56

En cuanto la vio, Selene comprendió que la muchacha iba a morir.

—Procura que esté lo más cómoda posible —le dijo Selene al hermano que estaba al cuidado de la improvisada enfermería—. Ahora tengo que rezar.

Quería pedirle al dios que le confiriera fuerza y manos firmes; no iba a pedir, tal como imaginaba el hermano, que el dios la iluminara sobre la decisión a tomar. La decisión estaba tomada desde el momento en que la joven apareció en la escalinata del templo, muriéndose a causa de un parto prolongado. No cabía la menor duda sobre lo que se debía hacer, la ley estaba muy clara. La Lex Caesaris, escrita hacía mucho tiempo, decretaba que, si una mujer moría estando embarazada, el hijo debería ser inmediatamente arrancado de su vientre. Aquella pobre muchacha, cuyo nombre nadie conocía, se iba a morir; pero al hijo que vivía en su interior se le tendría que dar la oportunidad de sobrevivir.

Selene tenía miedo porque jamás había realizado una operación cesárea.

Con paso cansado, avanzó por el camino que conducía desde la pequeña dependencia al templo. Puesto que en el interior del templo no estaban permitidos los partos para evitar la profanación de aquel sagrado lugar, los hermanos habían trasladado rápidamente a la muchacha a uno de los ahumaderos que Selene había convertido en enfermería. Allí, bajo el tejado en cuyos aleros arrullaban las palomas, y sin apenas luz, Selene intentaría extraer el niño vivo de su madre muerta.

El interior del templo estaba ahora un poco más limpio —Herodas había podido contratar a alguien para el mantenimiento de la casa del dios—, pero aún había demasiada gente y los hermanos no podían atender a la enorme cantidad de esclavos que seguían llegando a la isla. Al fin y al cabo, aquello no era el templo de Isis, con su rico tesoro y su comunidad de hermanas pertenecientes a las más linajudas familias, sino un viejo y abandonado templo de Esculapio, lleno a rebosar de enfermos y con un puñado de hermanos muy voluntariosos, pero sin apenas recursos.

Las visiones tenidas por Selene en diciembre, cuando Paulina y Juno hicieran generosos donativos al templo, no se habían hecho realidad.

Selene aprendió a lo largo de los meses sucesivos que el dinero no servía de nada si no se disponía de personas dispuestas a ayudar. El templo necesitaba la colaboración de músculos, espaldas y esforzados corazones humanos. Lo malo era que la isla se había convertido en un lugar maldito, en el que no se podían contratar los servicios de hombres que limpiaran, prepararan la comida y lavaran. El temor a los enfermos, al aire mefítico que rodeaba el templo y a los malos espíritus de la enfermedad y la muerte, mantenían alejada a la gente.

Los temores estaban justificados y Selene no se lo reprochaba. Pero ¿cómo era posible que no aprendieran la lección de las pasadas experiencias? Las autoridades sanitarias de Roma conocían muy bien los beneficiosos efectos de la higiene: en la ciudad había de todo, cloacas, retretes con agua corriente, red de alcantarillado. Además, se habían desecado las marismas de los alrededores del río para acabar con las epidemias de malaria; todo el mundo sabía que dicha enfermedad era debida a las emanaciones inmundas del agua estancada. Las marismas se secaron y se llenaron con tierra, se construyeron casas encima y, tal como se esperaba, la malaria desapareció. Y, por si eso fuera poco, se acabaron los molestos mosquitos.

¿Por qué, pensó Selene exasperada mientras ofrecía un sacrificio de flores primaverales a Esculapio, no aplicaban los romanos el mismo principio a aquella desdichada isla? ¿Por qué no limpiaban y restauraban el templo para devolverle su antiguo esplendor?

Porque, se dijo con amargura, no puede esperarse compasión de mi pueblo que se complace en las matanzas.

Sin saber por qué, acudió a su mente el terrible recuerdo de un día no lejano, durante los festejos en honor de Ana Perena, la antigua diosa de los meses del año, en el que se celebraron unos juegos en el Circo Máximo.

Toda la ciudad se echó a la calle para honrar a la diosa, y Selene decidió tomarse un descanso con Ulrika. Ambas siguieron a la multitud, cruzaron las arcadas para entrar en el circo y se asombraron de la inmensidad de aquella estructura, la más grande del mundo en su género y famosa hasta en Persia por sus carreras de carros. Selene y Ulrika, que jamás habían estado en el circo, lo miraban todo con los ojos muy abiertos mientras subían a las últimas gradas, donde se sentaron bajo un toldo en medio de la vociferante multitud y la excitación general. Llevaban un cesto con huevos, queso y pan y una garrafa de vino aguado. Ulrika se rió por primera vez en mucho tiempo, presa de la misma exaltación que los miles de espectadores que abarrotaban las gradas. Al final, se oyó un toque de trompetas y los dioses y diosas fueron sacados a la harena en medio del clamor de la muchedumbre. Les seguían los sacerdotes, los dignatarios cívicos, los artistas y, finalmente, el emperador y la emperatriz, cuya aparición desató el entusiasmo de la multitud. Se inició el espectáculo con los jinetes del circo que, de pie sobre parejas de caballos, corrieron alrededor de la harena, así llamada por la arena que cubría el suelo. Fue una exhibición extraordinaria que provocó los aplausos y las risas de Selene y Ulrika. Después vinieron los volatineros y los acróbatas, vestidos con atuendos de vistosos colores.

