23

Cuando la reina Lasha despertó, un poco aturdida a causa del narcótico que le habían administrado, se tocó el rostro con dedos vacilantes y descubrió la esmeralda todavía sobre su ojo. Después sintió que una fuerte mano le apresaba la suya. Era Kazlah.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lasha.

—Ya todo terminó.

—¿Ha ido bien?

—Eso nos lo debes decir tú, mi señora.

Lasha se incorporó, rodeada por sus servidores, tomó un té cargado y pidió un espejo.

Selene observó desde un rincón cómo retiraban la esmeralda del rostro de la reina. Lasha tomó el reluciente espejo de cobre con la mano derecha y, sosteniendo en la izquierda una pequeña lámpara de aceite de las que quemaban pabilos de lino en una lenta llama regular, se lo acercó al rostro y abrió los ojos.

De repente, Lasha soltó el espejo y se cubrió el rostro con el brazo.

Los cortesanos se miraron nerviosamente unos a otros.

—¡Qué dolor! —gritó la reina, cubriéndose el ojo izquierdo con la mano—. ¡Qué dolor tan espantoso!

Selene se asustó. «No tendría que sentir dolor», pensó alarmada. La operación había sido incruenta y el ojo estaba intacto. Por lo menos, al verlo ella por última vez; pero de eso hacía una hora y en su transcurso, mientras todos aguardaban que la reina despertara, Selene había observado que Kazlah se inclinaba varias veces sobre el rostro de Lasha como si quisiera examinarle el ojo.

—Dadme el espejo —dijo la reina, una vez recuperada.

—Mi señora, está claro que la operación ha fracasado.

Lasha siguió con la mano extendida hasta que colocaron en ella el espejo. Esta vez, la reina abrió los ojos a la luz natural de la estancia e hizo una mueca, pero no soltó el espejo.

—El dolor ha desaparecido —dijo, abriendo los ojos por tercera vez—. Era la luz de la lámpara lo que me dolía. Es un milagro. Puedo ver. —En la estancia se elevaron unos murmullos que la reina acalló de inmediato—. Pido la bendición de los dioses por lo que has hecho —añadió, dirigiéndose a Selene—. Adelántate, hija mía, quiero darte una gran recompensa.

A Selene le dio un vuelco el corazón. «Mañana —pensó, llenándose súbitamente de júbilo—. Pediré permiso para irme mañana al rayar el alba».

—Porque Allat es misericordiosa —dijo Lasha— y en agradecimiento por lo que has hecho por mí, tendrás una muerte indolora.

Selene la miró sin comprender. Con una mirada de desprecio, Kazlah hizo una seña a los guardianes de la puerta y éstos agarraron a Selene.

Mientras uno le ataba los tobillos con una cuerda y le sujetaba las manos a la espalda, el otro sacó un cuchillo y empezó a cortarle el largo cabello. Ocurrió todo con tanta rapidez que Selene no tuvo tiempo de pensar ni de reaccionar, la obligaron a arrodillarse ante la reina y le acercaron a los labios una copa de vino en el que se había vertido un narcótico.

—Tienes suerte. Mucha suerte —dijo Lasha, mientras Selene la miraba con incredulidad.

Desde su lugar, al lado de la reina, Kazlah le dirigió a Selene una mirada que lo explicaba todo: «Cualquiera que, como tú, haya posado las manos en la persona real, merece la muerte».

—Espera —dijo Selene.

Pero la reina no la escuchaba. Elevando los brazos al cielo, Lasha recitó una plegaria a la diosa mientras dos guardianes mudos se situaban junto a Selene. Uno de ellos levantó la espada.

—No… —murmuró Selene mientras una pesada mano le inclinaba la cabeza hacia adelante.

Selene vio por el rabillo del ojo un corto mechón de cabello negro sobre su mejilla. Era su propio cabello, ridículamente corto para dejar bien despejado el cuello. ¡La iban a decapitar!

—Por favor… —musitó de nuevo.

Una sombra gigantesca oscureció el reluciente suelo mientras bajaba la monstruosa espada. Cuando la afilada hoja le besó suavemente la nuca, Selene intentó apartarse del impacto de un tajo que no llegó a producirse.

Entonces oyó la voz de la reina Lasha.

—Levántate, Fortuna.

Inmediatamente los guardianes la libraron de sus ligaduras. Selene miró perpleja a la reina mientras los guardianes la ayudaban a levantarse, aunque siguieron sujetándola por los brazos, como si temieran que fuera a caerse.

—Selene de Antioquía ha muerto —dijo la reina Lasha en tono autoritario—. Que conste por escrito —añadió, haciéndole una seña a un escriba de la corte—. Hoy acaba de nacer Fortuna de Magna. Acércate, hija mía.

Selene se acercó al trono tambaleándose, sostenida por los guardias, mientras la reina descendía y miraba a su nueva súbdita recién nacida con dos claros ojos de perfecta visión.

—Te he llamado Fortuna, porque eres mi mejor fortuna. A partir de ahora, ése será tu nombre. Selene ha muerto y tú acabas de nacer.

Algo relucía en las manos de la reina. Era un collar de oro y rubíes que la soberana ajustó alrededor de su cuello como símbolo de la decapitación ritual que acababa de sufrir.

Después, Lasha retrocedió, extendiendo los brazos y, mientras Selene la miraba horrorizada, anunció:

—Te mantendré siempre a mi lado. Fortuna de Magna, hoy empieza tu nueva vida en mi casa.