55
Paulina examinó por última vez el collar del estuche, llegó a la conclusión de que era precioso, cerró la tapa y le entregó el estuche al mensajero que estaba aguardando. El collar, hecho con valiosas perlas del mar Rojo, era un regalo para la emperatriz. Aunque Paulina no sentía la menor simpatía por Mesalina, deseaba ganarse el favor de aquella poderosa mujer.
Cuando se retiró el mensajero para trasladarse con el regalo al palacio imperial donde Mesalina, en ausencia de Claudio, estaba celebrando una de sus famosas fiestas, Paulina empezó a estudiar los restantes regalos esparcidos sobre la mesa.
Era la semana de las Saturnales, los cinco días de diciembre en que Roma festejaba el nacimiento invernal de los dioses-salvadores. Todas las casas de la ciudad se adornaban con ramas de pino, la gente se intercambiaba regalos y los amigos se visitaban unos a otros. Aquella noche, Paulina esperaba a ocho invitados, y los aromas del cerdo y el pavo asados llenaban todas las estancias de la villa.
Antes de abandonar el atrio, Paulina cerró los ojos para escuchar el rumor del tráfico al otro lado de los altos muros de la casa. Estaba triste, pero tendría que hacer un esfuerzo especial para mostrarse alegre con sus invitados.
«Mis primeras Saturnales sin Valerio…».
Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero consiguió reprimirlas. Pertenecía a una de las más antiguas y aristocráticas familias patricias de Roma, y había sido educada en la anticuada atmósfera de la gravitas romana, es decir, de la dignidad y la buena crianza que distinguían a la aristocracia del resto de los mortales. No permitiría que nadie la viera derrumbarse. Valerio, si hubiese estado vivo, se hubiera decepcionado.
Paulina abrió los ojos y estudió los regalos por última vez: un libro de poemas para Máximo, una bandeja con incrustaciones de oro para Juno, una lira de carey para la mujer de Decio. Todo en orden, envuelto en lienzos de vistosos colores y con etiquetas para que los invitados lo abrieran más tarde.
Pero no había juguetes…
Paulina asió el borde de la mesa y superó la tormenta que amenazaba con hundirla. Después, abandonó el atrio y subió a sus aposentos del piso alto. Quería tomar un baño caliente antes de que llegaran los invitados, y reflexionar de paso sobre el problema de sus huéspedes no deseadas.
Andrés no hubiera debido ponerla en semejante situación. Incluso le había escrito desde Britania dándole las gracias en la certeza de que habría hecho lo que él le pidió. Y ahora Paulina no sabía cómo librarse de aquella mujer y de su hija.
Sobre todo, de la niña.
Tendría que hacer algo al respecto, y cuanto antes, mejor. Ya llevaban más de dos meses en la casa y ella no podía resistirlo por más tiempo. Si hubiera sido sólo la madre, no le hubiera importado. Selene era muy silenciosa y discreta, salía de casa al amanecer, regresaba al atardecer y después se quedaba tranquilamente en su habitación.
¡Pero la niña!
A Ulrika le gustaba salir al jardín y conversar con los esclavos. Su voz resonaba constantemente en las paredes y Paulina se la encontraba de repente en el sitio menos pensado. Una vez la sorprendió incluso en la biblioteca, examinando los rollos de escrituras.
Paulina cerró los ojos.
La presencia y las risas de Ulrika le causaban un inmenso dolor…
«Tiene casi trece años —pensó Paulina—. Valeria hubiera cumplido trece este mes».
Despertó de su meditación cuando entró un esclavo, anunciándole la llegada de los primeros invitados, Máximo y su mujer, Juno.
Paulina abrió los ojos. Máximo y Juno vivían en una villa cercana a Pompeya.
¡Claro! Ya tenía la solución, pensó Paulina, lanzando un suspiro de alivio.
Máximo y Juno le pedían constantemente que acudiera a pasar con ellos una temporada en su casa a la orilla del mar. Pues bien, aquella noche les sorprendería, aceptando la invitación. A finales de semana, emprendería el viaje a Pompeya y, como es natural, tendría que cerrar la villa mientras durara su ausencia. Las dos huéspedes tendrían que buscarse otro sitio para vivir.
