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Aunque fuera la Bath-Sheba, la «Hija de la Diosa», y tuviera por tanto un poder ilimitado, en aquel momento, la reina Lasha, arrodillada junto al lecho de su hijo enfermo, se sentía completamente impotente.
Los médicos y servidores iban y venían a su alrededor. Habían intentado todos los remedios posibles para bajar la fiebre del muchacho, pero todo era inútil. La furia de la reina aumentaba en la misma medida que el calor en la piel del príncipe.
—¿Dónde está Kazlah? —preguntó finalmente, clavando su solitario ojo de basilisco en los médicos.
—En el templo, mi señora —contestó uno de ellos, mirando con temor a los demás.
—¿Reza a la diosa por la vida de mi hijo?
Nuevos intercambios de miradas. El terror les corría por las venas como las heladas aguas del Éufrates.
—Es por… mmm… el asunto del rey, señora.
—Mandadle llamar. Si muere mi hijo, no morirá solo. —La reina se levantó despacio—. Ahora, todos, largo de aquí.
Los cortesanos salieron atropelladamente de la estancia. Al final, la reina Lasha pudo relajarse. No era fácil mantener constantemente el control y mostrarse en todo momento valiente y altiva en presencia de sus súbditos. Sobre todo, en momentos en que su hijo estaba tan enfermo.
Se apartó del lecho. Era una mujer de elevada estatura y majestuoso porte. Llevaba el cabello negro peinado en miles de trenzas, la seda de sus ropajes le acariciaba suavemente el cuerpo y lucía en el cuello y las muñecas multitud de preciosas joyas.
Salió al balcón desde el cual se podía ver el río, resplandeciente bajo la luna. Mientras contemplaba los bosquecillos de sauces llorones, la reina Lasha se sintió humillada. Al cabo de tantos años de dominar la muerte, era ésta la que ahora la dominaba a ella. Amaba a su hijo por encima de todo.
La reina Lasha levantó los ojos a la plateada diosa del cielo y pronunció una humilde plegaria:
—Madre de todos, no permitas que muera mi hijo…