20
Selene se sintió atraída como un imán por los ojos de Andrés. Poseían un extraño poder, imposible de resistir por mucho que lo hubiera intentado. Eran del mismo color gris azulado oscuro que un cielo borrascoso y estaban coronados por un ceño fruncido; sin embargo, eran, paradójicamente, amables y compasivos, como ventanas abiertas a un alma generosa y tierna.
Andrés la estrechó en sus brazos y ella sintió que se le aceleraba el pulso y se le cortaba la respiración en la garganta mientras acercaba los labios a los suyos. Entonces Andrés la besó y Selene le dijo en un susurro: «Ámame ahora».
Un estruendo la obligó a incorporarse, sobresaltada. Parpadeó confusa y lo comprendió todo: estaba soñando.
Volviéndose hacia la ventana que se abría en lo alto de la pared, Selene vio que estaba lloviendo y dedujo que la habría despertado un trueno. Temblando de frío, se cubrió con la delgada manta y se levantó.
La celda había tenido muchos ocupantes con anterioridad y uno de ellos había clavado unos soportes en la pared, justo bajo la ventana, para poder encaramarse y mirar a través de los barrotes.
Selene subió y vio una ciudad oscurecida por una torrencial lluvia de noviembre. Apoyó la frente contra los fríos barrotes de hierro.
—Andrés, amor mío —musitó—. Sólo nos besamos en sueños.
Se le ponían los ojos muy tristes cuando contemplaba el exterior desde su torre de piedra.
Hacía noventa días que Selene comprimía diariamente su rostro contra aquellos barrotes de hierro, contemplando la puerta de la ciudad, y el transitado camino que serpenteaba hacia el desierto, buscando obsesivamente una figura a caballo. «Vendrá», se decía, asiendo los barrotes con tanta fuerza que, al final, acababa con las manos y los hombros doloridos. Estaba segura de que Andrés tomaría el camino de Palmira y se enteraría del ataque contra el campamento, y, al no encontrarla en Palmira, la buscaría por todo el desierto. Habían transcurrido tres meses, pero aquel lugar quedaba muy lejos del camino y ella sabía que, al final, Andrés la encontraría. Por consiguiente, tenía que estar preparada.
Sin embargo, aquel aguacero no le permitía ver con claridad. Sólo podía distinguir unas sombras borrosas. Miró más allá de las calles que ya conocía de memoria y voló con la mente a la ruta de huida que había elegido.
No era una huida física, porque su cuerpo se hallaba preso en el interior de aquellos muros inexpugnables, sino una huida del espíritu, en la que sus pensamientos corrían por las estrechas y tortuosas callejuelas, saltando por encima de las murallas para alejarse corriendo por el desierto y regresar junto a Andrés. Era su única distracción en aquel terrible cautiverio.
¿Dónde estaría Andrés en aquel preciso instante? ¿Se estaría tal vez calentando las manos junto a una hoguera de aquella calle de allí abajo, la de los toldos multicolores?
Selene sintió que la lluvia le invadía el alma y le empapaba el espíritu; entonces conjuró el fuego de la vida y concentró en él toda su energía para que siguiera ardiendo sin cesar. No podía ceder a la desesperación porque, en tal caso, estaría perdida. Tenía que conservar la vida por Andrés y por Mera, cuyo legado le inducía a sobrevivir por encima de todo.
«Has sido elegida…».
Mientras contemplaba las palmeras datileras, doblándose bajo la fuerza de la tormenta, vio mentalmente la rosa de marfil, la sortija de oro y un hermano gemelo llamado Helios. Andrés.
Soltó los barrotes de hierro y volvió a bajar. Una vez en el suelo, empezó a pasear arriba y abajo en la pequeña celda para combatir el frío.
Estaba sola. Poco a poco, las cautivas fueron conducidas unas al mercado de esclavos y otras, como Samia, la muchacha hindú que había sido su amiga durante el breve cautiverio compartido, al harén del rey. Al final, Selene fue sacada también de aquella cómoda estancia y conducida a una miserable celda donde la mantenían encerrada bajo llave.
Llevaba tres meses viviendo en aquel lugar, sin saber quiénes eran sus carceleros, dónde estaba ni qué destino le aguardaba. Sólo sabía que no podía ceder a la desesperación y que tenía que huir y encontrar el medio de regresar junto a Andrés y cumplir su destino.
Su único consuelo en medio de aquella pesadilla era el Ojo de Horus que llevaba oculto bajo el vestido sin que nadie lo hubiera descubierto. Su caja de medicinas había desaparecido. Se la imaginaba abandonada en el desierto y cubierta poco a poco por la arena hasta quedar convertida en una duna. Aquella caja era su único nexo con el pasado, con su madre y con el sagrado arte de la curación. Sin ella, se sentía desnuda y despojada de su identidad. Sin embargo, cuando estaba triste, le bastaba con tocar el Ojo de Horus y sentir su fuerza sanadora. El espíritu de Andrés vivía en aquel collar.