Selene se sentó en la cama y contempló con tristeza su caja de medicinas. Estaba casi vacía.
Después se levantó y se acercó a la balaustrada que rodeaba los cuatro lados del segundo piso y daba al jardín del peristilo. Desde allí, aspiró el delicioso aroma de los manjares del festín de abajo, y oyó la música y las risas de los invitados de Paulina. La fiesta había empezado hacía varias horas y aún estaba en pleno calor.
Selene apartó el rostro.
«¿Cómo puede dormir Ulrika con este ruido?», se preguntó. Previamente, al asomar la cabeza por la puerta de la habitación de al lado, había visto la figura de su hija, durmiendo como un tronco en la oscuridad. ¿Por qué despertarla? Las Saturnales no estaban hechas para ellas; no hubieran podido hacer ningún regalo, porque no tenían dinero.
«Tampoco lo tengo —pensó— para comprar las medicinas que necesito para la caja».
Había sido una ingenua al pensar que ocurriría un milagro. El sumo sacerdote la había advertido que el dios ya no obraba prodigios. En los meses que llevaba trabajando en la isla, intentando curar a los esclavos enfermos, Selene no dudó ni por un instante de que alguien la ayudaría. Pero las arcas del templo estaban vacías, y su bolsa también.
Selene no le había dicho nada a Ulrika. ¿Por qué preocupar a la niña? Y, además, ¿cómo explicárselo? «¿Cómo explicarle que, en mi insensata esperanza de que el dios me socorrería, me he gastado el último dinero que nos quedaba, comprando medicinas para el templo? Ahora se me han terminado también las medicinas».
Casi todas.
«Y ahora, ¿qué?».
Selene se frotó los ojos. Necesitaba hallar alguna solución. ¿Cómo conseguir dinero para comprar medicinas? Podría ganar algo ofreciendo sus servicios en la ciudad, pero para eso necesitaba medicinas. ¡Y para comprar medicinas necesitaba dinero!
Menos mal que, gracias a la generosidad de Paulina, ella y Ulrika tenían un techo bajo el que cobijarse y comida con que alimentarse. Por si fuera poco, podrían quedarse allí todo el tiempo que quisieran. «Todo el tiempo que haga falta», pensó Selene, recordando las palabras de Paulina.
Miró a su alrededor y pensó que ella y Ulrika podían considerarse afortunadas. Poco a poco, se desvaneció su tristeza.
Lo más importante en la vida —la comida y el alojamiento— lo tenían asegurado durante el tiempo necesario.
—Pobre Claudio —decía Máximo en el comedor—. Cuentan que, cuando su tío Tiberio era emperador, Claudio suplicó que le concedieran algún cargo público. Entonces le concedieron el título de cónsul. Sin embargo, cuando Claudio pidió que le encomendaran también los deberes que lleva aparejados el cargo de cónsul, el viejo Tiberio le contestó: «El salario que te pago es para que lo malgastes en juguetes durante las Saturnales».
Todo el mundo se echó a reír mientras Juno añadía:
—¡Ahora es emperador y está malgastando el dinero en Britania!
—¿Y para qué?, me pregunto yo —dijo Paulina, lavándose delicadamente las manos en un aguamanil dorado—. ¿Qué es lo que pretende conseguir en Britania?
—Quizá en Britania no pueda oír las risas de Roma a su espalda.
—Yo creo que Claudio es un buen hombre y tiene buena intención —dijo Paulina, sacudiendo la cabeza.
—Pero todo el mundo sabe que se convirtió en emperador porque no había nadie más. Le sorprendieron oculto detrás de unos cortinajes cuando Calígula fue asesinado. Los pretorianos le nombraron emperador porque era el único varón adulto que quedaba en las familias julia y claudia. ¡No había nadie más!
—Aun así —dijo Paulina—, yo creo que es una víctima. A Claudio le han corrompido.
—¡No hace falta que digas quién lo hizo! —terció Juno.
