21

La reina Lasha quería ser inmortal. Pretendía, en concreto, reinar en el cielo como soberana de todos los dioses.

La creencia de Lasha en el más allá era tan sólida e inamovible como los muros de su impresionante palacio. Creía en las siete esferas del cielo, en el juicio de las almas, en el eterno castigo o la eterna recompensa y en el panteón de los dioses, los cuales habitaban en la parte más alta del cielo, por encima del dosel celestial del cosmos, en medio de una eterna felicidad. La reina Lasha sabía que, en su calidad de persona real, pasaría automáticamente, al morir, a uno de los niveles más sublimes del cielo, pero eso no le bastaba. Ella quería llegar a lo más alto del esplendor elíseo y ser recibida por los dioses.

Tal como habían hecho su madre y la madre de su madre y todos sus antepasados desde los tiempos en que Magna no era más que una cenagosa aldea a orillas del Éufrates, Lasha había pasado toda su vida terrenal preparándose para su vida en el más allá. Empezó a construir su tumba el día de su coronación, a los doce años, y desde entonces no dejaba pasar ningún día sin visitar el lugar de su descanso definitivo.

Sería una sepultura más espléndida que la de la reina Cleopatra en Alejandría, mucho más, se rumoreaba, que las de los más grandes faraones. La de Lasha sería algo más que una casa para la eternidad: sería un auténtico palacio con salón del trono, muchos baños y cámaras y cientos de esclavos que la servirían en el más allá, enterrados vivos cuando depositaran su cuerpo en el sarcófago. Sería un mausoleo mucho más impresionante que el de su propia madre, los de los célebres reyes persas e incluso el del gran Alejandro; su morada eterna superaría a todas las demás en algo muy importante: el tesoro.

La reina Lasha se encontraba en sus aposentos privados tras haber pasado la tarde en las obras del monumento funerario, supervisando a los canteros y hablando con los arquitectos. Estaba muy preocupada porque, al regresar a palacio, le habían comunicado una mala noticia del harén: las vírgenes apresadas y conducidas a Magna hacía tres meses no habían logrado curar la impotencia de su esposo.

Sus manos asieron con fuerza los brazos del trono. ¡No quería tomar un nuevo esposo!

Sólo le quedaba un medio para cumplir su propósito de reina en el cielo, y éste consistía en ser la mujer más rica entre los dioses; y sólo podría conservar en su tumba el tesoro que secretamente había amasado… mientras el viejo Zabbai fuera su consorte.

Al rey no le importaban ni los dioses ni el más allá; era un impío que sólo vivía para comer, beber y divertirse con las mujeres. Lasha inició el lento y deliberado proceso de acumulación de fortuna cuando era una niña de doce años que no sentía el menor afecto por su esposo, al cual empujó hacia las concubinas y los placeres en una alejada ala del palacio. Cuando el ejército atacaba otros reinos y regresaba con soberbios botines, Zabbai sólo se interesaba por las mujeres capturadas; cuando los vasallos pagaban sus tributos a Magna, el rey no se preocupaba por el oro ni por las joyas, y buscaba tan sólo los regalos de la carne; y cuando se cobraban los impuestos con que se llenaban las arcas de Magna, Zabbai no se tomaba la molestia de echar un vistazo a las cuentas, limitándose a pedir dinero con que pagarse las diversiones. Como consecuencia de ello, todo iba a parar a las manos de Lasha, que era una de las mujeres más ricas del mundo.

Pero el mundo no lo sabía porque ella lo había mantenido deliberadamente en secreto. Mientras otros soberanos llenaban sus palacios de esplendor y exhibían sus riquezas ante los hombres, Lasha lo guardaba todo para el más allá. Procuraba que en el palacio hubiera la suficiente magnificencia como para amedrentar a los enemigos, sojuzgar a los amigos y satisfacer las necesidades de Zabbai, pero los demás tesoros que afluían a Magna iban directamente a su tumba, donde unos guardianes mudos lo custodiaban día y noche hasta el momento en que Lasha ascendiera al séptimo cielo y cegara a los dioses con su riqueza.

Sólo de esa manera se aseguraría un lugar entre ellos, sabiendo que eran unos seres tremendamente codiciosos que sólo a cambio de dinero le ofrecerían el trono de reina del cielo, por encima de Isis y de Ishtar.

Pero ahora…

La impotencia de Zabbai la obligaría a eliminarlo, porque un rey impotente era una desgracia para la ciudad. Su fertilidad espiritual era el origen de la de su pueblo y, en caso de que el rey fallara, también fallaría Magna. Una vez eliminado Zabbai, tendrían que buscar a alguien que ocupara su lugar al lado de Lasha, probablemente un joven príncipe ambicioso que en seguida le echaría el ojo a la tumba y se apoderaría del tesoro para usarlo en su propio provecho.

