26
Selene no podía dormir, pero cuando llamaran a su puerta tenía que aparentar despertarse. Tras vestirse a toda prisa y tomar la caja de medicinas, siguió al mudo guardián por el desierto pasillo.
Tardó varios minutos en darse cuenta de que ocurría algo insólito.
—Éste no es el camino del harén —le dijo al guardián.
Él le dirigió una mirada vacía y siguió andando. El hombre no le había dicho adónde la llevaba. Selene nunca lo sabía, porque los guardianes de palacio eran todos mudos. Una llamada a la puerta y un gesto era lo único que podía esperarse de ellos.
Desconcertada, Selene le siguió por los pasillos, cruzando arcadas, pasando por delante de silenciosas cámaras y bajando finalmente por una escalera de piedra hasta llegar a una parte del palacio en la que jamás había estado hasta entonces. Se preguntó con creciente alarma adónde la llevaría el guardián porque la atmósfera era cada vez más húmeda y los muros y pavimentos cada vez más ásperos. Cuando finalmente el guardián se detuvo, Selene se dio cuenta de que estaba lejos del centro del palacio… muy lejos del harén.
Se abrió una tosca puerta de madera y Selene contempló una extraña escena.
Era una pequeña estancia brillante iluminada por unas antorchas fijadas a las paredes, y amueblada tan sólo con una mesa y una silla. El suelo estaba cubierto de arena y el aire era húmedo, lo cual significaba que debían encontrarse muy cerca del río. Sin embargo, lo que más le llamó la atención cuando entró y oyó que cerraban la puerta a su espalda fueron las personas que se hallaban en el centro de la estancia: un joven sentado en una silla con las muñecas y los tobillos atados a la misma, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta de la que se escapaban unos ronquidos; a su espalda, un anciano rechoncho, en quien Selene reconoció a uno de los médicos de palacio, y delante, Kazlah, inclinado sobre el joven inconsciente.
Kazlah prosiguió su tarea sin saludarla. Selene no sabía qué demonios estaba haciendo el primer médico de la corte inclinado sobre el cuello del muchacho dormido.
Selene contempló la alta figura de Kazlah, de pie bajo la luz de las antorchas, en medio de un silencio espectral. Dos guardianes vigilaban una segunda puerta situada al fondo de la estancia. ¿Por qué la habían conducido hasta aquel lugar?
Entonces se acordó de Darío: en aquellos momentos, ya le habrían mandado llamar y estaría aguardando su llegada al harén de un momento a otro.
Mientras el primer médico de la corte se erguía y se apartaba del muchacho dormido, Selene pensó, alarmada: «¡Kazlah conoce nuestro plan y por ello me ha mandado traer aquí!».
Después pensó: «Pero ¿de veras lo conoce? ¿Y si fuera una simple coincidencia?».
Finalmente, Kazlah se volvió a mirarla y le dijo en un tono tan suave como la seda:
—Te habrás preguntado, Fortuna, de dónde salen los mudos de palacio. Y sin duda habrás deseado ser partícipe del secreto.
Un frío presentimiento empezaba a reptar por el interior del cuerpo de Selene, como si las heladas aguas del río hubieran penetrado a través del pavimento y ahora amenazaran con engullirla. Pero ¿qué estaba diciendo aquel hombre? ¿Preguntarse ella de dónde salían los mudos? Jamás había mostrado el menor interés por el tema.
Contempló al joven dormido y vio que el médico ayudante le estaba aplicando un grueso vendaje alrededor del cuello. Le dio un vuelco el corazón. La venda estaba manchada de sangre.
Kazlah hizo una seña a los guardianes y éstos desataron al muchacho inconsciente y lo arrastraron fuera de la estancia.
—Acércate, Fortuna —dijo Kazlah, en tono levemente autoritario.
Selene permaneció inmóvil, mirándole asustada. El primer médico de la corte arqueó inquisitivamente una ceja.
—Mi señor, la reina Lasha se enojará si despierta y descubre que no estoy.
—La reina duerme profundamente, Fortuna, y tú lo sabes.
Selene respiró hondo. Le pareció que la estancia se había encogido y que las sombras la amenazaban por todas partes.
—Ven aquí, Fortuna —dijo Kazlah—, ya es hora de que te inicies en uno de los mejores secretos de Magna.
Mientras se acercaba a él, Selene vio que se abría la otra puerta y que entraban dos guardianes con una mujer. Era tan negra como el ébano de su caja de medicinas y miraba a su alrededor con unos grandes ojos asustados. Una vez los guardianes la hubieron atado a la silla, Kazlah añadió:
—Esta esclava procede de África. No sabemos cómo se llama porque habla una lengua primitiva. Pronto dejará de hablarla.
