49

—Traté de impedir que te fueras, Peregrina —le dijo Mercia a Selene—. Sabía que un mensajero enviado por mí sería más rápido y tendría más posibilidades de localizar a Andrés que tú. ¿Lo ves? —añadió sonriendo—. Tenía razón.

—Andrés… —dijo Selene.

—¡Selene! —exclamó Andrés, mirándola con incredulidad.

De repente, Selene ya no estaba en Alejandría ni tenía treinta y tres años, sino en Antioquía, con dieciséis años y luciendo su primer vestido de adulta, en un terrado junto a Andrés, bajo la bóveda estrellada del cielo estival, mientras él le tomaba el rostro con las manos y le decía, mirándola apasionadamente con sus ojos azul oscuro: «Tú, que sanas a otros, Selene, puedes sanarte a ti misma».

Oh, Andrés, hubiera querido gritar Selene. ¡Cuántos años y kilómetros he viajado desde aquel día! Las cosas que he visto y aprendido. Los nombres que me han puesto: Fortuna, Umma, Peregrina. ¡Pero sigo siendo Selene, aquella muchacha de hace tanto tiempo!

Hubiera deseado que él la estrechara en sus brazos y borrara todos aquellos años y leguas, diciéndole que no tenían importancia. En cambio, él se la quedó mirando, sorprendido, desde el otro lado de la estancia.

—Estaba en una taberna del puerto —dijo desconcertado—, pasando mis últimas horas en Alejandría con el patrón del barco, cuando llegó el mensajero del templo de Isis. No sabía de qué podía tratarse, pero, puesto que me mandaba llamar la madre Mercia, no podía negarme. Una vez aquí, la hermana me habló de una tal hermana Peregrina, que creía conocerme. —Andrés hizo una pausa como si no acabara de creerlo—. Selene… cuántos años han pasado.

A los cuarenta y siete años, Andrés era mucho más apuesto que antes. Tenía el cabello plateado, pero la barba era negra; sus ojos parecían más dulces y su boca ya no era tan seria.

—He pensado mucho en ti —dijo Selene.

—Y yo en ti.

Ambos se miraron en silencio. La madre Mercia se sorprendió de los misteriosos designios de la diosa y les dijo:

—Os dejo solos. Tendréis muchas cosas que contaros.

—Cuando te vi el otro día en la sala de los enfermos —dijo Andrés cuando Mercia se retiró—, creí reconocerte. Pero entonces la madre me dijo que eras la hermana Peregrina.

—Me han llamado por muchos nombres —dijo Selene—. Estuve en Antioquía hace cinco años, Andrés. Pero tu villa ya no existe.

—Me dijeron que hubo un incendio.

—Te fuiste de Antioquía.

—Tú también —dijo Andrés, mirándola a los ojos—. Te he visto tantas veces en mi recuerdo y en mis sueños que ahora casi no puedo dar crédito a mis ojos. La madre Mercia me ha hablado de tu labor aquí, y me ha contado cómo llegaste al templo. Me ha dicho que tú y tu hija vivís aquí con las hermanas. Qué extraña es la vida que ahora nos ha vuelto a reunir en estas circunstancias…

Selene estaba como perdida en la intensidad de su mirada. Durante dieciséis años, había soñado con aquel momento y lo imaginaba tan a menudo que, a veces, tenía la sensación de que ya había ocurrido. Pero ahora lo estaba viendo de verdad, oía su voz y sabía que no era un sueño. De repente, no supo qué decirle.

—¿Eres un maestro, Andrés? —le preguntó—. ¿Y el libro que pensabas escribir…?

—He recorrido los mares y los océanos. Jamás terminé el libro —contestó Andrés, mientras una sombra de amargura le oscurecía el rostro.

—¿Y ahora?

—Ahora estoy al servicio del emperador Claudio.

Selene percibió algo en el aire; la atmósfera estaba cargada con una extraña fuerza. Se sentía como aturdida. «¡Andrés! —hubiera querido decir—. ¡Los dioses nos han vuelto a reunir al final! ¡Podemos empezar nuestra labor ahora!». Pero, inexplicablemente, no pudo decir nada.

«¡Andrés! —gritó su mente—. ¿Por qué no fuiste en mi busca? ¿Por qué no me seguiste por el camino de Palmira?».

Entonces lo comprendió: no quería saber la respuesta.

