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La muchacha era conducida por las calles sujeta con una cuerda y con las manos atadas a la espalda. Una airada muchedumbre la seguía, arrojándole piedras.

Comprendiendo súbitamente lo que iba a ocurrir, Selene se detuvo y miró a su alrededor. ¿Dónde estaban?

Buscó con creciente inquietud, entre la gente, la menuda cabeza de Rani y los cobrizos bucles de Ulrika. Desde la entrada de las tres en Jerusalén, ambas se habían separado varias veces de ella, y Selene estaba preocupada. No le gustaba aquella ruidosa ciudad, y el turbulento carácter de su población le daba miedo.

—¡Rani! —gritó, finalmente, al verlas—. ¡Ulrika! ¡Estoy aquí!

Pero la multitud que seguía a la muchacha les impedía reunirse con ella. Selene les hizo señas de que se quedaran donde estaban e intentaran ocultarse en un portal, pero la marea humana las arrastraba. «¡No! —pensó—. ¡Ulrika no debe ver eso!».

Selene, Rani y Ulrika formaban parte de la multitud que había entrado en la ciudad a través de la Puerta de Damasco. En Jerusalén había mucha gente deseosa de asistir a los ritos de primavera. Más allá de las murallas de la ciudad, Judea aparecía pintada con los más bellos colores de la primavera. La campiña estaba constelada de tulipanes, amarillos azafranes y anémonas escarlata; los campesinos podaban los árboles en los huertos; los viñedos estaban en flor y las higueras se ofrecían cargadas de verdes frutos. Pero, dentro de las murallas, los peregrinos abarrotaban las calles, las tabernas y las hospederías, la gente perdía los estribos y las pasiones se desataban.

¿Qué habría hecho aquella muchacha, se preguntó Selene, para que la maltrataran de aquella forma por las calles?

Selene trató de abrirse paso hacia Rani y su hija, pero no pudo. Después, para su espanto, alguien le colocó una piedra en la mano.

—¡Rani! —volvió a gritar, pero la multitud, que ya había llegado al final de la calle y estaba emergiendo a una pequeña plaza, la empujó y casi la levantó en volandas.

Vio desaparecer la cabeza de Rani y después la de Ulrika.

La muchedumbre, con los rostros desencajados por la furia, se desparramó por la pequeña y soleada plaza mientras la muchacha era empujada hacia una pared.

—No —musitó Selene, tratando de abrirse paso entre la gente. Los rostros, los hombros y los brazos levantados le impedían la visión; no podía ver a Rani ni a Ulrika.

En el espacio libre que se había formado alrededor de la muchacha, alguien arengaba a la muchedumbre. Utilizando palabras como «prostituta», «pecadora» y «traidora». La gente profería insultos. Presa del pánico, Selene redobló sus esfuerzos por abrirse camino y apartar a su hija de aquel horrible espectáculo. Pero los cuerpos de hombres, mujeres y niños estaban tan apretujados que no podía moverse.

Vio, sin querer, a través de las cabezas de la gente, a la muchacha de pie, con la cabeza inclinada.

«No es más que una niña», pensó.

El hombre que se dirigía a la multitud gritó al final unas palabras de condena que Selene a duras penas pudo oír… algo sobre «la ley» y las «escrituras». Después se alejó de la muchacha y se mezcló con la muchedumbre.

Cuando alguien arrojó la primera piedra, Selene se quedó paralizada de espanto. La piedra no alcanzó a la joven, la cual permanecía de pie, con la cabeza inclinada y las manos atadas a la espalda. Cuando la segunda piedra se estrelló en su hombro, la muchacha no hizo el menor ademán de defenderse.

A medida que la gente se animaba a lanzar más piedras, muchas de las cuales no alcanzaban a la joven o apenas la rozaban, Selene sintió que se le helaba el alma. Vio a una frágil anciana canosa arrojar una piedra que dio de lleno en el rostro de la joven. Había fuego en los ojos de la anciana y su rostro estaba deformado por una mueca que hubiera podido ser tanto de alegría como de dolor.

Cuando la lluvia de piedras se intensificó, la muchacha cayó de rodillas. Un arroyo de sangre le manaba de la frente.

—¡Prostituta! —le gritaba la gente—. ¡Traidora!

