53
Ulrika levantó la cabeza de golpe y vio fugazmente una mata de cabello rubio apartándose de la ventana. El muchacho del jardín la estaba espiando otra vez.
Ulrika dejó el libro, se levantó de la cama y cruzó la estancia de puntillas.
Era la quinta vez aquella semana que le sorprendía vigilándola. ¿Cuántas otras veces la habría observado sin que ella se diera cuenta? A veces, cuando cruzaba el jardín, intuía que sus ojos la seguían; y un día en que iba por la calle con su madre, le vio escondido detrás de unos arbustos.
Se acercó sigilosamente a la puerta y asomó la cabeza. El pasillo estaba desierto. Abajo, en el jardín, los esclavos empezaban a encender las antorchas para la fiesta. Ulrika frunció el ceño. Estaba tan absorta en la lectura del libro que había perdido la noción del tiempo. El sol ya casi se había ocultado y su madre aún no había vuelto.
Salió de su dormitorio y miró a derecha e izquierda. Se abrió una puerta del otro lado y salieron dos invitados de Paulina, un senador y su mujer. Ulrika se los quedó mirando. La gente que acudía a aquella casa iba siempre elegantemente vestida; los hombres eran apuestos y refinados, y las mujeres llevaban el cabello peinado en extravagantes pirámides de rizos. Hablaban de una manera especial, utilizando un griego muy puro y cuidado; e incluso su manera de reír era distinta. Ulrika admiraba a los amigos de Paulina, pero les odiaba también.
Cuando el senador y su mujer bajaron al jardín, Ulrika vio un movimiento por el rabillo del ojo. Se volvió a tiempo para ver al muchacho ocultándose en una puerta.
—Espera —le dijo—. No te vayas.
Bajó corriendo por el pasillo y se encontró la puerta cerrada. Vaciló un instante y después acercó la mano al tirador y la abrió. Dentro encontró un dormitorio parecido al suyo, listo para un invitado.
—Sal, por favor —dijo al entrar. Se detuvo a escuchar, pero sólo oyó el murmullo de los invitados en la planta baja. Volvió a llamarle, pasando del griego al arameo—. ¿Me entiendes? Por favor, no tengas miedo. Me gustaría hablar contigo.
Se acercó al centro de la estancia. Al ver que se movían las cortinas de la ventana a pesar de que no soplaba la menor brisa, añadió:
—Soy tu amiga. No soy como ellos. Sal, por favor. No pienso irme. Me quedaré aquí hasta que salgas.
Selene salió de la pobre vivienda a la orilla del río, preocupada por lo tarde que era. Una mujer le pidió que examinara a su hijo que parecía muy débil y no quería comer. Selene se entretuvo con el niño más de lo previsto y ahora se encontraba en aquel mísero barrio de las riberas del río cuando el sol ya se había ocultado tras las colinas.
Asiendo fuertemente la caja de medicinas, dobló la primera esquina y tomó una calle que subía en dirección al monte Esquilino.
De repente, un grupo de personas le cerró el paso. Gritaban «pan y circo». Selene comprendió lo que ocurría. Ya había visto otras manifestaciones parecidas en Roma. Eran hombres pendencieros que se desencadenaban a la menor provocación. Las excusas solían ser baladíes, pero aquella tarde protestaban por la ausencia de Claudio de Roma y por la escasez de diversiones y alimentos.
Selene se hizo a un lado, para ceder el paso a la muchedumbre que avanzaba con los puños en alto, maldiciendo a los habitantes del monte Palatino. En Roma había mucha proeza y esta situación provocaba numerosas rebeliones y protestas. Aquella tarde, el populacho se divertía recorriendo la ciudad y enfrentándose con los soldados, que ahora se acercaban por el otro lado de la calle; al día siguiente, acudirían al Circo Máximo para presenciar los juegos y atiborrarse de comida y cerveza.
En el momento en que la multitud estaba a punto de entablar un combate cuerpo a cuerpo con los soldados, aparecieron unos hombres a caballo con unos cestos sujetos a las sillas de montar, de los cuales sacaron rápidamente unas serpientes vivas que arrojaron contra la muchedumbre. La gente empezó a dispersarse en todas direcciones. Todo terminó en un instante y pronto los soldados pudieron recoger las serpientes en la calle desierta.
Al abandonar la protección de un portal, Selene observó a un hombre que se apartaba de un muro, se acercaba la mano al costado, vacilaba y caía al suelo. Los soldados no le prestaron la menor atención, pero Selene se acercó a él y vio que tenía una herida debajo de la última costilla. Le examinó rápidamente y comprendió que no estaba en su mano curar aquella lesión porque el hombre sangraba profusamente. Tendrían que practicarle torniquetes y ligaduras y tenderle en un lugar donde pudiera descansar tranquilo.
Levantó los ojos para pedir ayuda a algún soldado y vio que se levantaba el templo de Esculapio, el dios de la medicina. El puente que conducía a la misma no estaba muy lejos. Trató de levantar al herido. Colocándose el brazo del desconocido alrededor de los hombros, bajó tambaleándose por la calle, alejándose del monte Esquilino para dirigirse al río.
