11

—¿A Palmira? ¡Madre, no lo dirás en serio!

Mera no contestó. Corriendo de un lado para otro, colocó sus últimas posesiones en el único cuévano que les permitirían llevar en la caravana.

—¡Háblame! —le gritó Selene.

Al volver de la Gruta de Dafnis, Selene encontró a su madre llenando un enorme cuévano con ropa, comida y algunos objetos de uso personal. Al principio, pensó que sería para el retiro de dos días que ambas pasarían en la montaña; después, al ver los rollos de fórmulas medicinales, la ropa interior de lana, pan y queso suficientes para una semana —cosas todas que no iban a necesitar en su breve retiro—, Selene le preguntó a su madre qué estaba haciendo.

—Nos vamos ahora mismo —contestó Mera—. Formaremos parte de una caravana que se dirige a Palmira.

—¡Madre! —gritó Selene, asiéndola del brazo—. ¿Por qué vamos a Palmira?

—Lo manda la diosa. Me lo ha dicho el oráculo esta tarde.

—Pero ¿por qué, madre? ¿Por qué Palmira? ¡Eso está a cientos de leguas de aquí! Al otro lado del desierto. ¡Tendremos que ausentarnos varias semanas!

«Yo me ausentaré sólo unos días —pensó Mera—. Pero tú, hija mía, te irás para siempre».

—Ya te lo he dicho. Es lo que manda la diosa.

Selene miró aturdida a su madre. Después dio un paso atrás y sacudió lentamente la cabeza.

—No. No iré.

—No tendrás más remedio que hacerlo.

—Voy a casarme con Andrés.

—Tú no te casarás con Andrés. —Selene se sorprendió de la violencia de sus palabras—. Irás a Palmira, como manda la diosa —repitió Mera, con los ojos ardiendo de cólera—. Obedecerás.

—Pero… ¡Palmira, madre! ¿Por qué Palmira?

Mera se acercó al cuévano, cerró la tapa y anudó la cuerda.

—Porque tu destino está en Palmira.

—¡Mi destino está al lado de Andrés!

Mera giró en redondo y miró a su hija con expresión desafiante.

—Óyeme bien, Selene —le dijo sin levantar la voz—. Imaginaba que no me acompañarías de buen grado. A mí tampoco me gusta este viaje. Pero no tenemos más remedio que emprenderlo. Tú perteneces a los dioses, Selene. De ellos viniste y a ellos tienes que volver. Debes cumplir su voluntad.

—¿Qué… quieres decir? —preguntó Selene mientras la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor.

—Cuando llegue el momento, te lo diré. Pero ahora toma el manto y el otro par de sandalias. Tenemos que irnos ahora mismo.

—Tengo que decírselo a Andrés.

—No hay tiempo. —Mera asió el brazo de su hija con tanta fuerza que le hizo daño—. No le dirás nada a Andrés.

—¡Debo decírselo!

—Él no figura en tu destino, Selene. Tienes que olvidarle.

La joven miró a su madre con incredulidad. Le dolía el brazo y la dureza de su mirada la asustaba.

—No —dijo, tratando de soltarse mientras sentía que el mundo se derrumbaba a su alrededor.

—¡Selene! Nos debes obediencia a mí y a la diosa.

—No lo haré, madre.

Los ojos de ambas se cruzaron sin parpadear. Pero Mera ya lo tenía previsto y estaba preparada.

—Debes venir —dijo en voz baja—. Es mi último deseo antes de morir.

—¿Qué quieres decir?

—Me estoy muriendo, hija mía —contestó Mera, soltando el brazo de Selene para tomarle la mano.

Después levantó la mano de su hija y la acercó a su costado, donde un bulto muy duro, del tamaño de una naranja, empujaba la tela de su túnica.

Selene soltó un gemido.

—Te lo oculté —le explicó Mera, apartando el rostro—, porque no quería que te preocuparas. Deseaba que te concentraras en tu iniciación en la comunicación con la diosa. Pero ahora no he tenido más remedio que decírtelo. La diosa manda que te conduzca al desierto de Palmira y allí te dé las instrucciones finales. Me quedan muy pocos días de vida, Selene —añadió Mera, mirándola directamente a los ojos—. Mi propósito está a punto de tocar a su fin y el tuyo está a punto de comenzar. Le prometí a la diosa que te llevaría esta noche a Palmira. Antes de morir.