La repentina comprensión de algo que había tratado de negar durante diecisiete años le cayó encima como un mazazo: Andrés no había querido ir en su busca.

«Estuvimos dos semanas en el camino de Palmira —pensó ahora súbitamente dolida—. Me pasé tres días sentada al borde del camino con mi madre moribunda. Hubieras podido venir, Andrés. Hubieras debido venir. Pero no lo hiciste».

—¿Por qué te vas a Britania? —preguntó, apartando el rostro.

—Claudio me manda llamar. Está en Britania y el clima no le sienta bien. No goza de buena salud.

Andrés hablaba con dureza, pero su corazón lloraba. No eran las palabras que hubiera querido decir, pero el recuerdo del dolor, la cólera y la amargura que había sentido hacía diecisiete años, le inmovilizaba la lengua. Selene le había preguntado por el libro. Hubiera podido contestarle que había muerto junto con su sueño roto y que él había sido un necio al pensar que podría iniciar una nueva vida y borrar el castigo de sus pasados delitos.

Ahora todo era distinto, el amor antaño compartido estaba muerto.

Lo había matado Selene con el mensaje dejado en su puerta y que Zoé le entregó más tarde: en él le decía que se iba a casar con otro, con un hombre que vivía en Tiro. Mientras la miraba y trataba de reprimir el impulso de estrecharla en sus brazos, Andrés recordó que, no fiándose de Zoé, había acudido a la mañana siguiente a la casa de Selene, encontrándola vacía. Se habrán ido a las montañas antes de lo previsto. Volverán dentro de dos días, se dijo. Una y otra vez regresó a la casita del barrio pobre de la ciudad, perplejo y confuso, sin poderlo creer y esperando contra toda esperanza, hasta que los días se transformaron en semanas y éstas en meses sin que Selene regresara. Entonces comprendió que era cierto, que el amor le había engañado por segunda vez en la vida y que Selene le había abandonado, como hiciera Hestia.

Todas las dudas que todavía albergaba su corazón durante la larga y solitaria travesía a China, en cuyo transcurso soñó mil veces con una reconciliación tras averiguar que Zoé había mentido, se desvanecieron de golpe cuando la madre Mercia le confirmó que Selene tenía una hija.

Selene bajó los ojos. No era posible. Parecían dos extraños. ¿Dónde estaba aquel hermoso sueño de trabajar juntos en la medicina, de enseñar a otros y de sanar a los enfermos? Sentía deseos de llorar por su sueño roto y también por aquel muchacho que se había hecho a la mar en el barco del ámbar, destruyendo con ello su alma.

—¿Por qué viniste a Alejandría? —preguntó Andrés de repente.

Selene le miró a los ojos. «Para encontrarte», hubiera querido contestarle.

—Para localizar a mi familia —contestó en su lugar—. Me dijeron que mis padres procedían de aquí.

—¿Tus padres?

—Mera no era mi madre.

Andrés la miró perplejo. Y entonces Selene lo recordó: había iniciado la búsqueda de su identidad en el camino de Palmira y, por consiguiente, Andrés no sabía nada al respecto. ¡Durante todos aquellos años, él nunca supo el valor inestimable que tenía la rosa de marfil!

—¿Tienes…? —De repente, Selene se asustó. «¿Y si la ha vendido? ¿Y si la ha extraviado? ¿Habrá perdido para siempre la única clave de mi identidad y mi destino?»—. El collar de marfil que te di en Dafnis. ¿Lo tienes todavía?

Una fugaz expresión de decepción cruzó por el rostro de Andrés. Como si esperara que ella fuera a decirle otra cosa.

—Sí —contestó Andrés.

Cruzando la estancia, tomó una bolsa de cuero, la colocó sobre la mesa y desató las correas. Introdujo la mano en su interior y sacó la rosa.

Selene la miró. Era una perfecta y delicada rosa blanca con los pétalos meticulosamente grabados. Andrés la sostenía en su fuerte y morena mano. «Me sostiene a mí —pensó Selene—, pero no lo sabe. Aquí está la clave de mi identidad y de mi destino…».

Tenía miedo.

Llamaron a la puerta y la madre Mercia asomó la cabeza.

—¿Puedo reunirme ahora con vosotros? —preguntó.

Vio que Andrés estaba a punto de entregarle algo a la hermana Peregrina y que ésta vacilaba, sin atreverse a tomarlo. La alma mater se sorprendió de la dureza de la expresión de Andrés. Cuando miró a Peregrina, comprendió que estaba haciendo un esfuerzo por dominarse.