Un viejo puente de piedra unía la orilla izquierda del Tíber con la isla en forma de embarcación; su extremo se encontraba muy cerca de la entrada del Teatro de Marcelo, a cuyo alrededor se había congregado una enorme multitud para asistir a una representación. Selene se abrió paso con el herido por entre la gente para alcanzar el río.
Sabía que los edificios de la isla que se recortaban contra el cielo pertenecían al templo de Esculapio. Aún no lo había visitado, pero imaginaba que debía ser como otros muchos templos de Esculapio esparcidos por todo el Imperio, por lo que suponía que allí podrían atender a aquel hombre. Sin embargo, cuando llegó al otro lado del puente y dejó al desconocido en el suelo porque ya no tenía fuerzas para sostenerle, se quedó paralizada de asombro ante el espectáculo que vieron sus ojos.
Al final, las cortinas se agitaron y apareció la rubia cabeza. Dos cautelosos ojos azules miraron a Ulrika; el muchacho se movía como envarado, a punto de echar a correr.
—Por favor, no me tengas miedo —dijo Ulrika, sorprendiéndose de que fuera tan tímido—. Soy tu amiga —añadió, tendiéndole la mano.
El muchacho salió de detrás de la cortina, pero se mantuvo a distancia. Ahora Ulrika comprendió la razón de su temor: se observaban marcas recientes de latigazos en sus brazos y tenía unas cicatrices en las muñecas, causadas sin duda por unas esposas. El muchacho había sido esclavizado recientemente y aún no estaba «domado».
—¿Me entiendes? —le preguntó Ulrika, pasando de nuevo al griego.
Comprendió que no; el muchacho aún no había tenido tiempo de aprender el idioma de sus amos.
Ulrika le estudió sin disimulo. Era tan alto como ella y tenía unas extremidades muy largas. Era joven y desgarbado, pero sus hombros ya revelaban la fuerza que muy pronto iban a adquirir. Su rostro era hermoso, con unos ojos grandes y separados, y una mandíbula muy bien formada. Poseía una nariz muy larga y recta. En realidad, no tenía miedo; era simplemente desconfiado y tan indómito como un animal salvaje.
—Soy Ulrika —le dijo, señalándose a sí misma—. ¿Tú quién eres?
El joven la miró sin decir nada.
—Soy Ulrika —repitió ella, dándose unas palmadas sobre el pecho—. Soy Ulrika —añadió, adelantándose unos pasos.
Se detuvo al ver que se ponía nervioso, y le señaló con el dedo, mirándole con expresión inquisitiva.
—Eiric —dijo el muchacho al final.
—Hola, Eiric —le dijo Ulrika sonriendo.
Se acercó a él y, cuando estuvo más cerca, arqueó las cejas. Llevaba la cruz de Odín.
Ulrika tomó la cinta de cuero que le rodeaba el cuello y la sacó. Eiric la miró con los ojos muy abiertos.
—Odín —dijo el joven sin acertar a creer lo que veían sus ojos.
—Sí, Odín. Mi padre le regaló este collar a mi madre antes de morir.
El muchacho le escudriñó el rostro, estudiando su cabello rubio y sus ojos azules, y, al final, esbozó una tímida sonrisa.
—¡Así está mejor! —dijo Ulrika—. Ahora yo te enseñaré mi idioma y tú me enseñarás el tuyo, y seremos amigos porque pertenecemos al mismo pueblo.
Cuando le tendió la mano y Eiric se la tomó, Ulrika experimentó un extraño estremecimiento. Se olvidó de lo tarde que era y de que su madre aún no había vuelto a casa.
Paulina acompañó a sus últimos invitados a la calle, les dio un beso de buenas noches y se volvió hacia la casa. De repente, se levantó un cálido viento que agitó las hojas muertas y levantó el polvo del suelo. Paulina se cubrió los brazos desnudos con el manto y apuró el paso por el sendero del jardín.
Al pasar por el atrio para dirigirse a la escalera que conducía a sus aposentos, se detuvo. Había alguien en el jardín del peristilo. Se acercó y vio que era Ulrika, sentada sola en un banco. Estaba tremendamente pálida bajo la luz de la luna.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Paulina.
—Espero a mi madre.
—¿Aún no ha vuelto a casa?
Ulrika juntó los labios y denegó con la cabeza. Era medianoche. Llevaba horas sentada en aquel banco, desde que el capataz de los esclavos de Paulina sorprendiera a Eiric y se lo llevara a empellones a las barracas. No había podido probar la cena que le sirvieron, como de costumbre, en la habitación, y decidió esperar a su madre en el jardín.
Paulina dudó un instante. Sintió el impulso de sentarse al lado de la niña para tranquilizarla, pero lo reprimió.
—¿Sabes a dónde fue hoy tu madre? —le preguntó.