Otro toque de trompetas anunció el siguiente número, en el que aparecieron dos hombres con yelmos y taparrabos, sosteniendo en sus manos escudos y espadas. Los espectadores se volvieron locos de entusiasmo. Selene imaginó que aquellos hombres serían famosos, aunque ella jamás los hubiera oído nombrar; el dinero empezó a cambiar rápidamente de manos mientras se cruzaban apuestas; al parecer, el más alto era el favorito. Selene oyó comentar que había obtenido cien victorias.

Cuando se inició la lucha, la gente no pudo contener su emoción. Las espadas entrechocaron y los músculos brillaron de sudor. Selene y Ulrika lo contemplaron al principio con curiosidad, después con creciente horror.

Los gritos de la muchedumbre alcanzaron el paroxismo cuando uno de los gladiadores, el más alto, cayó al suelo y fue inmediatamente inmovilizado por el pie de su contrincante. El vencedor miró hacia el palco del emperador, donde las vírgenes vestales hicieron el gesto de inclinar los pulgares hacia abajo. Después, ante los atónitos ojos de Selene y Ulrika, el hombre atravesó con la espada a su oponente caído. Tras lo cual, se inclinó para sacarle el yelmo a la víctima, dejando al descubierto un hermoso rostro y unas rubias trenzas germánicas.

Selene y Ulrika observaron, mudas de espanto, cómo el vencedor recibía su premio en oro y el cuerpo del otro hombre era retirado a rastras.

A todo lo largo y lo ancho del circo, miles de personas sedientas de sangre gritaban hasta desgañitarse; los vendedores ambulantes subían y bajaban por las gradas, ofreciendo comida y recuerdos, mientras los apostantes se intercambiaban monedas. Selene y Ulrika aún no se habían repuesto de la impresión cuando se inició el siguiente espectáculo: se abrieron unas puertas de hierro y unas cien personas salieron a trompicones, parpadeando bajo el sol. Eran hombres, mujeres y niños, pálidos, demacrados y vestidos con andrajos. Al otro lado de la arena, se abrieron otras puertas de hierro y emergieron unos tigres de aspecto famélico. Cuando la multitud empezó a gritar «¡Judíos! ¡Muerte a los judíos!», Selene tomó a Ulrika de la mano y ambas abandonaron corriendo el circo.

Así se explicaba Selene por qué nadie acudía en ayuda de la isla. ¿Cómo se podía esperar compasión de los corazones de semejantes personas? Gente que rechazaba a los enfermos como si fueran basura.

—Nunca habrá solución mientras se permitan esas prácticas —le había dicho Herodas—. Porque ahí está el meollo de la cuestión: hay demasiada gente. Tendría que intervenir el emperador.

«El emperador es un hombre codicioso y egoísta», pensó Selene, de pie ante la estatua de Esculapio.

Tres veces había solicitado ser recibida por él, y tres veces la habían rechazado. Ni siquiera Paulina pudo utilizar su influencia. Ahora que había vuelto a Roma, el emperador estaba demasiado ocupado en la satisfacción de sus deseos personales para prestar atención a las dificultades de la gente.

Claudio había regresado a Roma…

«Entonces, ¿dónde está Andrés?».

Paulina hizo averiguaciones entre sus amigos del palacio imperial, pero nadie sabía dónde estaba Andrés.

«Yo sé dónde está —pensó Selene—. Ha encontrado un barco rumbo a otros horizontes…».

Selene sacudió la cabeza. Se encontraba ante la estatua del dios para pedirle auxilio en la operación cesárea que se aprestaba a realizar, no para exponerle sus inquietudes personales. Tenía que concentrarse en el aquí y el ahora. Tal como decía Herodas, «eso es como intentar contener las olas del océano con una escoba». Su proyecto de convertir la isla en un santuario para los enfermos y los heridos de Roma no se pudo llevar a efecto; seguía sin haber sitio para ellos.

—Divino Esculapio —musitó Selene en medio del humo del incienso y las oscilantes sombras—, padre de la medicina, guía mi escalpelo esta noche. Concédeme la sabiduría y la fuerza necesarias para traer a la luz a este niño sentenciado a morir.