«Que curioso —pensó Mercia, entrando en la estancia—. Hace un momento, hubiera jurado que existía amor entre ambos».

—¿Qué es, Peregrina? —preguntó Mercia, acercándose a ellos.

—Algo que mi madre me entregó cuando cumplí los dieciséis años. Pero yo se lo di a Andrés. —Selene tomó la rosa con sumo cuidado, la depositó en la palma de su mano y la contempló, admirada—. Mi madre, la mujer que me crió, me dijo que en esta rosa se encerraba la clave de la identidad de mis verdaderos padres.

—¿Dentro? —preguntó Mercia, asombrada.

Selene asintió con la cabeza.

—¿Y no la vas a abrir?

Selene vaciló. ¿Qué iba a encontrar? ¿Y si, después de tanto tiempo, en la rosa no hubiera ninguna respuesta? ¿Y si Mera, en su sencillez y confianza en los milagros, hubiera dado por buenas las fantasías de un moribundo?

Trató de abrirla, pero el sello de cerámica no se rompía.

—Déjame a mí —dijo Andrés.

Rompió el sello con sus fuertes dedos y volcó el contenido de la rosa en las palmas de sus manos: una tira de la sábana que había acogido al hermano de Selene al nacer, un mechón de cabello y una sortija de oro. En presencia de aquellos significativos recuerdos, la madre Mercia se santiguó.

La sortija les llamó especialmente la atención. Dejando cuidadosamente los demás objetos sobre la mesa, Selene la examinó bajo la luz.

—Hay una inscripción —dijo—, pero no sé leerla. Son letras latinas.

La madre Mercia observó que era una moneda de oro engastada en una sortija y en la cual se veía el perfil de un hombre. Alrededor del borde había unas palabras en latín que ella tampoco sabía leer.

Andrés tomó la sortija y arqueó las cejas. Alrededor del perfil del hombre figuraban las siguientes palabras: CAESAR. PERPETUO DICT.

—¿Qué significa? —preguntó Selene.

—Es una moneda antigua —contestó Andrés—, acuñada cuando Julio César se declaró dictador perpetuo. Fue el primer romano cuya efigie se grabó en una moneda.

—¿Y ése es Julio César? —preguntó Selene, tomando de nuevo la moneda.

—Sí. Y la inscripción dice: César, Dictador Perpetuo. La moneda conmemora este hecho que, si no me equivoco, tuvo lugar hace setenta años.

—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Selene, mirando a Andrés—. ¿Por qué dijo mi padre que aquí estaba mi destino? ¿Por qué dijo que yo procedía de los dioses?

—¿Eso dijo tu padre? —preguntó Mercia en un susurro.

—¿En qué año naciste? —preguntó Andrés.

—Hace aproximadamente treinta y tres años. ¡Si tú sabes lo que significa, Andrés, dímelo!

—Hace treinta y tres años —dijo Andrés—, murió César Augusto y Tiberio ocupó su lugar. Pero no fue una sucesión normal. Hubo conspiraciones para impedir que Tiberio se convirtiera en emperador. Algunos deseaban la restauración de la República, tal como era bajo Julio César. Otros querían que la dictadura de Roma pasara a los descendientes del hombre que la estableció: Julio César. Augusto, al fin y al cabo, era simplemente su sobrino nieto. Hubo muchas agitaciones cuando murió Augusto hasta que, finalmente, Tiberio logró controlar la situación.

—Pero eso, ¿qué tiene que ver conmigo?

—Se quitó a mucha gente de en medio, Selene. Todos los que podían constituir una amenaza o alegar algún derecho a la sucesión, fueron eliminados por Tiberio.

—¿Te refieres a… mi padre?

—Sin embargo, no veo cómo —contestó Andrés, frunciendo el ceño—. Es bien sabido que Julio César no tuvo hijos.

Andrés se volvió hacia la madre Mercia y vio que ésta miraba a Selene de una forma extraña.

—Creo que conozco la respuesta —dijo la sacerdotisa de repente—. Ven conmigo.