Ulrika volvió a sacudir la cabeza, tratando de reprimir las lágrimas.
«Esta niña tiene miedo de llorar —pensó Paulina—. No quiere demostrar que está asustada».
Volvió a experimentar el impulso de consolar a la niña; pero Paulina era fuerte. Sabía que se podían vencer las emociones sólo con que una se lo propusiera.
—Podría mandar a alguien en su busca —dijo—. Alguno de mis esclavos.
—¿Lo harías? —preguntó Ulrika, levantando los ojos.
Paulina apartó el rostro y se arrepintió de haber tenido aquel momento de debilidad. No hubiera tenido que acoger a las dos desconocidas en su casa. De no haber sido por Andrés…
Se abrió la puerta y Selene entró en el jardín.
—¡Madre! —gritó Ulrika, levantándose para correr a su encuentro.
—¡Ulrika! —exclamó Selene, abrazando a su hija—. Siento haberte preocupado, pero no podía avisarte.
Selene miró a Paulina, apoyada contra una columna a la luz de la luna. Su rostro denotaba reproche, y algo más… ¿sería dolor?
—¿Dónde estabas, madre? —preguntó Ulrika, apartándose de los brazos de Selene.
—Fui al templo de Esculapio.
—¡Esculapio! —dijo Paulina—. ¿Acaso estás enferma?
—No, Paulina, es que…
—Si estás enferma, puedes utilizar los servicios del médico de mi casa. No es necesario que vayas a aquella desdichada isla. Ya es muy tarde —añadió Paulina antes de que Selene pudiera decir nada—. Tu hija estaba muy inquieta.
Selene y Ulrika subieron al piso de arriba tomadas del brazo.
—¡Oh, madre, no sabes lo preocupada que estaba!
—Lo siento, Ulrika —dijo Selene, dándose un masaje en el dolorido muslo, tras dejar la caja de medicinas sobre la mesa. Tenía la túnica manchada y el cabello se le había escapado del lienzo blanco que le cubría la cabeza, pero su rostro estaba radiante—. Esta noche ha ocurrido algo maravilloso, Ulrika.
Mientras su hija iba por agua caliente y llenaba una jofaina para que se lavara, Selene le habló del hombre herido durante los disturbios a quien ella acompañó al templo de la isla, y de lo que vio al llegar allí.
—¡Era increíble, Ulrika! Había cientos de personas apretujadas en la diminuta isla. Ocupan todo el espacio. ¡Y si vieras cómo están! Hay demasiada gente para el puñado de hermanos y sacerdotes que los cuidan. El sumo sacerdote, un hombre llamado Herodas, me dijo que los médicos de la ciudad ya no acuden al templo para ayudarles porque hay demasiados enfermos. Los hermanos están solos.
»¡Me quedé de piedra! Aquellos pobres hombres y mujeres… son esclavos rechazados. Al parecer, en esta terrible ciudad, los esclavos enfermos o heridos, y los que ya no sirven por ser demasiado viejos, son enviados al templo de Esculapio. Los sacerdotes no dan abasto. Es un lugar horrible. Debido a la espantosa situación creada por esta gente, los que normalmente acudirían al templo para pedir el auxilio del dios ya ni siquiera se acercan por allí y, por consiguiente, las arcas del templo están vacías, lo cual impide a los hermanos atender como es debido a los esclavos sin hogar y agrava las condiciones día a día. ¡Escúchame, Ulrika! —añadió Selene, tomando las manos de su hija y atrayéndola hacia sí para que se sentara a su lado en la cama—. ¡Al final, ha ocurrido! ¡Ahora sé para qué nací!
Ulrika, que jamás había visto a su madre con las mejillas tan arreboladas y los ojos tan brillantes, se sorprendió ante la arrolladora vehemencia de sus palabras.
—En cuanto vi la isla, lo comprendí con toda claridad. Tuve una visión más amplia, Ulrika. Vi que eso era el final de mi largo camino, la razón de todo lo que he hecho. ¡Andrés tenía razón! Mi destino está en Roma.
A Ulrika le empezaban a doler los dedos, de tanto como se los apretaba Selene. Una tremenda energía fluía de las manos de su madre a las suyas.
«¡Qué hermoso —pensó—, poder estar tan segura y saber a ciencia cierta para qué ha venido una a este mundo!».
—¿Qué vas a hacer, madre? —preguntó, excitada a su vez por el cuadro que acababa de pintarle Selene.
—¡Iré a trabajar a la isla, Ulrika! De este modo, podrá convertirse en el refugio que hubiera tenido que ser. Para eso vine aquí y para eso me preparé. Llevaré toda la ciencia y la pericia que he adquirido durante mis viajes a esa desdichada isla, dejada de la mano de los dioses.
Selene soltó impulsivamente la mano de Ulrika y estrechó en sus brazos a la muchacha.
—Trabajaremos juntas —le dijo—. Te enseñaré todo lo que sé, hija mía, y te lo transmitiré para que este sueño nunca muera.