Los ojos de Selene se cruzaron con los de la esclava y, por un instante, ambas compartieron un mismo terror. Después, la esclava fue obligada a beber de la copa que le ofrecía el otro médico y en seguida inclinó la cabeza hacia adelante.
—La víctima tiene que estar completamente inconsciente, Fortuna —prosiguió diciendo Kazlah mientras el otro médico echaba la cabeza de la mujer hacia atrás y la sujetaba con las manos—. La garganta tiene que estar completamente relajada. Si hubiera la menor tensión, se podría cortar accidentalmente uno de los grandes vasos sanguíneos que discurren por el interior del cuello y entonces perderíamos la esclava. —Su boca se curvó en una leve sonrisa—. No podemos permitirnos el lujo de cometer ninguna torpeza.
Selene le miró perpleja. Desde algún lugar del pasillo, se oyó la guardia nocturna, anunciando la medianoche. Pensó en Darío, buscándola ansiosamente mientras las mujeres del harén se preparaban para la partida, y tuvo un terrible presentimiento.
—Ahora, fíjate bien, Fortuna —dijo Kazlah en voz baja, moviendo ágilmente las manos, en las que sostenía una pequeña flecha de plata.
Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho, Selene observó cómo Kazlah estudiaba primero el cuello de la mujer y acercaba después la punta de la flecha a la parte lateral de su garganta.
La escena quedó en suspenso un instante; después, la mano de Kazlah clavó hábilmente la flecha hacia abajo y hacia arriba hasta que del minúsculo corte emergió una gota de sangre.
—Aquí es donde hay que tener cuidado, Fortuna —dijo Kazlah mientras pinchaba de la misma manera el otro lado del cuello de la mujer—. Hay un nervio en el cuello que es el que produce el habla. No sabemos cómo, pero, si se corta —tal como yo acabo de hacer— el habla ya no es posible. Sin embargo, hay que procurar no tocar los grandes vasos que discurren a ambos lados de este nervio.
Selene contempló horrorizada cómo vendaban el cuello de la mujer y después le soltaban las ataduras y la sacaban a rastras de la habitación.
—Examina bien este instrumento, Fortuna —dijo Kazlah, extendiendo la mano que lo sostenía—. Fíjate en la perfección y delicadeza de la afilada punta de la flecha. En ninguna otra ciudad fuera de Magna se conoce el secreto para enmudecer a una persona. Las naciones bárbaras enmudecen a sus esclavos cortándoles la lengua, ¡pero eso es muy desagradable! Aparte los ruidos tan molestos que emiten después. De este modo, Fortuna, nuestros esclavos no resultan desagradables ni a la vista ni al oído. Bueno, pues, puedes considerarte privilegiada —otra vez la leve sonrisa enigmática— porque ahora te voy a iniciar en este arte singular.
Se abrió nuevamente la puerta y esta vez los guardianes entraron con otro esclavo, un rubio gigante que hubiera podido vencer fácilmente en una pelea a los dos guardianes, pero que, en su lugar, caminaba sumisamente entre ellos.
—Éste es muy curioso —dijo el primer médico de la corte mientras los guardianes ataban las manos y los pies del esclavo a la silla—. Procede del valle del Rin, en Germania, y fue hecho prisionero hace poco por las legiones romanas. Se llama Wulf.
Wulf era alto y musculoso, tenía el cabello del color del trigo y lo llevaba largo hasta los hombros. Vestía un extraño atuendo, que Selene jamás había visto, con botas y sobrecalzas de piel y sin otra cosa de cintura para arriba que un tosco collar que descansaba sobre su pecho desnudo. Sin embargo, lo que más la atraía, era su barbado rostro lleno de cicatrices y sus ojos intensamente azules bajo unas cejas de un rubio más oscuro. Era joven y tremendamente orgulloso, a juzgar por su porte.
—Temíamos tener dificultades con éste —dijo Kazlah mientras su ayudante mezclaba las gotas narcóticas con el vino—. Pero ha sido muy dócil. Vive en la ignominia porque sobrevivió a la batalla y sus compañeros murieron. Me han dicho que es un príncipe de su pueblo, a quien educaron en la creencia de que debería morir con la espada en la mano. Él se considera muerto desde que los romanos le hicieron prisionero.
Selene trató de apartar la mirada, pero sintió que los fríos ojos azules se clavaban en ella. Cuando Kazlah colocó en su mano la flecha de plata, los gélidos ojos apenas parpadearon. «¡Sabe lo que le va a ocurrir!», pensó Selene.
—No puedo —consiguió decir en un susurro.
—Debes hacerlo —dijo Kazlah en voz baja—. Ven, yo te enseñaré.