Dominada por la furia, Lasha descargó un puño sobre un brazo del trono.

«¡Insensata!», dijo para sus adentros. La repugnancia que le inspiraba su marido le impedía cumplir con sus obligaciones reales. Zabbai hubiera podido dejarla embarazada hacía años, en cuyo caso el príncipe heredero hubiera podido ocupar ahora el lugar de su padre… bajo la guía de su madre. Sin embargo, lo dejó todo para más tarde y sólo cumplió su deber cuando, al final, el sumo sacerdote le dijo que ésta era la voluntad de la diosa. De aquella solitaria unión nació un hijo que era demasiado joven y estaba todavía muy lejos de la virilidad que el pueblo necesitaba.

Lasha volvió a descargar un puño sobre un brazo del trono. ¿Por qué, después de tantos años de potencia viril, su marido se había vuelto repentinamente impotente?

—Salud, mi señora.

Lasha levantó los ojos y vio entrar en su aposento al sumo sacerdote de Allat.

—¿Por qué vienes a molestarme esta noche? —le preguntó Lasha con tono de hastío.

El sacerdote tuvo buen cuidado de no situarse de cara a ella. Siempre que concedía una audiencia, la reina Lasha permanecía sentada de perfil para que sólo se le viera el ojo sano. La vanidad de la reina era tan grande que, si alguien hubiera osado contemplar su rostro y, sobre todo, la gigantesca esmeralda que ocultaba su ojo ciego, lo hubiera mandado ejecutar de inmediato. El sacerdote miró a su alrededor y vio la espaciosa estancia iluminada por numerosas lámparas, cuyo brillo disipaba la oscuridad de la noche. Las doncellas y cortesanos que servían a la reina se mostraban nerviosos y apesadumbrados.

—He venido para preguntarte qué disposiciones se han adoptado con respecto a tu regio esposo. El pueblo de Magna está inquieto. Interpreta su impotencia como un mal presagio.

Lasha no contestó al sumo sacerdote. Permanecía, inmóvil, sentada en un elevado trono, envuelta en sedas y joyas y con los pies apoyados en un cojín, contemplando las oscuras sombras que parecían burlarse de ella.

—He venido para preguntarte si tienes previsto utilizar a la última de las vírgenes.

—¿Qué estás diciendo? —inquirió la reina.

—Hablo de la última joven…, está claro que se la retiene por alguna razón especial.

Lasha miró ahora directamente al sacerdote, el cual bajó discretamente los ojos.

—En la torre —añadió el sacerdote—. Hay una joven muy hermosa que está recibiendo un trato especial. Nadie puede verla.

—Y tú, ¿cómo lo sabes?

—Tengo muchos amigos, mi señora —contestó el sacerdote, encogiéndose tímidamente de hombros—. Los que le preparan la comida y vigilan su puerta día y noche.

«Y tengo también enemigos —pensó—, a los que me encargaré de destruir».

El sacerdote envidiaba el poder de Kazlah y aquella información secreta, obtenida a un elevado precio, podía ser el arma que tanto tiempo llevaba buscando.

—¿Quién la retiene allí? —preguntó la reina.

—Kazlah, mi señora.

Un murmullo corrió entre los cortesanos reunidos en la estancia.

—Tráemela —dijo la reina Lasha en voz baja.

—No deberás hablar, pase lo que pase —dijo el sacerdote, empujando a Selene con su vara—. Y no deberás mirarla. Si contemplas el rostro de la reina, morirás al instante. Mantén la vista clavada en el suelo.

Selene pasó junto a los numerosos cortesanos que llenaban el corredor. Éstos contemplaron asombrados a la pálida y delgada muchacha que acompañaba al sumo sacerdote. Iba descalza y pobremente vestida. Llevaba el largo cabello negro suelto y sin el menor adorno —sin duda una prisionera—, pero poseía un aire indefinible y una serena presencia llena de dignidad.

Al llegar a la cámara de la reina, Selene se quedó paralizada. Jamás en su vida había visto un techo tan alto ni unas columnas tan enormes. El sacerdote la empujó, obligándola a arrodillarse ante el trono.

—¿Quién eres? —preguntó una voz estridente en perfecto griego.

Selene contempló el suelo de mármol y trató de dominar su lengua. No podía hablar.

—¡Habla, muchacha!

—Selene.

—Di «mi señora» —la instruyó el sacerdote en voz baja.

—Selene, mi señora.

—¿Quién te mantiene prisionera en la torre? —preguntó Lasha, inclinándose hacia adelante en el trono.