—¿Cómo es posible que no esté al corriente de las actividades de Mesalina? —preguntó otro invitado—. ¿Realmente no sabe las atrocidades que comete su mujer?
—Claudio está cegado por la perversidad en la que él mismo se halla inmerso —contestó Máximo, introduciéndose en la boca un enorme trozo de pastel de miel y regándolo con un buen trago de vino.
Al otro lado de la mesa, tendida en un triclinio entre Paulina y el famoso poeta Némesis, Juno miró a su esposo con creciente inquietud. Máximo no tenía buena cara aquella noche.
—Si te refieres a Agripina —dijo Paulina—, yo no creo en los rumores.
—Pues yo sí. —Máximo hizo una pausa para cambiar de posición en el triclinio y enjugarse el sudor que le empapaba el rostro. Mientras se introducía en la boca un puñado de nueces aderezadas con especias, añadió—: Te aseguro que visita su lecho.
—Vosotros no conocéis a Agripina —dijo otro invitado en voz baja, para que no pudieran oírle los esclavos y los músicos—. Es una mujer peligrosa, que sólo aspira a conseguir el trono imperial para su hijo Nerón. No se detendrá ante nada con tal de lograrlo, aunque para ello tenga que cometer incesto con su tío.
—Pero también está Británico, el hijo de Claudio —dijo Juno, contemplando el ceniciento rostro de su marido—. Él sucederá a su padre.
—Siempre y cuando viva lo bastante —dijo Máximo, respirando afanosamente.
Intervino Némesis, el poeta recién llegado de Atenas.
—¿Es tan perversa Mesalina como dicen? —preguntó—. ¿Son ciertas las historias que se cuentan?
Máximo volvió a secarse el rostro; a pesar de la fría noche de diciembre, sudaba profusamente.
—¡Las historias no cuentan ni la mitad de lo que ocurre! —dijo, sirviéndose una segunda ración de setas—. Me consta que treinta hombres se acostaron con ella una noche.
—¡Qué barbaridad! —exclamó alguien, riendo.
Máximo trató súbitamente de incorporarse.
—¿Cómo puede estar Claudio seguro de que Británico es hijo suyo? —preguntó otro invitado—. Si Mesalina es tan depravada como dicen…
Juno lanzó un grito.
Máximo se había desplomado.
Paulina se levantó. Al ver a Máximo tendido boca arriba en el suelo, jadeando y con una mueca de dolor en el rostro, ordenó a un esclavo que avisara al médico de la casa.
—¿Qué te pasa, amor mío? —decía Juno, arrodillada junto a su marido, cuyo rostro sostenía en sus manos—. ¿Qué te ocurre?
—Me duele… —contestó Máximo entre jadeos.
—Será el estómago —dijo alguien—. Ha comido demasiado.
—Que le provoquen un vómito —terció Némesis—. Eso le aliviará.
Paulina miró a Máximo, alarmada. Tenía los labios azulados.
—¡No puede respirar! —gritó Juno.
—¡Os digo que le saquéis la comida del estómago! —dijo Némesis, arrodillándose para intentar abrir la boca de Máximo.
—En seguida viene el médico —dijo Paulina.
Pero, instantes después, regresó el esclavo, diciendo que el médico no estaba en la casa.
—Dadme una pluma —gritó Némesis—. ¡Rápido!
Paulina le hizo una seña al esclavo, el cual abandonó corriendo la estancia.
—Demasiada comida —comentó una de las invitadas, retorciéndose las manos—. Un exceso de comida puede provocar la muerte.
—Tranquilizaos —dijo Paulina—. Decio, llévate a tu mujer fuera de aquí.
Máximo empeoraba por momentos. Tenía el rostro intensamente pálido y la túnica empapada en sudor. Paulina observó, extrañada, que no se apretaba el estómago sino el pecho.
Cuando regresó el esclavo con la pluma, Némesis la tomó y empezó a cosquillear con ella la garganta de Máximo.
—¡Esperad!
Todo el mundo se volvió a mirar a la joven que acababa de entrar en la estancia.
—¡Selene! —exclamó Paulina, sorprendida.
