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En el momento del ataque, estaban cargando el último camello.
—Estoy seguro —decía Ignacio a Selene— de que encontrarás una caravana que vaya a Antioquía en cuanto lleguemos a Palmira. Yo me encargaré de que estés cómoda durante el viaje y de que nadie te engañe.
En el lapso transcurrido entre la colocación de la última piedra sobre la tumba de Mera y el levantamiento del campamento para proseguir viaje a Palmira, Selene pensó que lo mejor sería ir a aquella ciudad y buscar allí una caravana que la llevara a Antioquía. Imaginaba la sorpresa de Andrés si se cruzaba con ella en el camino. Fue entonces cuando les arrojaron la primera flecha.
No supieron desde dónde la habían lanzado hasta que unos gigantes montados a caballo aparecieron en la arena, galopando en dirección al pequeño campamento. Los esclavos de Ignacio corrieron en todas direcciones, gritando; una anciana recibió la primera flecha en la espalda; después cayó un viejo. Por un instante, Selene permaneció inmóvil. Después, echó a correr y dijo en un susurro:
—¡Jinn!
Los atacantes formaron un círculo y se acercaron a ellos, blandiendo unas enormes espadas curvas de cuyas hojas el sol matinal arrancaba unos fulgurantes destellos. Llevaban los rostros ocultos por turbantes y velos negros, pero sus ojos eran temibles bajo las pobladas cejas, y de sus gargantas se escapaban unos gritos inhumanos, fantasmales.
Selene buscó desesperadamente a Ignacio. Los camellos empezaron a desbocarse y Selene temió por un instante morir pisoteada en medio de aquel bosque de patas de animales. A su alrededor, los esclavos romanos caían bajo las cimitarras como trigo bajo las guadañas. El polvo y la arena se arremolinaban en una nube cegadora y los alaridos de las víctimas eran ensordecedores.
Después, una mano asió el brazo de Selene y ésta sintió que alguien la arrastraba lejos. Era Ignacio, apartándola del centro de la contienda, donde las patas de los camellos destrozaban los cuerpos de los esclavos caídos.
—¡Hiere a los caballos! —le gritó, poniéndole un cuchillo en la mano.
Selene contempló horrorizada la enorme hoja e inmediatamente vio cómo Ignacio trataba de alcanzar con su arma los cuartos traseros de un caballo. Falló y la espada del atacante le infligió una profunda herida en el brazo.
—¡Ignacio! —gritó Selene, tratando de acercarse a él.
En seguida apareció otro caballo, cuyo jinete la miró con expresión siniestra.
Selene se quedó inmóvil cual si alguien la hubiera hipnotizado. Cuando ya casi tenía al asaltante encima, con la mortífera cimitarra en alto a punto de descargarla sobre ella, se lanzó hacia adelante y hundió el cuchillo en la carne del caballo. El animal relinchó y se encabritó, derribando al jinete. Ignacio, que ya se había recuperado, se abalanzó sobre el hombre y le cortó la garganta.
Selene ya no pensaba ni sentía. Su cuerpo actuaba por instinto, pero su mente se estremecía de horror. Mientras atacaba ciegamente y se movía en círculo, cortando y clavando, rodeada de sangre, gritos y arena, Selene sollozaba sin poderse contener.
Al final, todo terminó como por ensalmo.
De repente, se hizo el silencio, roto tan sólo por la afanosa respiración de los caballos y el tintineo de las guarniciones. Selene estaba apoyada contra el cuerpo de un camello muerto, sosteniendo un cuchillo ensangrentado en la mano. Ignacio yacía muerto a escasa distancia y su sangre había formado un oscuro dibujo en la arena.
Alguien ladró una orden en una lengua para ella desconocida e inmediatamente la ataron y amordazaron. Se resistió sin convicción cuando uno de los atacantes la levantó en vilo y la colocó sobre el cuello de su caballo como si fuera un saco de trigo. Después, emprendieron la marcha al galope y Selene, boca abajo, con los brazos dolorosamente atados a la espalda, sintió un horrible mareo.
Seis de las esclavas de Ignacio, todas ellas jóvenes, habían salvado la vida como la propia Selene; los varones y las ancianas quedaron abandonados en el desierto para que los devoraran los carroñeros. Las cautivas fueron llevadas a través del desierto a una velocidad de vértigo, lejos del camino de Antioquía, subiendo por las escarpadas colinas del norte de Palmira.
Poco antes de perder el sentido, Selene se acordó de Andrés y se preguntó qué pensaría cuando llegara al lugar del campamento y descubriera la terrible matanza.