Justo en el momento en que Selene creía que estaba a punto de ocurrir lo peor, aparecieron por una callejuela dos soldados romanos con sus rojas capas volando al viento y las espadas brillando al sol. Corrieron hacia la lluvia de piedras y, protegiéndose con sus escudos, gritaron a la gente que se detuviera. Su presencia pareció excitar más, si cabe, a la muchedumbre, la cual les empujó hacia adelante como si quisiera agarrarlos y sólo retrocedió cuando los soldados levantaron las espadas. Selene miró a su alrededor, buscando desesperadamente a Rani y a Ulrika. El odio de la multitud estaba a punto de estallar.

Uno de los soldados retrocedió y protegió a la joven con su cuerpo. Una afilada piedra le había abierto una herida en el brazo. Su compañero estaba luchando solo contra la muchedumbre.

De repente, aparecieron capas rojas, espadas y escudos por todas partes y la gente empezó a gritar y se desperdigó, presa del pánico. Selene, violentamente empujada por la multitud, trató de no moverse de su sitio, mientras buscaba con los ojos a Rani y Ulrika, pero los hombres y las mujeres que huían como animales despavoridos, la empujaron contra una pared.

Los soldados romanos se abrieron paso como si atravesaran una selva hasta que la pequeña plaza quedó vacía en medio de un silencio sepulcral.

—¡Ulrika! —gritó Selene al ver a Rani y a la niña salir de un portal.

—¡Madre! —gritó Ulrika, corriendo hacia ella con el ensortijado cabello volando al viento.

Rani se acercó renqueando.

—¿Estás bien? —preguntó Selene, mirando a su hija.

—¡Sí, madre!

Ulrika tenía el rostro arrebolado y en sus pálidos ojos azules se leía una expresión de inquietud. Selene lanzó un suspiro de alivio; la niña no se había enterado de nada.

Cuando se volvió a mirar a Rani, Selene observó que su amiga cruzaba la plaza en dirección a la joven, que lloraba histéricamente mientras le desligaban las ataduras. En cuanto le desataron las manos, la muchacha se arrojó sobre un soldado que yacía inconsciente en el suelo. Selene vio al acercarse que era el soldado que la había protegido con su cuerpo. Había perdido el yelmo y tenía una enorme herida en la cabeza.

—Vamos, vamos, muchacha —dijo un veterano de canoso cabello, tratando de apartar a la joven de su compañero caído.

—¡Ha muerto! —gritó la muchacha—. ¡Cornelio ha muerto!

Rani se arrodilló inmediatamente para examinar al soldado herido.

—No, no ha muerto —dijo, expresándose en un arameo con fuerte acento extranjero—. Pero necesita que le atiendan en seguida.

—Ya nos encargaremos de eso —dijo el veterano, haciendo señas a otros dos soldados para que lo levantaran del suelo.

—Podemos ayudar —dijo Selene, arrodillándose junto a la histérica muchacha para intentar calmarla.

—No, no es necesario que os molestéis. Ya atenderemos a Cornelio. Vamos, pues.

Cuando la llorosa muchacha trató de seguir a los soldados, el veterano la empujó suavemente hacia atrás y entonces Selene y Rani la tomaron por los brazos y la acompañaron a una pequeña fuente situada al final de la calle. Allí le lavaron las heridas y le aplicaron bálsamo. Una vez se hubo tranquilizado un poco, la joven les dijo que se llamaba Isabel y que Cornelio, el soldado herido, era el hombre al que amaba.

—Pero lo han descubierto —añadió, alisándose la túnica manchada de sangre—. No tenían derecho a hacerme eso. Me han condenado injustamente. No es cierto que esté escrito en la ley; yo no hice nada malo. Pero odian a los romanos y por eso me consideran traidora.

La acompañaron a su casa, que se encontraba muy cerca de la plaza y, al llegar a la puerta, la muchacha las invitó a entrar.

—Habéis sido amables conmigo. Y habéis intentado ayudar a Cornelio.

—Te lo agradecemos mucho —dijo Selene, estudiando la posición del sol—, pero tenemos que buscar alojamiento para esta noche. Acabamos de llegar a Jerusalén.

—¡Pues no lo vais a encontrar! —exclamó Isabel—. Nunca se encuentra alojamiento por Pascua. Y menos para tres. Por favor, quedaos conmigo, hay sitio suficiente en mi casa y me sentiré muy honrada.

Selene no pudo negarse: la tarde estaba declinando, Ulrika tenía sueño y a Rani le dolía el pie porque alguien, en el tumulto, se lo había pisado.

Al llegar aquella mañana a la puerta de Damasco, Selene y Rani habían dejado sus pertenencias en la caravana, la cual había hecho un alto en el camino antes de proseguir viaje a Cesarea. Isabel pagó a dos muchachos del barrio para que fueran a recogerlas.