»Madre Venus, atiende la súplica de tu devota hija, vela por esta pobre joven, haz que su partida de este mundo no sea dolorosa, y concédeme a su hijo.

Por último, Selene invocó el espíritu del divino Julio, su abuelo… y su secreto.

Las esperanzas que Selene tenía de reunirse con su familia en el monte Palatino a la llegada a Roma, hacía seis meses, se habían desvanecido de golpe, al conocer sus traiciones y sus codicias. La familia imperial, como le había dicho Andrés, era auténticamente peligrosa. Por toda Roma circulaban rumores sobre los planes de Mesalina de convertir a su hijo Británico en el sucesor de Claudio. Para ello, la emperatriz sería capaz de eliminar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino, cosa que ya había hecho. Se hablaba de misteriosas muertes y de inexplicables desapariciones de personas que, por distintas razones, habían incurrido en la ira de Mesalina.

El cansancio de Selene iba en aumento a medida que pasaban los días y se conocían los rumores que circulaban en palacio. Los Julio-Claudios se peleaban y se arañaban como gatos; no acogerían con agrado la súbita aparición de la única descendiente legítima de Julio César. Por su propia seguridad, Selene había decidido mantenerse alejada de ellos; además, por el bien de Ulrika, le convenía guardar silencio. La biznieta de Julio César ya tenía edad para engendrar.

La última y más ferviente plegaria de Selene se dirigió a la diosa, Madre de Todos. Selene rezó por el alma de aquella joven, cuyo tránsito se iba a producir de un momento a otro, y después añadió, tal como siempre hacía, una oración por su madre y su hermano, vivos o muertos, dondequiera que estuvieran.

—Yo creo, tía Paulina, que me gustará tener muchos hijos.

Ulrika se encontraba en el soleado jardín contemplando cómo Paulina recogía peonías y lirios amarillos. Ahora que los capullos primaverales estallaban de color, ambas salían al jardín casi todas las tardes; Ulrika se sentaba a la sombra del granado mientras Paulina se movía entre los setos y arbustos, semejante a una de las hermosas estatuas de mármol que poblaban el jardín. Desde aquella noche de diciembre, ambas eran muy amigas. Al final, Paulina no sólo toleró la presencia de Ulrika sino que incluso la acogió con agrado y, por su parte, Ulrika consideraba a Paulina una segunda madre, como en tiempos ya hiciera con Rani.

—Tener un solo hijo me parece muy cruel —añadió Ulrika—. Me preocuparía que mi hijo estuviera demasiado solo. Por eso he decidido tener muchos niños, para que se hagan compañía unos a otros, de lo contrario —añadió, poniéndose muy seria—, prefiero no tener ninguno.

Tras recoger unas cuantas granadas para Selene, que las utilizaba en la elaboración de ciertos medicamentos, Paulina le dijo a Ulrika, sonriendo:

—Necesitarás primero un marido.

—Sí, claro. Pero en eso tendré mucho cuidado. Deberá ser alguien muy especial.

«Qué bien lo sé yo —pensó Paulina con tristeza—. Valerio era un hombre singular cuando nos conocimos hace tiempo. Quién tuviera la edad de Ulrika para poder soñar en estas cosas. Pero yo las he dejado todas a mi espalda. Quién pudiera volver a casarse y tener hijos».

Paulina lanzó un suspiro y levantó los ojos hacia el transparente y límpido cielo. «Me gustaría tener hijos con alguien como Andrés. A ser posible, con el propio Andrés…», pensó con tristeza.

—Sí —estaba diciendo Ulrika—, no puedo casarme con el primero que encuentre. Llevo sangre real en las venas. Mi padre era un príncipe.

Paulina contempló los leonados bucles de la niña. Estaba preocupada por Ulrika, cuyos períodos de silencio alternaba con otros de efervescente excitación. Era una niña demasiado seria, pensó Paulina. ¡Y cómo se había encariñado con el esclavo Eiric! ¡Cómo practicaba con él el germano siempre que tenía ocasión, y cómo hablaba de su padre muerto! Era como si buscara constantemente sus orígenes.

—Y después —añadió la niña—, hay que tener en cuenta la otra mitad de mi persona. No me gusta que Julio César sea mi bisabuelo, pero a otras personas les parece importante y puede que a mi futuro marido también se lo parezca.

Paulina sonrió con aire ausente mientras guardaba los frutos rojo amarillos en su cesto. Después, con los brazos todavía levantados hacia las ramas, hizo una pausa y preguntó:

—¿Qué has dicho, Ulrika? Sobre Julio César.

—Es mi bisabuelo —contestó la niña, tomando una granada del cesto y empezando a quitarle la dura corteza.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. Su hijo fue mi abuelo. Lo cual significa que él es mi bisabuelo, ¿no?