La madre Mercia acompañó a Selene por un oscuro pasadizo, cruzaron unas arcadas y la condujo a una parte del templo que Selene jamás había visto. Las paredes aparecían cubiertas de murales que representaban a dioses muy antiguos con cuerpos humanos y cabezas de animales; las columnas estaban llenas de jeroglíficos. Las paredes estaban desconchadas y cubiertas de moho y se respiraba un aire viciado. Selene comprendió que aquélla era la parte más antigua del templo, su mismo núcleo por así decirlo. Aquellos muros habían sido construidos hacía muchos siglos, tal vez miles de años; ya debían de estar en pie cuando Alejandro eligió aquel lugar para construir su ciudad. Era la parte más sagrada del templo.

Mercia acompañó a Selene a una cámara en la que se aspiraba el denso aroma del incienso y en la que una anciana sacerdotisa encorvada por la edad vigilaba devotamente los fuegos sagrados que ardían en la estancia. Tras mandar a la mujer que se retirara, Mercia acompañó a Selene hacia una estatua que dominaba toda la habitación.

La estatua resultaba incongruentemente nueva dentro de aquellos vetustos muros y parecía haber sido colocada allí recientemente. La madre Mercia le indicó el pedestal en el que figuraba en griego: THEA NEOTERA.

—La Nueva Diosa —musitó Selene.

Después, contempló el rostro de la estatua y sintió un mareo.

Parecía su vivo retrato.

—Cleopatra —dijo la madre Mercia en tono reverente—. La última reina de Egipto. La encarnación viviente de Isis. Ahora sé por qué tu rostro se me antojaba familiar a veces, Peregrina. ¿Ves cómo te pareces a ella? Dicen que tenía una tez insólitamente blanca y un cabello negro como la noche. Tú eres así, Peregrina.

Selene se había quedado sin habla, y tan inmóvil como si ella también fuera una estatua de mármol.

La madre Mercia se volvió a mirar a Andrés, el cual las había seguido y se encontraba ahora de pie a su espalda, oculto en las sombras.

—Tú dijiste, Andrés, que Julio César murió sin hijos. Eso no es cierto. Tuvo un hijo de Cleopatra, su esposa egipcia: el príncipe Cesarión.

La voz de Andrés resonó en la antigua cámara.

—Pero al chico lo mataron. Cuando Antonio y Cleopatra se suicidaron. Augusto ordenó la ejecución de sus dos hijos y también de Cesarión.

La madre Mercia miró a Andrés y, con sus menudos ojos, le comunicó muchas más cosas de lo que hubiera podido hacer con palabras.

—Yo era una niña entonces, pero recuerdo la llegada de los romanos. Recuerdo cuándo enterraron a nuestra última reina y cuándo mataron a sus hijos. Pero hubo rumores, Andrés. Se dijo que habían matado a un esclavo en lugar de Cesarión, se habló de unos conspiradores todavía leales a Julio César que habrían salvado al príncipe, ocultándolo en algún lugar con el fin de criarlo y prepararlo para el día en que pudiera reclamar sus derechos dinásticos en Roma. Por eso Augusto había ordenado que le mataran. Cesarión era una amenaza para él. Pero el príncipe escapó.

—Supongo que Tiberio debió de averiguarlo —dijo Andrés, acercándose al círculo de luz—. Sus agentes y espías debieron de descubrir la existencia de Cesarión. Puede que Tiberio enviara a sus soldados a Alejandría y que éstos obligaran a Cesarión y a su mujer a emprender la huida. Pero los soldados les dieron alcance en Palmira…

—¿Será posible? —musitó Selene, contemplando el bello rostro de la diosa—. ¿Será mi abuela esta mujer?

—Su nombre completo —dijo la madre Mercia— era Cleopatra Selene. Y su hermano era Ptolomeo Helios.

Súbitamente, la estancia llena de humo de las lámparas empezó a dar vueltas alrededor de Selene y el perfume del incienso la cercó por todas partes. Selene no podía respirar. Se ahogaba. Cuando estaba a punto de desmayarse, el fuerte brazo de Andrés la rodeó por la cintura.

Al regresar a los aposentos de la madre Mercia, Selene sacudió la cabeza y murmuró:

—No puedo creerlo.

—La sortija te lo demuestra —dijo el alma mater—, y también tu nombre y tu sorprendente parecido con la reina.

—La sanadora que me ayudó a venir al mundo dijo que mi madre me susurró mi nombre espiritual al oído en cuanto nací. ¿Qué nombre debió ser, madre Mercia?

El alma mater miró a Selene y su respuesta quedó en el aire.