Mientras Selene preparaba una sencilla cena a base de pan, aceitunas y queso, Rani examinó las heridas de Isabel, las curó con moho de pan y las vendó cuidadosamente. Después le dio a beber a la joven una tisana tranquilizante de trébol rojo. Ulrika, acostumbrada a la compañía de extraños y a pasar la noche bajo techos desconocidos, se retiró a un rincón al lado de un telar y se puso a jugar con una muñeca.

Mediada la cena, Isabel rompió a llorar. Rani la rodeó con sus brazos y Selene le preguntó:

—¿Quieres que mandemos a buscar a alguna amiga?

Isabel las sorprendió con la vehemencia de su respuesta:

—¡Sí, tengo amigas! Vivo sola aquí, ¿sabéis?, desde que murió mi madre, pero soy dueña de esta casa y me gano bien la vida tejiendo, y tengo muchas amigas. Rebeca, que vive aquí enfrente, Raquel, que vive unas puertas más abajo, y la mujer del primer anciano del Sanedrín… —Isabel enrojeció de rabia—. ¡Pero una de ellas me delató! ¡Una de ellas les habló de mis relaciones con Cornelio! —gritó la joven entre sollozos—. No somos amantes. Quienquiera que revelara mi secreto mintió. Conocí a Cornelio en el mercado. Me pareció apuesto. Le eché el ojo y él a mí. Pronto empezamos a dar paseos por las afueras de la ciudad. Siempre procurábamos que no nos vieran. Pero una de mis amigas debió de verme porque en seguida todas empezaron a aconsejarme que dejara de verle. ¡No somos amantes! ¡Ni siquiera nos hemos besado jamás! Pero son malas. Mis amigas se volvieron contra mí. Los romanos son nuestros enemigos, dicen. Nuestros conquistadores. Mi amistad con Cornelio, dicen, es una traición a nuestro pueblo. ¿Por qué es tan doloroso el amor? —preguntó Isabel, enjugándose las lágrimas.

Selene soltó el pedazo de pan y posó la mirada sobre la áspera superficie de la mesa.

«¿Por qué es tan doloroso el amor?».

Sintió un nudo en el pecho al pensar en Andrés.

Al final, había regresado a Antioquía…

Isabel sentía curiosidad por sus huéspedes. Contempló a Ulrika, con sus preciosos ojos del color del ciclo estival, y pensó que era una niña extrañamente reposada y melancólica.

—Tu hija es muy hermosa —dijo, mirando a Selene con aquella expresión inquisitiva que ésta había visto tantas veces en los siete años que llevaba viajando desde su salida de Persia.

—El padre de Ulrika murió antes de que ella naciera.

Lo había dicho tan a menudo que, a veces, llegaba a creerlo. La verdad —que Wulf había dejado Persia hacía más de nueve años sin saber nada de su embarazo— no se la había dicho a nadie, ni siquiera a Ulrika.

Aquellas palabras desencadenaron un recuerdo en su mente. Se habían detenido a descansar unos días en Petra antes de ir a Jerusalén, cuando una tarde Ulrika entró llorando porque un vecino la había llamado bastarda.

—Dice que los bastardos no tienen padre —explicó la niña entre sollozos—, y como yo no tengo padre, dice que soy una bastarda.

—No hagas caso de lo que otros digan, Ulrika, porque hablan por ignorancia —le contestó Selene, tomándola en brazos—. Tú tienes un padre, pero murió y ahora está con la diosa.

Rani, que estaba elaborando píldoras sentada a una mesa, miró a Selene con expresión dubitativa. «¿Cuándo vas a decirle la verdad?», decía su mirada.

Cuando Ulrika era pequeña y empezó a hacerle preguntas, Selene le contó lo que sabía sobre el pueblo de Wulf. Ulrika conocía el Árbol del Mundo, el País de los Gigantes Helados y la Tierra Media, donde moraba Odín. Y sabía que se llamaba como su abuela materna, la saga de la tribu, cuyo nombre significaba «el poder del lobo». La niña sabía también que su padre era un príncipe de su pueblo.

Pero ésa era la única verdad que Selene le había contado a su hija.

—¿Cómo puedo hacerle comprender a una niña pequeña por qué su padre no está aquí? —le había preguntado aquella noche a Rani en Petra—. ¿Cómo puedo decirle que se fue a otro lugar? ¿Que tiene otra familia? ¿Cómo le hago comprender por qué razón no pude hablarle de ella? Me odiaría por haber dejado que se fuera y no entendería por qué lo hice. Es mejor decirle que ha muerto. Por ahora. Cuando sea mayor, le diré la verdad.