—No le hagáis vomitar —dijo Selene, arrodillándose al otro lado del enfermo, frente a Némesis, a quien arrancó la pluma de la mano, arrojándola lejos.
—Mira…
—Le matarás seguro si le haces vomitar —dijo Selene. Después, inclinándose sobre Máximo, le palpó el cuello y las muñecas, le examinó los párpados y le auscultó, apoyando el oído sobre su tórax—. Es el corazón —añadió, incorporándose.
Juno se cubrió la boca con las manos.
Selene extendió la mano hacia la caja de medicinas que había dejado en el suelo, junto a la cabeza de Máximo. Al oír el revuelo desde arriba y saber que el médico no estaba en la casa, había tomado la caja y bajado a toda prisa.
«Por favor —rezó en silencio—, que haya suficiente…».
Vertió unos polvos en la palma de su mano, los examinó, calculando mentalmente la cantidad adecuada para el peso de Máximo, y después los echó en la copa de vino que tenía más cerca.
—Que alguien me ayude a incorporarle —dijo, contemplando los rostros que la rodeaban.
—¿Qué le vas a dar? —preguntó Némesis, de pie a su lado.
—Hojas de digital. Le calmará el corazón y le aliviará el dolor.
—Pero yo digo que no es el corazón —comentó Némesis, dirigiéndose a Paulina—. Y la digital es un veneno. Todo el mundo lo sabe.
Los invitados miraron a Paulina.
—Todos hemos visto lo mucho que ha comido Máximo —terció otro invitado.
—¡Por favor! —dijo Selene en tono suplicante. Trató de colocar a Máximo en posición sentada, pero no pudo porque pesaba demasiado—. Es el corazón. ¡Tómale el pulso si no me crees!
—El pulso lleva aire —dijo Némesis, dirigiéndole una mirada despectiva—. No tiene nada que ver con el corazón.
—¡Te equivocas!
—Haced algo —gritó Juno.
Durante un instante, Paulina no supo qué hacer. Después, se volvió hacia el esclavo y le dijo:
—Ayúdala a incorporarlo.
Némesis dio media vuelta y se retiró.
—Alejaos, por favor —dijo Selene, al ver que todo el mundo se congregaba a su alrededor—. Necesita aire.
Una vez hubieron incorporado a Máximo, Selene empezó a darle sorbos de vino. Cuando se terminó el contenido de la copa, los esclavos trasladaron a Máximo a un triclinio.
—Colocadle unos cojines debajo —dijo Selene—. Respirará mejor.
Después tomó la muñeca de Máximo y comprobó la rapidez de su pulso. A veces, la digital surtía un efecto inmediato, otras veces tardaba más en actuar y otras no daba el menor resultado.
Nadie se movió. Todos los ojos estaban fijos en Máximo, el cual gemía y trataba afanosamente de respirar. Transcurrieron diez minutos. Mientras observaba el movimiento de su tórax, Selene imploró mentalmente el auxilio de Isis y rezó también a Venus, la madre de sus antepasados romanos.
Una ráfaga de viento de diciembre atravesó la estancia, agitando las ramas de pino y haciendo oscilar las lámparas pendientes de sus cadenas, mientras todo el mundo guardaba silencio. Selene examinó las raíces de las uñas de Máximo. Tenían un tinte azulado. Los tobillos estaban hinchados. Comprendió con alivio que, en caso de sobrevivir, Máximo padecería una enfermedad del corazón de tipo benigno.
La villa del monte Esquilino se sumió en un extraño silencio, semejante al de la ciudad que se extendía más allá de sus muros y en la que todos se recogían tras las puertas cerradas y las ventanas con rejas. Sólo los invitados presentes en el comedor de Paulina Valeria no tenían la menor intención de dormir. Estaban observando a Máximo con inquietud.
Al final, Selene notó que la velocidad del pulso empezaba a disminuir. Los demás vieron que la respiración de Máximo se normalizaba y que su color empezaba a mejorar. Uno a uno, se fueron tranquilizando y pronto volvieron a acomodarse en los triclinios.
