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Ya había oscurecido cuando Wulf consideró prudente detener la balsa junto a un cañaveral; río arriba y río abajo, otras embarcaciones iluminadas por linternas se disponían también a detenerse para pasar la noche. Wulf recogió en la orilla unas cuantas piedras y un poco de arcilla para hacer un brasero en el que quemar unas ramas. En la caja de medicinas encontró una pequeña lámpara de loza llena de aceite y con una mecha de lino. La encendió con la ayuda del eslabón y el pedernal.

Selene gemía muy quedo. No había querido que Wulf detuviera antes la balsa, insistiendo en la necesidad de seguir adelante para, cuando cayera la noche, encontrarse a una buena distancia. La rápida corriente les había alejado considerablemente de Babilonia, pero aún podía haber soldados patrullando por las orillas del río. Sólo podrían estar temporalmente a salvo ocultos en los cañaverales en medio de la oscuridad de la noche.

Wulf se inclinó para examinar el muslo de Selene.

El trozo de flecha que sobresalía de la blanca piel parecía inofensivo, pero él sabía que debía ser extraído cuanto antes. Lanzó un suspiro de alivio al ver que la sangre que manaba de la herida era intensamente roja; una «sangre negra» hubiera significado que la flecha estaba envenenada. Ahora Wulf tenía que intentar retirarla.

En su país hubiera localizado primero la dirección de la punta de la flecha por medio de un imán, pero en la caja de medicinas no había ninguno. Después, para extraer rápidamente la punta de la flecha, hubiera atado el asta de la flecha a la brida de un caballo para que éste la arrancara al mover la cabeza, o bien a una rama de árbol previamente inclinada hacia abajo y soltada después de repente. Pero en aquella fangosa orilla no había ni árboles ni caballos, por lo que Wulf no tendría más remedio que quitar la punta de la flecha con sus propias manos.

Selene abrió los ojos, vio que Wulf la miraba con el ceño fruncido y comprendió lo que estaba pensando. Sólo habría una forma de hacerlo.

—Empújala hacia adentro… —le dijo en un susurro—. Clávamela bien hondo y sácala por el otro lado. Es la única manera…

Wulf apoyó una mano en su frente y le dijo que no se moviera. Tenía que pensar. El método entrañaba muchos peligros y Wulf los conocía perfectamente: la punta de la flecha podía cortarle un nervio y dejarle la pierna paralizada para siempre, o cortarle un vaso sanguíneo y provocarle una hemorragia mortal.

Wulf tomó la caja de medicinas. En sus bosques de Germania, hubiera utilizado una pinocha para localizar las lengüetas de la punta de la flecha, pero allí se tendría que conformar con una larga sonda de plata de punta redondeada. Antes de empezar, apoyó la cabeza de Selene en el hueco de su brazo y le dio a beber un poco de opio; al ver que no podía tragar más, la colocó de lado, la cubrió con el rojo manto para que no se enfriara y deslizó en su mano la estatuilla de Isis.

Invocando mentalmente a Odín para que le concediera sabiduría y fuerza, Wulf se inclinó sobre el muslo de Selene y empezó a buscar las lengüetas de la flecha. En cuanto la sonda le tocó la carne, Selene lanzó un grito. Wulf intentó administrarle un poco más de opio, pero Selene no podía tragar. Respiraba afanosamente y tenía el rostro contraído en una mueca de dolor.

—¡Rápido! —murmuró Selene—. ¡Clávamela hasta el fondo!

Wulf tomó la sonda con temblorosa mano. Mientras la balsa se mecía sobre el río y las sombras de la noche le rodeaban por todas partes, reflexionó sobre lo que debería hacer y llegó a la conclusión de que el método de Selene era demasiado arriesgado y doloroso. Sacó de la caja de medicinas una venda enrollada y la introdujo entre los dientes de Selene para amortiguar el sonido de sus gritos.