La mente de Selene corría sin descanso. Andrés…, tenía que decírselo.

—Vamos, hija. Tenemos que darnos prisa.

—Pero ¿qué haremos en Palmira?

—La diosa te dará a conocer su voluntad. Aquí tienes tu manto, Selene. Ve por tu caja de medicinas.

Selene empezó a moverse con la rigidez de un títere. ¡Su madre se había vuelto loca!

—Regresaré inmediatamente a Antioquía, madre —dijo Selene—. Volveré junto a Andrés.

—Siempre y cuando éste sea tu destino. Aunque no lo creo.

—¡Yo haré que lo sea!

Mera se encaminó hacia la puerta abierta.

—Eso no debes decidirlo tú, Selene. Ven. No nos queda mucho tiempo.

Corrieron calle abajo, hacia el sur de la ciudad, mientras el sol poniente se abría paso a su derecha a través de las nubes vespertinas. No volvieron la cabeza para mirar la casa; Mera sabía que permanecería algún tiempo desocupada; después, intervendría el magistrado de la ciudad y la vendería. Había cumplido su finalidad. Mera estaba segura de que ni ella ni Selene volverían a verla jamás.

La zona de las caravanas estaba todavía sumida en el caos. Quinientos camellos acababan de llegar de Damasco, muchos más estaban a punto de partir hacia Jerusalén. Selene siguió a su madre por entre toda aquella barahúnda. Había muchos campamentos: las tiendas y las hogueras ocupaban todo el espacio entre los camellos arrodillados y los asnos atados; gentes de todas las razas y lenguas del Imperio romano llenaban el aire nocturno con sus gritos, discusiones y músicas.

Mientras Selene avanzaba con la caja de medicinas colgada del hombro, su mente no cesaba de pensar: ¿Qué hacer? ¿Sería cierto que su madre se estaba muriendo? ¿Hubiera sido Mera capaz de mentir para alejar a su hija de Antioquía? ¿Y por qué tenían que irse precisamente a Palmira?

—Ya hemos llegado —dijo Mera, posando casi sin resuello el pesado cuévano en el suelo—. Compartiremos un asno.

Selene estudió el cercado señalado por varias hileras de camellos. Vio que se levantaban las estacas de las tiendas y se bajaban los pellejos que las formaban, y que la gente corría de un lado para otro comprando víveres, llenando jarras de agua y sujetando los fardos a los animales. Estaba completamente aturdida. ¡No se lo podía creer! Aquello era una pesadilla. ¡Andrés!

Selene observó cómo su madre se enderezaba y se llevaba la mano al costado. Había dicho que se estaba muriendo. Extendió la mano hacia ella.

—Madre…

—Ahora me encontraré bien durante un rato, hija mía. Pero el opio ya no me hace efecto.

Selene recordó entonces que su madre solía levantarse por la noche para beber de una jarra. Pero ella creía que simplemente tenía sed.

—¡Madre! —exclamó—. ¡Tú no estás en condiciones de emprender este viaje!

—Es necesario. Ahora espera aquí, hija mía. Hay algo más.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Selene mientras su madre se abría paso hacia un hombre rodeado por varias personas que agitaban los brazos y gritaban algo sobre sus derechos al agua en los oasis. Al ver cojear a su madre, sosteniéndose el costado con la mano, Selene comprendió la verdad: Mera se estaba muriendo sin remedio.

Permaneció inmóvil, mirándola un instante, y después tomó la decisión.

Dio media vuelta y emprendió una veloz carrera por entre la gente, esquivando los cestos y las gallinas, las tiendas y las hogueras. «Andrés, Andrés», decían los latidos de su corazón.

Cuando llegó a la calle de la parte alta de la ciudad, desesperada y casi sin aliento, había anochecido y la luna brillaba sobre los tejados de las casas.