—Necesitará mucho reposo —dijo Selene, mientras los esclavos se aprestaban a trasladar a Máximo a uno de los dormitorios del piso de arriba—, pero no hay razón para que no pueda vivir muchos años. Padece una debilidad del corazón que se puede compensar con dosis diarias de digital.
—No sé cómo darte las gracias, Selene —dijo Paulina—. Máximo es uno de mis mejores amigos. Si hubiera muerto… —añadió, juntando las temblorosas manos.
Paulina y Selene se encontraban en una pequeña estancia que daba al atrio, bebiendo vino caliente con miel, sentadas junto a un brasero. Los demás invitados se habían ido a dormir y Juno velaba junto a su marido.
—Máximo ha estado a punto de morir esta noche —dijo Paulina—. Vi en su cara la sombra de la muerte. Estoy muy familiarizada con ella. ¿Cómo podré pagarte el que le hayas salvado?
—Haz una ofrenda al templo de Esculapio en la isla Tiberina.
—Sí, ofreceré un sacrificio.
—Mejor, dinero para los sacerdotes y los hermanos.
—Lo que tú quieras. Pero a ti, Selene, ¿cómo podré pagarte?
—Ya me has pagado mil veces, Paulina, dándonos alojamiento a mí y a mi hija.
—Eso es muy poco —dijo Paulina, apartando la mirada.
—No es cierto. Mira… estamos sin un céntimo. No nos queda nada.
—Pero eso no es… —Paulina miró asombrada a Selene y después le preguntó—: Pero ¿adónde vas cada día? Parece que trabajas mucho.
Selene se lo contó.
—No lo sabía —dijo Paulina—. Tampoco sabía que fueras sanadora. Andrés no me dijo nada de todo eso en su carta.
—¿Has recibido una carta de Andrés? —preguntó Selene.
—Hace justo una semana.
Selene experimentó una punzada de dolor. «Andrés sabe que estoy aquí y, sin embargo, a mí no me ha escrito ninguna carta».
«Pero ¿por qué hubiera debido hacerlo?», pensó. Ella ya no tenía ningún derecho sobre él. Andrés le había devuelto la rosa de marfil.
—¿Cómo está Andrés? —preguntó—. ¿Se encuentra a gusto allí?
—Se queja de la humedad y del frío de Britania.
«¿Y cuándo regresará a Roma?», hubiera querido preguntar Selene. Pero no dijo nada. Andrés había escrito a Paulina, no a ella. Sus noticias no le estaban destinadas.
—¿Puedo preguntarte —dijo cortésmente Paulina—, de qué conoces a Andrés?
Al pensar en Andrés y en el día que ella cumplió dieciséis años y se celebró la ceremonia de su vestidura, Selene se llenó de tristeza. A pesar de lo ocupada que estaba en el templo de la isla y de los planes que hervían en su mente, aún quedaba un espacio vacío en su corazón, el espacio del amor insatisfecho. Y, aunque por las noches se acostaba rendida y se quedaba dormida como un tronco, en sus sueños veía constantemente a Andrés y siempre se despertaba anhelando el contacto de su cuerpo.
—Conocí a Andrés hace muchos años —contestó Selene—. En Antioquía de Siria.
—Entonces, sois amigos desde hace mucho tiempo —dijo Paulina, arqueando una fina ceja.
—Nuestra amistad ha seguido un curso muy extraño. Nos conocimos y nos separamos hace años; y después volvimos a encontrarnos por casualidad en Alejandría el verano pasado.
—Ya. Pero tú eres muy joven. ¿Eras… una niña cuando conociste a Andrés?
—Tenía dieciséis años. Él me enseñó a curar a la gente… Y lo mismo hizo Mera, la mujer que me crió.
—O sea que eres una femina medica —dijo Paulina con admiración. Al ver la perplejidad de Selene, añadió—: Así es como llamamos los romanos a las mujeres médicas. Yo tengo algunas amigas que lo son, aunque, en realidad, se trata de obstetrices, es decir, lo que podríamos llamar parteras. ¿Dónde aprendiste?