—¿Y eso cuándo será? —preguntó Rani, dudando de lo acertado de la decisión.

«¿Cuándo será?», se preguntó ahora Selene mientras ayudaba a Isabel a quitar la mesa. Todavía no. Ulrika sólo tiene nueve años. El Día de la Vestidura, cuando cumpla dieciséis, le diré la verdad.

Pero Ulrika le hacía constantemente preguntas sobre su padre; últimamente, aquel tema se había convertido para ella en algo semejante a una obsesión. Selene empezó a preguntarse si no hubiera sido mejor decirle la verdad aquella noche en Petra, o incluso allí, en casa de Isabel. Ulrika idolatraba a su padre y le tenía por una especie de dios. Jamás se cansaba de escuchar sus aventuras. Tal vez, pensó Selene, si Ulrika supiera la verdad, Wulf le parecería más humano y lo idolatraría menos.

«Y me despreciaría por haber permitido que se fuera…».

Mientras caía la noche en Jerusalén, Selene se preguntó si Wulf habría llegado a sus bosques, se habría reunido con su mujer y su hijo y habría conseguido enfrentarse finalmente con Cayo Vatinio y cumplir su venganza.

—¿De dónde venís? —preguntó Isabel, sirviéndoles unas copas de vino.

—De Palmira —contestó Selene, agradeciendo el vino y la tranquilidad de la casita de Isabel tras el largo viaje a través del desierto—. Pero antes… de Persia.

—¡De Persia! —exclamó Isabel—. ¡Pero eso está en los confines del mundo!

«Sí —pensó Selene—, a cientos de leguas de aquí, a toda una vida de distancia». Habían transcurrido casi diez años desde que pisara por primera vez el suelo de Persia, tras huir de Babilonia río abajo en la balsa.

Dos años atrás, después de haberlo soñado y esperado tanto tiempo, había llegado finalmente a Antioquía…

—¿Habéis venido a Jerusalén para la Semana Santa? —preguntó Isabel.

—No —contestó Selene—. Jerusalén no es más que una etapa de nuestro viaje. Llevamos siete años viajando.

—¿Adónde vais ahora?

—A Egipto.

—¿Y qué hay en Egipto?

Selene miró a Isabel en silencio. ¿Qué había en Egipto?

—Busco a mi familia —contestó en voz baja—. Nací en Palmira, pero mis padres procedían de Alejandría. Espero encontrar alguna huella suya.

«Y encontrar también a Andrés», añadió para sus adentros.

Hacía siete meses, en agosto, Selene y Rani se habían trasladado a Palmira, casi trece años después del asalto a la caravana y el rapto de Selene para su posterior conducción a Magna. En Palmira, Selene hizo averiguaciones y tuvo la gran suerte de encontrar a un hombre que recordaba al romano y a su mujer encinta, y aquella fatídica noche huracanada de hacía veintisiete años.

Lo recordaba porque la caravana de Alejandría en la que viajaban el aristocrático romano y su mujer a punto de dar a luz se había detenido a pasar la noche en la posada de su padre. El posadero les había indicado a una sanadora que vivía en las afueras de la ciudad, a la vez que les proporcionaba dos asnos de su establo. Al expresar Selene y Rani su sorpresa ante el hecho de que el palmirense recordara un acontecimiento tan insignificante al cabo de tantos años, el hombre añadió:

—Poco después de la partida del romano y de su mujer, unos soldados se presentaron en la posada y preguntaron dónde estaban. Mi padre les habló de la sanadora y uno de los soldados me agarró, exigiendo que les acompañara a la casa. Yo era un muchacho entonces y me asusté mucho. Les acompañé a casa de la sanadora y me escondí junto a una ventana para ver lo que hacían. Mataron al romano a sangre fría y se llevaron a rastras a la madre recién parida. Por eso recuerdo aquella noche.

Los soldados se llevaron a la madre y al niño vivos, dijo el palmirense. No sabía qué había sido de la sanadora.

—Creo que no descansaré —le dijo Selene a Isabel, que la escuchaba absorta a la luz de la lámpara— hasta que averigüe qué fue de ellos…, de mi madre y mi hermano gemelo. Debo saber si están vivos o muertos. Quién es mi familia y cuál es mi linaje. Probablemente sean de noble origen…

—¿Y no tienes ningún dato? —preguntó Isabel—. ¿Nada que te relacione con tu familia?