Selene aspiró en el sudor y la suciedad del bárbaro todos sus meses de humillación, y vio que sus músculos se contraían bajo la piel llena de cicatrices. Sin embargo, no parecía asustado.
—¡No esperarás que lo haga, mi señor!
—Debes aprender, Fortuna, tenemos esclavos suficientes para que practiques, no importa que cometas algunos errores. —Kazlah se había acercado a ella hasta casi rozarla y le hablaba en tono empalagoso—. Tenemos que ayudarnos el uno al otro en nuestra doble profesión, Fortuna. Yo te enseñaré mis secretos. Y tú, a cambio, me enseñarás los tuyos. ¿Por qué vacilas, Fortuna?
—Él… —Selene casi no podía hablar a causa de la angustia que la dominaba—… deberíamos permitirle que rezara primero a su dios.
Kazlah soltó un bufido.
—¡Su dios! ¡Éste es un bárbaro inútil! Aquí tienes su símbolo —dijo, señalando la tira de cuero que el germano llevaba alrededor del cuello y la cruz de madera que pendía de la misma—. Odín —añadió en tono despectivo.
Selene contempló los ojos azules que no se apartaban de ella un solo instante. Desde más cerca, pudo ver las corrientes de emoción que se agitaban en ellos. «Está asustado», pensó al final.
De repente, sintió el impulso de consolar al bárbaro y de aliviar su temor. «Yo antes era muda —pensó—. Tenía la lengua paralizada y no podía hablar. Después, cuando se me soltó la lengua, tenía miedo de hablar. Pero Andrés me liberó». Ahora, al pensar en lo que Kazlah pretendía que hiciera —condenar a otro ser humano a un silencioso mundo sin esperanza—, no pudo evitar horrorizarse.
Kazlah se inclinó hacia adelante y su auxiliar acercó la copa a los labios del germano. Para su asombro, el esclavo no bebió.
—Muy bien, pues —dijo Kazlah en tono despectivo—, se quedará despierto, si así lo desea. Ahora, haz lo que te he enseñado, Fortuna.
Selene se situó delante del bárbaro y le miró a los ojos. «¡Tengo tanto miedo como tú! ¡Escúchame, si puedes!».
Levantando la flecha para que Wulf la pudiera ver, se acercó un dedo a los labios, confiando en que el esclavo comprendiera aquel gesto universal de petición de silencio. Los fríos ojos azules la miraban sin pestañear. Selene frunció el ceño en un intento de comunicarse con él y apretó fuertemente los labios, sellándolos después con un dedo. Pero el esclavo la miró impasible.
—Busca la tráquea —le dijo el primer médico de la corte—. Localiza el pulso del cuello. Aquí en medio. Es un espacio muy pequeño. Con mucho cuidado.
Selene se inclinó sobre el bárbaro todo lo que pudo, acercando el rostro al suyo de tal forma que el velo que le cubría la cabeza cayera sobre el hombro del esclavo y dificultara la visión a los presentes. Mientras el médico ayudante sujetaba firmemente con las manos la rubia cabeza, Selene palpó el cuello de Wulf con los dedos de la mano izquierda, sosteniendo la flecha con la derecha. Al contemplar la sucia y pálida piel, sintió que le daba un vuelco el corazón.
¿Se atrevería a correr aquel riesgo?
No tenía más remedio que intentarlo. Afianzó los pies en el suelo y se desplazó ligeramente hacia un lado para que Kazlah no pudiera ver el movimiento de su mano. Después pinchó levemente la superficie de la piel con la punta de la flecha. El cuerpo del bárbaro se estremecía. Cuando brotó una gota de sangre, Selene se apartó.
—Muy bien —dijo Kazlah, satisfecho—. Ahora haz lo mismo en el otro lado. Hay que cortar los dos nervios para conseguir una mudez total.
Mientras el ayudante volvía la cabeza del bárbaro hacia el otro lado, Selene cambió de posición, se inclinó de nuevo sobre el esclavo, le hizo un pequeño corte en la piel y se apartó.
Kazlah se sorprendió de su habilidad, mientras Selene tomaba rápidamente una venda y la enrollaba alrededor del cuello del bárbaro, rezando para que éste hubiera comprendido su advertencia y no les pusiera a los dos en un compromiso, rompiendo a hablar de repente.
—He hecho lo que me has dicho —dijo, mirando a Kazlah mientras sacaban a Wulf de la estancia—. ¿Me permites que me retire? Ambos incurriremos en la cólera de la reina si se despierta y descubre que no estoy.