Selene le facilitó a Paulina un resumen de su vida, empezando por sus años de aprendizaje infantil en casa de Mera y terminando por el templo de Isis en Alejandría. Pero excluyó muchas cosas: la reina Lasha, Wulf, Rani, el hecho de ser descendiente de Julio César y el verdadero carácter de sus relaciones con Andrés.
Mientras la escuchaba, Paulina miró a Selene con expresión pensativa. Cuando Selene le habló de la terrible situación de la isla Tiberina, de los apuros de los sacerdotes de Esculapio y de su creencia de que los dioses la habían conducido hasta allí con un propósito definido, Paulina se entristeció de repente. ¡Tener semejante ambición en la vida, pensó, y soñar con el futuro! «Mis ojos brillaron también de esperanza en otros tiempos, como los suyos ahora. Pero aquella luz se apagó».
—Te envidio —dijo Paulina.
Selene se sorprendió. ¿Cómo era posible? Paulina lo tenía todo: una casa preciosa, una situación social privilegiada, multitud de amigos y una vida llena de fiestas y de alegría.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Paulina añadió:
—Me casé muy joven y viví con mi marido una existencia dichosa. Murió el año pasado y aún no me he acostumbrado a vivir sola.
Cada vez que pronunciaba el nombre de su marido, Paulina añadía: «En paz descanse», siguiendo la antigua costumbre encaminada a evitar que los muertos se volvieran a levantar. Selene descubrió que los romanos eran muy supersticiosos. Creían que pronunciar el nombre de un muerto levantaba su espectro y que, añadiendo las palabras «en paz descansen», mantenían su espíritu en la tumba.
—Antes me gustaba la quietud de la noche —añadió Paulina—, y me sentaba a tejer o a escribir cartas, sabiendo que mi marido estaba cerca. Ahora, en cambio, la noche me da miedo. Las horas de oscuridad me parecen largas y muy semejantes a la muerte…
—¿Cómo murió tu marido? —preguntó Selene con dulzura.
—Fue un largo y terrible proceso. Fue lentamente devorado por el cáncer —contestó Paulina, utilizando la palabra latina que significa «cangrejo», nombre dado a la enfermedad porque el cáncer crece a menudo en forma de cangrejo y el tumor suele ser duro como un caparazón de molusco—. Uno tras otro, los médicos vinieron a esta casa, pero ninguno pudo salvarle. Al final, Valerio suplicó que le liberaran de aquel suplicio y Andrés le ofreció una liberación indolora…
—Lo siento —dijo Selene.
—Ahora lleno mis noches de amigos —añadió Paulina, levantando sus ojos color topacio—. No soporto la soledad.
—¿No tuviste hijos?
—Tuve una niña llamada Valeria. Murió hace cinco años.
El dolor de Paulina era como una piedra afilada, alojada día y noche en su pecho. Todas las fiestas, los visitantes y la música, todas las cenas y las antorchas que ardían para disipar la oscuridad de la noche, todos los ingeniosos amigos y los poetas griegos no bastaban para empujar aquella piedra hacia el estómago donde ella sabía que al final acabaría por disolverse.
Porque nada era comparable a la muerte de un hijo. La pequeña Valeria, de siete años, yacía con su pobre cabeza calva sobre la almohada, tratando de consolar a sus padres con su sonrisa y de tranquilizarles ante el terrible viaje que pronto tendría que emprender. Paulina comprendió entonces que no era sólo la niña la que se estaba muriendo, sino también la muchacha que hubiera sido Valeria, la joven de veinte años y la madre que hubiera podido ser. Varios rostros transparentes, superponiéndose unos a otros, le sonrieron desde aquella almohada; y Paulina los vio morir a todos.
—Valerio y yo intentamos tener otro hijo. —Paulina se enjugó una lágrima—, pero, por no sé qué razón, no pude concebir de nuevo. Y deseaba tanto tener hijos… —Paulina hizo una pausa para serenarse, mientras se secaba los ojos con un pañuelo de lino antes de proseguir con voz más firme—. Cuando se estaba muriendo, Valerio me hizo prometer que me volvería a casar. Pero ahora tengo cuarenta y tantos años, Selene, y no me siento con ánimos para tener hijos.