—Yo…

Selene se mordió el labio inferior. Su lengua no quería obedecerla.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Lasha.

—¡Habla! —le ordenó el sacerdote, golpeándola nuevamente con la vara.

«Te lo ruego, Isis —rezó Selene en silencio—. Si eso es en verdad la marca de los dioses, no permitas que sea causa de peligro para mí».

—¿Te atreves a desobedecerme? —preguntó Lasha.

—Yo no… —contestó Selene, intentando infructuosamente hablar.

—¿Te estás burlando? ¡Habla o haré que te arranquen la lengua!

Selene cerró los ojos con fuerza y trató de conjurar la llama de la vida, pero estaba demasiado asustada. En su mente no había más que oscuridad. Entonces se acercó la mano al pecho y tocó, a través de la tela del vestido, el Ojo de Horus.

De repente, oyó la dulce voz de Andrés. «No debes pensar en lo que estás diciendo, Selene. Debes concentrarte en otra cosa; entonces las palabras fluirán por sí solas con más facilidad».

Contempló el suelo de mármol y vio en sus vetas el hermoso rostro de Andrés. Clavó los ojos en él como si le tuviera delante, la alentara con su sonrisa y la protegiera con su amor.

—Yo n-no sé quién me m-mantiene en la torre, mi señora.

—¿Estás sola allí?

—Sí, mi señora.

—¿Te visita alguien?

—Un hombre, mi señora.

—¿Y qué hace cuando te visita?

—Me hace preguntas, mi señora.

La reina guardó silencio, como si se sorprendiera de su respuesta. Selene se estremeció, mientras la frialdad del suelo de mármol le subía por las piernas y las doloridas rodillas. No sabía qué pretendían de ella ni lo que esperaba oír aquella mujer. «¿Habré dicho alguna inconveniencia?».

—¿Qué clase de preguntas te hace?

—Sobre métodos de curación.

—¿De curación?

—Me hace preguntas sobre las enfermedades y sus tratamientos.

—¿Y por qué te hace a ti esas preguntas?

Selene vaciló, temerosa de cometer una incorrección. La cabeza le daba vueltas.

—Porque soy sanadora —contestó al final.

La reina enmudeció de nuevo y Selene se preparó para lo peor.

—¿Cuándo viniste a este lugar? —preguntó Lasha.

—Me trajeron aquí en agosto, mi señora.

—¿Viniste sola o con otras jóvenes?

—Con otras jóvenes.

Lasha calló por tercera vez y Selene empezó a temblar, todavía arrodillada en el suelo. ¿Qué ocurría? ¿Por qué la habían conducido a la presencia de aquella extraña mujer? Aquel hombre la mantenía prisionera en secreto. ¿Por qué? ¿Lo iban a castigar por eso, junto con ella? La mujer parecía enojada. ¿La entregarían tal vez a los soldados para que utilizaran su cuerpo antes de que Andrés la rescatara?

Se concentró en la visión de Andrés y se inclinó hacia la amada imagen, buscando consuelo.

—Dices que viniste en agosto —añadió la mujer—. El hombre que te hace preguntas, ¿te hizo alguna vez una pregunta sobre las fiebres?

—Sí, mi señora.

—¿Sobre la fiebre infantil?

—Sí, mi señora.

—¿Y qué le dijiste que hiciera?

—Le dije que con la cura de Hécate conseguiría bajarla.

—¿Y cómo se administra esta cura?

—Como bebida.

—¡Que venga Kazlah inmediatamente! —gritó Lasha.

Selene permaneció arrodillada en el suelo mientras unos pies calzados con sandalias abandonaban presurosamente la estancia.

Al poco rato, volvieron a abrirse las puertas de la cámara y la sangre se le heló a Selene en las venas cuando oyó la voz. Era él.

—Sí, mi señora —dijo su atormentador—. He mantenido a la muchacha encerrada en la torre. Cuando supe que poseía ciertos conocimientos de medicina, me pareció oportuno retenerla algún tiempo.

—¿Y no entregársela al rey, a quien estaba destinada?

El corazón de Selene latía con fuerza. ¡Conque era eso! La hubieran tenido que entregar al rey al principio, y ahora aquella mujer se encargaría de que se la llevaran en seguida.

—Pensé que el rey disponía de suficientes vírgenes, mi señora. Y tuve en cuenta la situación del príncipe.

—Entonces, ¿la cura no fue tuya?

—Nunca dije que lo fuera, mi señora.

—¿De dónde sacaste la medicina? ¿Te enseñó ella cómo prepararla?

Kazlah dudó un instante antes de contestar.