—¿Su hijo? —dijo Paulina, bajando los brazos.

—También era un príncipe. El príncipe Cesarión, el padre de mi madre.

Paulina miró un instante a la niña en silencio y después le preguntó:

—Todo eso te lo estás inventando, ¿verdad, Ulrika?

—Qué va. El alma mater se lo dijo a mi madre en Alejandría. Nos dijo que la reina Cleopatra era la abuela de mi madre y que el príncipe Cesarión fue ocultado y mataron a un esclavo en su lugar, pero que después los soldados lo mataron en Palmira, la noche en que nació mi madre.

—Todo eso me parece increíble —dijo Paulina, sentándose lentamente en el banco al lado de Ulrika—. Tu madre nunca me ha dicho nada.

—Lo mantiene en secreto. Pero lleva el anillo de Julio César pendiente del cuello. Él conquistó la Galia y la Germania, ¿sabes? Yo no querría que fuera mi abuelo, pero…

—Ulrika —dijo Paulina, tomando la mano de la niña—. ¿Hay alguien más que lo sepa?

—Sólo la madre Mercia. Y un hombre que estuvo en el templo y que se llama Andrés.

Paulina contempló los grandes ojos azules como un cielo de abril y comprendió que la niña decía la verdad.

—Ulrika —dijo despacio—, escúchame. Tu madre tiene razón. No debes divulgar este secreto. No debes decírselo a nadie, Ulrika. Prométemelo.

Mientras la niña se lo prometía solemnemente, Paulina apretó con fuerza su mano. Si Mesalina se enterara…

—Se encuentra a las puertas de la muerte —dijo el hermano en voz baja.

No hacía falta limpiar los instrumentos en el fuego, pensó Selene, porque la joven moriría y no tendría que temer los malos espíritus de la infección. Aun así, no le parecía bien utilizar instrumentos sucios y por eso lo preparó todo cuidadosamente y dispuso el equipo tal como hubiera hecho ante cualquier otra operación.

Habían traído unas lámparas especiales del sanctasanctórum del templo: las sagradas llamas de las misericordiosas Panacea e Higea, También habían traído una estatua de Apolo, sosteniendo en la mano la vara de las serpientes, habían colocado hierbas sagradas en las puertas y las ventanas, y dibujado en las paredes los místicos signos de Isis y Minerva. Los hermanos querían utilizar todos los poderes a su alcance para ayudar a Selene en su arriesgada tarea.

Los sacerdotes y hermanos de Esculapio le tenían una enorme confianza. Contrariamente a las predicciones de Herodas, Selene no les falló, no se desanimó y no se dio por vencida. Trabajaba con más denuedo que nunca, aunque, por desgracia, su inagotable energía no era suficiente.

Selene les expuso unos planes fabulosos. Quería dividir el recinto del templo en zonas diferenciadas, una para cada tipo de dolencia, tal como había visto hacer en el valetudinarium militar. Quería sustituir los camastros por verdaderas camas, como las que se utilizaban en Persia, y adiestrar a los auxiliares como hacían los hindúes. Quería utilizar agua corriente para eliminar los desperdicios, y procuraba tener siempre vendas nuevas y purificar todos los instrumentos en el fuego sagrado. Pero, cuando cien enfermos y moribundos yacen en el suelo alrededor del templo, cuando las moscas llenan el aire de zumbidos y el espantoso hedor de la isla se extiende a la ciudad y aleja a la gente que, de otro modo, tal vez quisiera colaborar, y cuando no hay sitio para enterrar a los interminables muertos, ni para separar a los niños de los ancianos moribundos, ni un lugar tranquilo donde puedan descansar y tomar el sol los que lo necesitan… poco puede hacer una sola mujer, por maravillosos que sean sus planes.

Sin embargo, Selene solía tener éxito en casos como el de aquella pobre muchacha que había llegado arrastrándose hasta la isla en la esperanza de que el dios la ayudara. Ahora Selene le daría por lo menos una oportunidad al niño. Aunque toda la isla fuera un infierno de oscuridad, pensó el hermano, allí, por lo menos, ardía una pequeña lámpara.

Selene y el hermano permanecían sentados uno a cada lado de la muchacha acostada; sus ojos no se apartaban ni un solo instante del ascenso y el descenso del tórax. En el mismo instante en que se produjera la muerte, se utilizaría el escalpelo. No se podía hacer antes, para no cortar la carne de una mujer viva, ni mucho menos después, so pena de que el niño muriera en la matriz.

Se haría en el preciso instante en que el último aliento de vida abandonara el cuerpo de la joven.

El hermano apoyó una mano sobre el tibio pecho y no percibió el pulso.

—Ya está —dijo en un susurro.

Selene tomó el escalpelo, invocó a todos los dioses y diosas que conocía, y empezó.