El rumor de unas pisadas al otro lado de la puerta le sobresaltó. Temblando de frío, cruzó los brazos sobre el pecho y prestó atención. Estaba muerta de miedo.
¿Sería él otra vez?
Su perseguidor, el hombre que la torturaba. Selene nunca sabía cuándo lo vería; a veces, la visitaba por la mañana y otras lo hacía en mitad de la noche, pero la agobiaba constantemente con preguntas.
—¿Cuál es el significado de este símbolo? —le preguntaba, mostrándole un papiro.
O bien:
—Dime qué son estos polvos.
Selene sabía que el hombre pretendía apropiarse de sus conocimientos médicos y que esta circunstancia la mantenía con vida y a salvo de sus terribles amenazas.
—Si no respondes a mi entera satisfacción —le dijo el primer día que la llevaron a aquella celda—, te enviaré al harén, donde el rey te utilizará hasta que se canse de ti, en cuyo momento te cederá a quien se le antoje. Como no contestes a mis preguntas, te enviaré a los barracones de los soldados para que se diviertan contigo.
Aquellas palabras le provocaron una angustia espantosa. ¡Qué horrible que los hombres se la cedieran unos a otros, la humillaran y después la dejaran tirada como un trapo! ¿Cómo era posible que un mismo acto —la unión de un hombre y una mujer— pudiera servir para dos fines tan distintos? ¿Cómo era posible, se preguntaba, confusa, que una misma cosa pudiera ser instrumento de amor y también de terror?
Selene deseaba hacer el amor con Andrés y apenas pensaba en otra cosa. ¡Cómo hubiese deseado sentir la fuerza de su pasión! Se llenaba de espanto de sólo pensar en aquel hombre, el anciano rey o los soldados.
Se le encogió el estómago al oír que las pisadas se detenían al otro lado de la puerta y que la llave crujía en la cerradura.
Ella pertenecía a Andrés. Él era el único hombre al que se entregaría. ¿Cómo hubiera podido regresar junto a él mancillada?
Se abrió la puerta y entró el desconocido. Llevaba una gruesa manta colgada del brazo y sostenía una copa en la mano.
Selene retrocedió.
—¿Tienes frío? —le preguntó el hombre.
Ella asintió en silencio.
—¿Quieres esta manta?
Selene la miró. Era de lana de primera calidad y estaba teñida del mismo color dorado rojizo del fuego. ¡Oh, si pudiera envolverse en ella y entrar de nuevo en calor! Selene asintió por segunda vez.
—Dime qué son —añadió el hombre, mostrándole el interior de la copa.
De espaldas a la pared, Selene se inclinó hacia adelante y miró. Había en la copa unas hojas que emitían una fragancia alimonada. Se preguntó de dónde las habría sacado aquel hombre y por qué razón les atribuía tanta importancia, ignorando lo que eran.
—Son hojas de toronjil —contestó.
—¿Y para qué sirven?
Las preguntas del hombre la desconcertaban porque, si no sabía lo que eran ni para qué servían, ¿cómo sabía que eran medicinales?
—El toronjil es una «hierba de la alegría» —dijo Selene—. Tranquiliza el corazón cuando se bebe en infusión.
—¿Nada más?
Selene se estremeció y contempló ávidamente la manta. Tenía los dedos entumecidos de frío y le dolían hasta los huesos.
Aquel desconocido no sólo tenía el poder de causarle daño sino que, además, era su benefactor. Para que conociera el alcance de su poder, los primeros días la había hecho pasar hambre. Después se presentó cargado de comida y le empezó a hacer preguntas. Cuando ella no pudo darle ningún remedio para curar la impotencia del rey, mandó que le quitaran el camastro y la obligó a dormir sobre el frío suelo. Podía ofrecerle comodidades o causarle dolor.
Selene miró a los dos guardias que, situados a su espalda, bloqueaban la puerta que conducía al pasillo y a la hipotética libertad. Si pudiera echar a correr…
—Es una loción —dijo al final—. El toronjil alivia los dolores de las articulaciones y las magulladuras.
El hombre se la quedó mirando con un rostro tan impasible como si se lo hubieran esculpido en piedra, pero, cuando los ojos de ambos se cruzaron, Selene descubrió en su mirada una terrible soledad.
Se compadeció de él a pesar de lo mucho que lo temía. Llegaría un día en que él ya no tendría más preguntas que hacerle y entonces la entregaría a un cruel destino. Selene tenía que huir antes de que eso ocurriera; tenía que transmitirle un mensaje a Andrés.
—Dime dónde estoy, te lo ruego. ¿Qué ciudad es ésta?
Kazlah dio media vuelta, salió de la celda e indicó a los guardias por señas que cerraran la puerta. Cuando en el pasillo se hizo el silencio y se quedó sola en la oscuridad, escuchando el rumor de la lluvia, Selene se dio cuenta de que el hombre se había llevado la manta.