—¿Soy yo Cleopatra Selene? ¿Y es mi hermano Ptolomeo Helios? —preguntó Selene, mirando a la madre Mercia y a Andrés—. Pero ¿por qué los soldados mataron sólo a mi padre y se llevaron vivos a mi madre y a mi hermano? ¿No era mi hermano una amenaza para Tiberio?

—Ignoro por qué no los mataron —contestó Andrés—. Siendo, como eran, una amenaza.

—Entonces… ¿lo soy yo? —dijo Selene en un susurro—. ¿Soy yo una amenaza para la familia que gobierna en Roma?

Los tres se sentaron en la cálida noche estival. Al otro lado de los muros del templo, Alejandría dormía: el salado beso del Mediterráneo agitaba las palmeras y rizaba las aguas iluminadas por la luna.

—Eso es lo que pretendió decir mi madre —dijo Selene al final—. Mientras yacía moribunda en el desierto de Palmira, me dijo que Isis era mi diosa y tenía un interés especial por mi persona.

—Tu abuela era Isis, Selene —dijo la madre Mercia—. Cleopatra fue adorada por millones de personas en vida. Y tu abuelo Julio César era descendiente de Venus. Ambas diosas velan por ti ahora, Selene. Por tus venas corre no sólo sangre real, sino también sagrada.

Se encontraban de pie en el patio en medio de la sofocante noche. El alba no estaba lejos; Venus se elevaría muy pronto por encima de las palmeras.

Selene estaba aturdida. Ya no era la misma persona que por la mañana y el mundo ya no era el mismo lugar.

Y Andrés…

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Andrés en voz baja.

—No lo sé. Yo pensaba… que iba a ser otra cosa. Que averiguaría quién era realmente y cuál era mi misión en la vida. Me imaginaba este momento de muchas maneras, pero no de ésta.

Andrés se le acercó, pero no se atrevió a tocarla, tal como hubiera deseado hacer. «Di una palabra, Selene —gritó su corazón—, y desobedeceré al emperador y me quedaré contigo. Buscaremos un lugar donde ocultarnos, Nilo arriba, en el que nadie pueda dar con nosotros y viviremos en paz nuestro amor. Olvidaré el pasado y el dolor y los diecisiete años de cólera. Di una sola palabra, Selene…».

Selene estaba tan cerca de él que le hubiera bastado un leve movimiento para tocarlo. «Pídeme que me vaya contigo, Andrés —pensó—. Di una palabra y abandonaré Alejandría y dejaré los dioses y mi destino para seguirte».

—Tú tienes un gran don, Selene —dijo Andrés—. Y lo estás desperdiciando en esta ciudad donde abundan los sanadores. Naciste para cosas más importantes. La enfermería del templo puede prescindir ahora de ti; ya has adiestrado a otras personas que pueden ocupar tu lugar. No hay cosa en este mundo que no puedas hacer. Hace años, soñabas con crear un arte curativo superior a todos los demás, para llevarlo allí donde hiciera falta —añadió, mirándola con vehemencia—. Ahora posees la capacidad y los conocimientos necesarios para hacerlo. Eres una persona singular. Lleva estos dones donde más se necesitan.

—¿Y eso dónde está, Andrés? —preguntó Selene—. ¿Adónde tengo que ir?

—Ve a Roma.

—¡A Roma!

—La gente de allí necesita a alguien como tú, Selene. Necesita tu capacidad y tu sabiduría. Aquí, en Alejandría, eres como un diamante entre miles de perlas. En cambio, Roma te necesita, Selene.

«Roma —pensó Selene, confusa—. La ciudad de mis antepasados; la ciudad que convirtió a mi abuelo en dios. ¿Estarán ellos allí? Mi madre y mi hermano. ¿Les condujeron a Roma vivos? ¿Vivirán todavía?».

—Yo siempre tuve la sensación —dijo despacio— de que mi oficio de sanadora y mi identidad estaban en cierto modo relacionados, Andrés. Pero no sé de qué manera. ¿Hallaré las respuestas en Roma?

—Tal vez.

—¿Y tú regresarás a Roma, Andrés? —preguntó Selene en un susurro—. Cuando hayas visto al emperador en Britania, ¿volverás a Roma?

—Debo regresar, Selene. Mi hogar está allí. Y allí tengo a todos mis amigos. Regresaré a Roma cuando Claudio me lo permita. Y tú y yo volveremos a encontrarnos…