—Los dos sabemos que eso no va a ocurrir, ¿no es cierto? —Kazlah la miró, sonriendo—. Una lección más y te podrás ir, Fortuna —añadió el primer médico de la corte, haciendo una seña a los guardianes—. Has hecho muy bien la operación, pero creo que aún no eres consciente de los graves peligros que entraña. Por consiguiente, te mostraré lo que puede ocurrir cuando la operación no se realiza como es debido.
Todos los temores de Selene se agolparon en su mente. ¿Qué hora sería? ¿Tendría tiempo de ir al harén y ocupar el lugar de Darío? ¿Cómo sabía Kazlah que ella le había administrado a la reina una sustancia soporífera?
«Madre Isis —rezó desesperada—, ¡líbrame de esta pesadilla!».
Sin embargo, cuando entró la siguiente víctima, todas las plegarias y pensamientos, e incluso la respiración, murieron en su cuerpo, obligándola a permanecer clavada en el suelo como si hubiera echado raíces. Cuando el pobre muchacho fue empujado hacia la silla, Selene comprendió con un estremecimiento de pavor que aquello no era una pesadilla sino una cruel realidad; jamás podría escapar de aquel horror.
El joven era Darío.
—Fíjate bien, Fortuna —dijo Kazlah, mientras ataban a Darío a la silla—, porque ésta va a ser una lección muy valiosa para ti.
El eunuco miró a Selene mientras el ayudante sujetaba fuertemente su cabeza.
—En éste no hará falta gastar vino —dijo Kazlah, acercándose a la silla con la flecha de plata en la mano.
Selene observó, paralizada por el miedo, cómo el primer médico de la corte palpaba delicadamente la garganta de Darío, se detenía brevemente y después estiraba su piel entre el índice y el pulgar.
—Mira, Fortuna —dijo Kazlah en voz baja—, el nervio del habla se encuentra aquí, peligrosamente cerca de los grandes vasos sanguíneos. Los muchos años de práctica me permiten llevar a cabo esta tarea miles de veces sin cometer jamás un fatal error. Pero, puesto que tú eres inexperta y conviene que sepas lo que puede fallar, cometeré deliberadamente un error.
—¡No! —gritó Selene, tratando de arrebatarle la flecha.
Inmediatamente, uno de los guardianes de la puerta se abalanzó sobre ella para sujetarla.
—Ya te lo dije, Fortuna —añadió Kazlah—, ésta va a ser una lección muy provechosa para ti.
—¡No! —volvió a gritar Selene, tratando de librarse de la presa del guardián—. Haré lo que quieras, Kazlah, todo lo que tú quieras, pero ¡no hagas eso!
La flecha se hundió en el cuello de Darío.
—Algunos dicen, Fortuna, que las arterias transportan aire —dijo Kazlah, apartándose del eunuco—, pero, como ves, esta arteria, que va desde el corazón al cerebro, transporta sangre.
—Por favor… —musitó Selene, forcejeando con el guardián.
Cuando vio que se aflojaba en los brazos de éste, Kazlah le indicó al hombre, por señas, que la soltara. En cuanto se vio libre, Selene corrió hacia Darío y cubrió con su mano la sangrante herida de su cuello. Mientras buscaba frenéticamente una venda, Kazlah la asió del brazo y la apartó. Selene perdió el equilibrio y tropezó con el cuerpo del médico, el cual la atrajo hacia sí y le susurró al oído:
—Serás mía, te lo juro. Y, cuando lo seas, me obedecerás. No me podrás ocultar ningún secreto porque, siendo mi esposa, tendré derecho a castigarte y nadie me lo podrá impedir. Te aseguro que podré imponerte unos castigos que no te imaginas.
Selene observó horrorizada cómo Darío movía débilmente la cabeza entre las manos del médico auxiliar; muy pronto se le cerraron los párpados, perdió el conocimiento y murió.
Acercando los labios a su oído, Kazlah musitó:
—No pensarías que iba a dejarte escapar, ¿no es cierto? Tu estúpido plan jamás hubiera podido realizarse. ¿Quieres que le diga a la reina lo que hiciste? ¿Que le administraste un somnífero y pretendías huir? Mañana celebraríamos la boda y entonces te enterarías de lo que significa ser una prisionera de verdad. O… podríamos cerrar un trato.
Selene contempló el cuerpo sin vida de Darío y se sintió morir.
—Has cometido una grave equivocación, mi señor —dijo con lágrimas en los ojos—. Jamás hubieras debido matar a mi amigo, porque ahora nunca te diré lo que ansías saber. Puedes decirle a la reina lo que quieras y puedes hacer conmigo lo que se te antoje, pero yo siempre conservaré el recuerdo de esta noche. Y te prometo que eso me dará fuerzas para no revelártelo jamás.