—La medicina formaba parte de una caja de medicinas que vino con las muchachas capturadas.

—¡Mi caja de medicinas! —exclamó Selene, levantando la cabeza—. ¡Entonces no se perdió en el desierto! ¡La tienes tú!

—¡Silencio!

—¡Es mía! ¡La caja es mía! —Selene se levantó de un salto—. ¡Por eso me hacías todas aquellas preguntas!

—De rodillas —le ordenó Kazlah, tratando de agarrarle el brazo, pero Selene se apartó.

—Tienes que devolvérmela —gritó Selene—. Es todo lo que me queda en el mundo.

—¡Sujetadla! —dijo Lasha.

Selene giró en redondo, alejándose de las manos que intentaban agarrarla.

—Mi señora —dijo, mirando directamente a la reina—, debes escucharme. La caja de medicinas…

Se detuvo, petrificada. La reina estaba sentada como una diosa en un trono dorado. Mil trenzas negras le bajaban de la cabeza y terminaban en unos abalorios dorados; no se le veían los brazos de tantos brazaletes y pulseras como llevaba, los hombros parecían inclinarse bajo el peso de los collares y las gargantillas; la cabeza era una fulgurante corona de zafiros rosados. ¡Y vestía prendas de seda! Allá en Antioquía, donde una libra de seda valía lo que una de oro porque procedía de la lejana China, nadie utilizaba la seda para vestir.

Sin embargo, lo que más le llamaba la atención era el rostro de la reina.

No era un rostro humano.

Estaba pintado del blanco más puro y tenía los labios escarlata; los pómulos aparecían cubiertos de polvo de oro y los huecos inferiores se habían pintado de negro. Pero lo más sorprendente eran los ojos. El derecho estaba perfilado con kohl y realzado arriba y abajo con brillante sombra verde. Pero el otro no era un ojo en absoluto sino una enorme esmeralda, engastada en una montura de oro y ajustada a la cara por medio de unas delicadas sujeciones de oro. Selene la miró hipnotizada.

Una mano la obligó a arrodillarse y una voz le susurró al oído:

—Estás perdida. Te cortarán la garganta por haber mirado a la reina.

—¿Por qué me miras? —preguntó Lasha.

—Tu ojo, mi señora —contestó Selene.

Un jadeo colectivo recorrió toda la estancia.

—Por todos los dioses —musitó alguien antes de que se hiciera un silencio mortal.

Hasta Kazlah temía moverse.

—¿Qué le pasa a mi ojo? —preguntó la reina con voz estridente, sin apenas mover un músculo; su rostro semejaba una máscara de mármol y sus manos asían con fuerza los brazos del impresionante trono.

—Mi madre era una sanadora egipcia adiestrada en todos los antiguos secretos, mi señora. Egipto es una tierra donde abundan las enfermedades de los ojos, como todo el mundo sabe. Mi madre conocía muchos tratamientos.

El rígido cuerpo de la reina se inclinó imperceptiblemente hacia adelante y los joyeles que lucía arrojaron reflejos sobre las paredes y el techo de la estancia.

—¿Qué clase de tratamientos? —preguntó Lasha.

—Tratamientos para la ceguera. A veces, hay remedios que pueden curarla.

—¿Cómo se hace?

—Con una aguja.

La reina Lasha permaneció sentada en su trono como una estatua mientras todo el mundo esperaba. Al otro lado de los muros del palacio, la lluvia de noviembre arreciaba cada vez más, agitando las grises aguas del río y azotando las frágiles ramas de los sauces reales.

Selene seguía mirando a la reina sin parpadear. ¿Qué había hecho? Decir simplemente la verdad. Y Mera siempre le había enseñado que las palabras dichas con sinceridad jamás podían causar daño.

Finalmente, la reina pronunció tres palabras a las que los cortesanos reaccionaron como heridos por un rayo:

—Tú me curarás.

—Mi señora, puede que tu ceguera no tenga curación —dijo Selene, sintiéndose morir—. ¡Algunas dolencias son incurables!

—Tú fuiste quien salvó a mi hijo y ahora tú me devolverás la vista —dijo la reina—. ¡Que venga el astrólogo! —ordenó—. Él leerá los presagios.

—Pero, mi señora —insistió Selene—, aunque la aguja mejore la situación, no siempre devuelve toda la vista.

—Ya tengo vista en el ojo sano —dijo Lasha—. El otro ojo está desfigurado. Eso es lo que tú resolverás. Conseguirás que no tenga que esconderlo. Ahora ve a prepararte.

Mientras Selene se retiraba, Kazlah le susurró al oído:

—Ahora verás. ¡Conmigo estabas a salvo! ¡Tu arrogancia será tu perdición!