Después, Wulf reanudó la tarea. Lo había visto hacer muchas veces e incluso una vez se lo habían hecho a él mismo. Pero en casa estaba la hechicera con sus hierbas y su incienso, y la cabaña comunitaria con sus hogueras y sus lechos de pieles, las sacerdotisas de la Gran Madre, que mantenían alejados los malos espíritus, y una interminable cantidad de hidromiel para aliviar el dolor de la víctima. Allí, Wulf estaba solo en la noche, arrodillado en una balsa inestable, trabajando a la luz de una pequeña lámpara y rezando para que no hubiera soldados que pudieran oír los gritos de Selene.

Al cuarto intento, localizó las lengüetas de la punta de la flecha; marcó su posición con manchas de sangre sobre la blanca piel de Selene y después se sentó sobre los talones y estudió la herida.

Sólo había un medio de extraer la punta de la flecha sin causar ulteriores destrozos en la carne: utilizando cañones de plumas de águila.

Como si, con sólo desearlo, pudiera suscitar la aparición de un ave, Wulf contempló el cielo. ¿Cuándo habían salido las estrellas? Estaba tan ocupado en su labor que no se había dado cuenta de la brusca transición de la claridad del día a la negra oscuridad de la noche. El silencio sólo era perturbado por el crujido de las cañas y el beso del agua sobre la balsa. Arriba y abajo del río, varias embarcaciones habían buscado la protección de los cañaverales y, de vez en cuando, se escuchaba una palabra, una carcajada o el sonido de un arpa.

Wulf contempló a Selene. Mantenía los ojos cerrados y jadeaba a través de la venda de la boca.

Se inclinó de nuevo sobre la caja de medicinas y rebuscó en su interior. Había visto a Selene utilizar muchas de las cosas que allí había cuando curaba a alguien de la tribu beduina o intercambiaba alguna información con Fatma, pero casi todas ellas eran para él un misterio.

Tomaba objetos y los volvía a dejar: un trozo de piedra transparente, varios frascos de aceites y ungüentos, agujas de coser hechas con espinas de pescado, bolsas de hierbas secas. Su búsqueda era apremiante. Arrancó una caña del río y trató de quebrarla por la mitad, pero estaba demasiado verde y se desgarró. Buscaba algo redondo, largo y hueco con que cubrir las lengüetas de la flecha; al final, decidió echar un último vistazo a la caja de medicinas.

Entonces descubrió una caja de escribir sujeta a la parte interior de la tapa. La abrió y encontró en su interior varias plumas. Eligió una que le pareció de ganso y la abrió a lo largo con el escalpelo, consiguiendo con ello dos largos medios tubos. Rezó para que fueran resistentes.

Antes de iniciar su trabajo, empapó la venda con opio y la volvió a colocar entre los dientes de Selene.

—La voy a arrancar ahora —le dijo en un susurro.

Ella sacudió débilmente la cabeza y le miró asustada.

—No haré lo que tú me pides, Selene —añadió Wulf con firmeza—. No la hundiré hacia adentro sino que haré lo que mi padre me enseñó. Será doloroso, pero terminaré en seguida.

Selene le miró a los ojos un instante y después asintió en silencio.

Wulf se inclinó sobre su muslo y acercó la lámpara. El asta de la flecha asomaba apenas la anchura de un dedo. En caso de que la empujara sin querer hacia adentro, tendría que hacer un corte en el muslo para recuperarla.

Trabajó con sumo cuidado, como si persiguiera a una mariposa sobre una hoja. El extremo de una mitad del cañón de la pluma penetró en la herida y desapareció poco a poco bajo la piel. Selene gimió y empezó a moverse. Wulf le inmovilizó la pierna mientras introducía la segunda mitad del cañón, notando que, al igual que la primera, ésta rozaba la lengüeta de la flecha y la cubría como una vaina.

Hizo una pausa para enjugarse el sudor de la frente con el dorso de la mano. La noche era fría, pero Wulf sudaba a mares, pese a no llevar más que un taparrabo. Miró a Selene. Había vuelto a cerrar los ojos y estaba tremendamente pálida. Su cuerpo se estremeció bajo el rojo manto aunque sólo tenía al descubierto el muslo herido.