—Tenía una cosa —contestó Selene—, pero se la di a una persona…

Selene y Rani habían permanecido en Persia otros dos años tras el nacimiento de Ulrika: primero, por una epidemia que había restringido los viajes por la región y, después, porque esperaba la respuesta de Andrés a través del correo real.

El portador de la carta regresó a Persia en primavera, informando que no había encontrado en Antioquía a ningún médico llamado Andrés ni a nadie que le conociera. Le devolvió la carta a Selene sin abrir.

A Isabel le intrigaban sus huéspedes. Por su aspecto, se hubiera dicho que eran viajeras corrientes. Ambas vestían largas túnicas de lino y unas capas provistas de capucha que podían cubrirles la cabeza y ocultarles la mitad del rostro. Como todos los viajeros, llevaban una calabaza seca al cinto con una piedra dentro que se hundía cada vez que hacía falta sacar agua de un pozo, amén de un pequeño puñal. Isabel sospechaba que también debían llevar algunas bolsas con monedas. Pero aquí terminaba todo el parecido.

—¿Cómo es que podéis viajar tan libremente de un lado para otro? —preguntó Isabel, incapaz de reprimir su curiosidad.

—Somos sanadoras —contestó Rani—, y nos ganamos la vida así.

Rani no añadió que ella poseía, además, una cuantiosa fortuna personal. Rani se había marchado del palacio de placer llevándose las riquezas que ahora llevaba consigo cosidas en el interior de los dobladillos de la ropa y dentro de unos pellejos de cabra disimulados de forma que parecieran bolsas de agua.

—¡Sanadoras! —exclamó Isabel—. Por eso lleváis estos remedios tan maravillosos y me pudisteis ayudar. —La joven las miró con envidia—. Podéis ir adonde queráis, sabiendo que seréis bien recibidas en todas partes.

«Sí —pensó Selene—, en todas partes…». Porque para ella no habría descanso, ni lugar alguno que pudiera llamar su casa, hasta que encontrara a Andrés.

Después de Antioquía, Selene y Rani habían ido a Palmira, en la esperanza de que Andrés se hubiera quedado allí, tras buscar a Selene, hacía trece años. Al no encontrarle, Selene supo adónde debería dirigir sus pasos: a la gran escuela de medicina de Alejandría, donde Andrés había estudiado cuando mozo. «Sus viajes por el mar empezaron en Alejandría —pensó Selene—, tal vez haya decidido regresar allí».

Selene vio una vez más que las manos de los dioses la guiaban. No era casual que la respuesta a sus dos indagaciones —la búsqueda de su identidad y su reunión con Andrés— se encontrara en la misma ciudad. Selene estaba cada vez más convencida de que las visiones de su delirio de hacía diez años le habían vaticinado la verdad: que, de alguna manera todavía desconocida, su identidad y su vocación de sanadora estaban íntimamente relacionadas.

¡Su peregrinaje debía de estar a punto de terminar! ¡Los dioses ya habrían visto, sin duda, la riqueza de los conocimientos adquiridos durante su extraña odisea!

Al marcharse de Persia, Selene y Rani tenían previsto ir directamente a Antioquía, pero se hallaron en el camino ante varios obstáculos y contratiempos —una sequía en una ciudad, una cuarentena en otra, una guerra fronteriza que cerró todos los caminos, una pulmonía que contrajo Ulrika— y, de este modo, su viaje hacia el oeste se había prolongado siete largos años. Sin embargo, Rani y Selene no permanecieron ociosas durante todo este tiempo. En cada ciudad, aldea u oasis, hablaban con los sanadores, los médicos y los sabios de la tribu para conocer nuevos métodos, quedándose con los buenos y rechazando los inútiles. Visitaron la plaza de Gilgamesh en Babilonia y aprendieron de los médicos que por allí pasaban; en Palmira, conversaron con los sacerdotes de Esculapio y, finalmente, al salir de Petra, recorrieron la orilla occidental del mar Muerto, pasaron una noche en un monasterio y visitaron la pequeña y pulcra infirmaria en la que los monjes atendían a sus hermanos enfermos.

Selene se consideraba bien preparada. Los dioses ya habrían llegado seguramente a la conclusión de que estaba en condiciones de iniciar una nueva vida de colaboración con Andrés.

Rani rompió el silencio.

—Ahora debes descansar —le dijo a Isabel—. Tu cuerpo ha sufrido un duro golpe. Tienes que dormir; así te recuperarás mejor.