¿Se marcharía Mera sin ella? No, pero Selene sabía que, si ella no regresaba a tiempo al lugar de la partida, la caravana emprendería la marcha y dejaría a Mera sola en mitad de un campamento nocturno lleno de viajeros y ladrones. En aquellos momentos, Mera ya habría descubierto la ausencia de su hija. «Pensará que he huido. Se asustará. Andrés y yo tenemos que correr junto a ella».

Él disuadiría a Mera de su locura. En caso contrario, Andrés las acompañaría a las dos a Palmira. Andrés.

Selene tiró de la cuerda de la campana con tanta fuerza que poco faltó para que la rompiera. Cuando se abrió la puerta, tuvo que apoyarse contra el pilar de la misma para recuperar el resuello.

—¡Necesito ver a tu amo! —dijo, hablando como a borbotones—. ¡En seguida!

Zoé la miró fríamente mientras contemplaba su manto de viaje, su preciosa caja de medicinas de ébano y marfil y su cabello desgreñado.

—Mi amo no está en casa —contestó.

—¿Que no está en casa? ¡Tiene que estar!

—Ha salido —dijo Zoé, parpadeando.

—¿Adónde ha ido? —gritó Selene.

—Al puerto. Fue a ver a un patrón.

«¡Andrés!».

No había tiempo para ir en su busca. La caravana estaba a punto de partir; Selene tendría que regresar corriendo.

Inesperadamente, la joven se descolgó la caja de medicinas del hombro, se arrodilló y abrió la tapa. Zoé la vio sacar de la caja un fragmento de barro, de los que solían usar los médicos para escribir en ellos sus recetas, y escupir sobre un pan de tinta, en el que untó la punta de una pluma.

—Dale esto a tu amo —dijo Selene mientras escribía.

La nota decía lo siguiente: «Nos vamos a Palmira. Viajamos en una caravana que lleva la bandera de Marte. Ven por nosotras. Mi madre se está muriendo». Tras una pausa, añadió: «Con todo mi amor».

Tras cerrar la caja de medicinas y colgársela de nuevo del hombro, Selene se levantó y le entregó la tablilla a Zoé, diciéndole:

—Ya sabes quién soy, ¿verdad? Dile a tu amo que estuve aquí. Y dale esto en cuanto regrese. ¡Es urgente!

—En cuanto regrese —repitió Zoé, retrocediendo para cerrar la puerta.

—Y dile —añadió Selene, asiendo con tanta fuerza la correa de la caja que los nudillos se le quedaron blancos— que me voy a Palmira con mi madre. ¡Dile que vaya a buscarme!

Zoé asintió y cerró la puerta mientras escuchaba el rumor de las sandalias de Selene corriendo por la calle mojada.

Después contempló el fragmento de barro con sus garabatos en tinta, lo arrojó a la calzada del jardín, lo pulverizó pisándolo con el talón de la sandalia y recogió los restos.

Andrés levantó los ojos de la mesa de escribir y vio a través de la ventana abierta, los tejados de las casas iluminados por la luz de la luna. Le pareció haber oído la campana de la puerta. Esperó, con la pluma en suspenso sobre el pergamino en blanco. De haber habido alguien en la puerta —seguramente un enfermo—, se lo hubieran dicho en seguida.

Prestó atención. La casa estaba en silencio. Nadie fue a avisarle de nada. Convencido de haber oído la campana de un vecino, Andrés volvió a concentrarse en el rollo en blanco.

Lo había comprado aquella tarde, al regresar con Selene de la Gruta de Dafnis. Lo consideraba el comienzo de su nueva vida. Contendría todas sus notas médicas y sería algo así como un libro de texto. Era su futuro y el de Selene.

Con el amor, el estímulo y el apoyo de Selene, estaba seguro de poder alcanzar cosas muy grandes. Se estremecía de sólo pensarlo. Era un paso tan trascendental que casi no se atrevía a darlo. Sin embargo, la presencia de Selene le infundía confianza.

Hizo una pausa y cerró los ojos. Experimentaba una alegría tan inmensa que apenas podía contenerse. Cuando abrió los ojos y empezó a escribir las primeras palabras —De Medicina— sobre el rollo en blanco, Andrés no oyó el rumor de unas sandalias que corrían por la calle mojada.