. El dolor era espantoso.
—Socorro —musitó, aunque, en realidad, le salió un grito.
«Éste me mata. Me voy a morir».
Selene tuvo la impresión de estar alejándose del santuario. Vio los pies de mármol de su abuelo apartándose de ella mientras su cuerpo se deslizaba por un oscuro túnel en el que la aguardaban unas oleadas de ardiente dolor.
El pavimento era frío y duro, pero ella se sentía devorada por un negro fuego. Los minutos le parecieron horas, y las horas se transformaron en días y en toda una eternidad. Creía llevar allí mucho tiempo; Píndaro no era más que un lejano recuerdo.
Vio unos pies que corrían hacia ella. El divino Julio había cambiado de parecer y regresaba para ayudarla. Pero era Píndaro, diciéndole que tenía miedo de correr hasta la isla para ir en busca de Marcela. No quería dejarla sola, añadió, tratando de incorporarla entre sollozos.
Selene se horrorizó; Píndaro sólo llevaba ausente un minuto.
—Algo va mal —dijo en un susurro.
Él le pasó las manos bajo las axilas y la llevó de nuevo a la parte de atrás de la estatua. Selene se sorprendió al comprobar que se había arrastrado por el suelo. «¿Adónde quería ir?», se preguntó.
Píndaro rompió la cerradura del arca de piedra y levantó la tapa. En medio de otra oleada de dolor, la mente de Selene pensó con extraña lucidez: «No debe hacer eso. Es un sacrilegio».
Entonces recordó por qué razón se había arrastrado por el suelo. Para salir del santuario y no profanarlo con un alumbramiento.
«Pero ¿por qué? —pensó en medio de un dolor indescriptible—. Esto es el milagro de la vida; los propios dioses lo inventaron».
Las pausas entre las contracciones —durante las cuales Selene respiraba y razonaba— se hicieron cada vez más cortas, hasta convertirse en una incesante marea de dolor.
Ella misma era el dolor que la devoraba y la empujaba hacia un oscuro lugar anterior al tiempo y a la existencia. Píndaro sacaba del arca túnicas escarlata y ceñidores de oro.
—No debes hacerlo… —musitó Selene.
Píndaro lloraba y tenía miedo, pero estaba firmemente dispuesto a permanecer a su lado y ayudarla. Una almohada para su cabeza, un cojín bajo su pelvis. Selene contempló el techo abovedado del templo de su abuelo y sintió el tibio aire estival entre sus piernas cuando Píndaro le retiró la ropa.
Pensó en el nacimiento de Ulrika y trató de recordar cómo había sido. Yacía en una mullida cama, Rani le dio a beber vino caliente y estaba con ella el anciano sacerdote de Zoroastro que había ayudado a venir al mundo a miles de niños. Ulrika emergió de su vientre, sin ninguna dificultad.
«Ulrika es así —pensó, tratando de olvidar su torturado cuerpo—. Dondequiera que esté ahora, luchando al lado de su padre o simplemente esperando que caiga la nieve, ella siempre saldrá adelante».
Otro dolor, de naturaleza distinta, le desgarró la parte baja del vientre como un cuchillo. La mano de Píndaro sobre su frente le produjo un inesperado efecto calmante.
«Ulrika nació hace diecinueve años, cuando yo era muy joven —pensó—. Ahora mi cuerpo se rebela contra esta erupción. Me muero…».
«Me quedaré con él —musitó—. No lo empujaré hacia afuera. Me lo guardaré dentro toda la vida».
Sin poderlo evitar, lanzó un grito desgarrador.
Unas palomas escaparon volando de las alfardas, revoloteando y rebotando en las paredes para finalmente volver a posarse.
Selene gritó nuevamente.
Algo iba mal. Lo sentía y Píndaro lo estaba viendo. Oponía resistencia y Píndaro intentaba decirle que no lo hiciera. Quería calmarla y hacerle comprender que sus esfuerzos eran contraproducentes.
Pero el dolor la obligaba a luchar, y su lucha agravaba el dolor. Selene comprendió aterrada que se iba a matar, pero no podía soportar el dolor…
Oyó unas palabras tranquilizadoras y sintió que unos brazos amorosos la rodeaban.
—No te preocupes —le dijo al pobre retrasado, que la abrazaba y lloraba contra su hombro.
Píndaro la acunaba como si fuera una niña. La mente de Selene hubiera querido gritar como su garganta, pero, en su lugar, pensó: «Él sabe lo que necesito mejor que Marcela. Necesito alguien aquí arriba, no allí abajo. Alguien que comparta mi dolor, lo corte por la mitad y me libre de él».
De repente, lo vio.
El fuego de la vida.
Sólo en una ocasión anterior, el fuego había surgido inesperadamente sin que ella lo conjurara, y ahora había vuelto y ardía como un cometa. Selene se alegró tanto al verlo que corrió a abrazarlo, tal como Píndaro la estaba abrazando a ella.
Súbitamente, lo comprendió: no era su fuego vital, sino el de otra persona. Ardía con una llama distinta, más fría y más dulce. Comprendió que era el de Píndaro, danzando y estremeciéndose mientras ella lo cercaba con sus brazos.
—Aquí está —dijo Selene, riendo y llorando a la vez.
Experimentó una última oleada de dolor antes de que una llamarada líquida se escapara de repente de su cuerpo.