Ahora Wulf examinó las tres astas que sobresalían de la piel de Selene: la flecha rota y las dos mitades del cañón de la pluma. En caso de que no hubiera perdido facultades, de que las dos mitades del cañón estuvieran bien colocadas y de que no le temblara la mano durante la extracción, Selene experimentaría tan sólo un breve dolor y no sufriría ulteriores daños.

Tras invocar nuevamente a Odín y a su cuervo sagrado, Wulf apoyó suavemente las manos sobre la fría carne, respiró hondo varias veces y después, asiendo cuidadosamente las dos mitades del cañón de la pluma con la mano izquierda, tomó con la derecha el asta de la flecha. Selene echó la cabeza hacia atrás y la venda se le cayó de la boca.

De un solo y rápido movimiento, Wulf consiguió arrancar la punta de la flecha. Selene lanzó un grito.

Él le cubrió inmediatamente la boca con la mano y la tomó en sus brazos, donde Selene empezó a gemir contra su pecho. Mientras la acunaba y le acariciaba el cabello, diciéndole en voz baja que todo había terminado, Wulf aguzó el oído en la noche y escudriñó la oscuridad con sus ojos de guerrero.

Había hierba verde en la orilla del río; Wulf recogió una poca, la aplastó y cubrió con ella la herida de Selene antes de vendarle fuertemente el muslo. Sabía por experiencia que las hojas verdes impedían la putrefacción de la carne. Después mojó el extremo de un lienzo en el agua del río y escurrió el agua sobre los labios de Selene, la cual se había desmayado en sus brazos y ahora dormía profundamente.

La punta de la flecha había salido limpiamente y sin hemorragia, pero aún podía haber complicaciones. Wulf lo sabía por experiencia. Las heridas de flecha se infectaban fácilmente a causa de su profundidad, y corrompían la carne por dentro; podía producirse una fiebre mortal y podía aparecer la temible negrura que subía desde los dedos de los pies y que obligaba a amputar la pierna. Por todo eso, Wulf permaneció largo rato despierto, acariciando a menudo la frente de Selene, estudiando su respiración y examinando el vendaje hasta que, cuando la luna empezó a descender, se tendió a su lado y la atrajo hacia sí para que durmiera en el calor de su abrazo.

Cuando Wulf despertó algo más tarde, aún no había amanecido. Parpadeó unas cuantas veces y se sintió entumecido de dolor. Selene descansaba todavía en sus brazos. Le exploró cuidadosamente el cuerpo y descubrió con alivio que la venda estaba seca. Selene dormía profundamente y respiraba con regularidad, pero tenía la piel insólitamente fría y pegajosa, como si la muerte ya hubiera iniciado su insidiosa labor; presa del temor, Wulf le frotó vigorosamente los brazos y trató de darle calor con su respiración. Selene no se movió, porque su sueño era más profundo de lo que él pensaba… demasiado.

¿Le habría administrado una cantidad excesiva de opio? ¿Le habría administrado, en su temor e inexperiencia, una dosis letal? ¿La habría matado con su propia mano?

«¡No te puedes morir! —pensaba, desesperado, mientras la tomaba en sus brazos y la acunaba despacio—. ¡No es posible que hayamos llegado tan lejos para que, al final, nos separe la muerte! —Una lágrima suya cayó sobre el rostro de Selene, más blanco que el mármol—. ¡No te vayas! —le gritó a su espíritu—. ¡No me dejes!».

Al final, Wulf inclinó la cabeza y juntó su boca con la de Selene. Sus labios estaban fríos e inmóviles, pero aún respiraba. Mientras hubiera aliento en su cuerpo, Wulf sabía que no todo estaba perdido.

«Odín —gritó su mente—. Isis, ayúdanos…».

Wulf levantó el rostro al viento del amanecer y allí, en el pálido horizonte por encima de los carrizos, vio el astro de Venus elevándose por el Oriente. En su angustia, lo tomó como un signo de esperanza.