—Podrías adoptar uno.
—Valerio quería hacerlo. —Paulina sacudió la cabeza—. Hubiéramos podido adoptar el hijo de un primo lejano. Sus padres habían muerto en el derrumbamiento de un teatro. Valerio quería quedarse con él, pero yo no tuve valor porque mi hijita acababa de morir. Yo quería que mi segundo hijo viniera de aquí —dijo, comprimiéndose el pecho con las manos.
Selene escuchó el crepitar del carbón en el brasero y meditó sobre las extrañas corrientes que gobernaban la vida de las personas. Recordó a Fatma, la beduina del desierto que, al principio, había rechazado al fruto de sus entrañas y a quien ella había ayudado. ¿Qué podía hacer por Paulina?
Entonces recordó algo que había visto en Persia y que, según Rani, era un fenómeno habitual en Oriente: mujeres sin hijos que se acercaban a niños huérfanos al pecho y producían leche.
Cuando estaba a punto de contarle a Paulina aquel curioso, pero verídico milagro, que ella misma había visto, el silencio nocturno fue roto por unos gritos en el pasillo y el rumor de unos pies que corrían. De repente, Ulrika irrumpió en la estancia.
—Me han dicho que estabas aquí —dijo la niña, casi sin resuello.
—¡Ulrika! —exclamó Selene, levantándose.
Un hombre le dio alcance y la agarró por el brazo.
—Ya te he pillado otra vez —gruñó. Al ver a Paulina, su ama, musitó, ruborizándose—: Está molestando a los esclavos, señora.
—Ulrika —dijo Selene—, yo creía que estabas durmiendo.
El rostro de Ulrika también estaba arrebolado, pero no a causa de la vergüenza, sino de la emoción.
—Tú viste unas almohadas debajo de las sábanas. Pero yo no estaba allí.
Selene se quedó sin habla. ¿Cómo era posible que aquel ser tan salvaje fuera su hija?
—Lo he hecho muchas veces —añadió Ulrika, tratando de zafarse de las manos del hombre.
—Vaya si lo ha hecho —dijo el capataz.
—Lucas —Paulina se levantó—, ¿qué es todo eso?
—Se ha hecho amiga de uno de los esclavos, señora. Le visita a todas horas y hablan un lenguaje incomprensible. Ya le he dicho otras veces que se vaya.
Selene miró escandalizada a su hija. Parecía que Ulrika estuviera a punto de llorar, pero no le saltaban las lágrimas. Ulrika nunca lloraba; en realidad, no lloraba desde que era pequeña, exceptuando el día de la muerte de Rani y aquel breve momento en que ambas se abrazaron en Alejandría.
—Es mi amigo —protestó la niña—. Y le estoy enseñando a hablar el griego.
—Pido disculpas —dijo Selene, volviéndose a mirar a Paulina—. Yo no estaba al corriente de nada de todo eso.
—¿Quién es el muchacho a quien visitas? —le preguntó Paulina a Ulrika.
La niña la miró de soslayo sin decir nada.
—Es Eiric —dijo el capataz—. Uno de los nuevos, recién llegado de Germania.
—¿Y por qué le enseñas a hablar el griego? —preguntó Paulina con dulzura.
—Porque no entiende a nadie —contestó bruscamente Ulrika.
—Vaya si entiende —ladró Lucas—. Es muy terco y se hace el tonto. Hay que darle duro para que trabaje.
—¡Eso no es verdad! —gritó Ulrika—. Es que no entiende. ¡Y entonces tú le azotas! Le pegas constantemente y eres muy cruel con él. Le pegan para que entienda y eso no es justo —añadió la niña, mirando con ojos suplicantes a Paulina.
Selene miró a su hija y vio que las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas.
—¿Es eso cierto? —preguntó Paulina, mirando al capataz.
—El chico causa muchos problemas —contestó el hombre, como encogiéndose ante ella—. Tendríamos que librarnos de él.
—Eso lo decidiré yo —dijo Paulina muy seria—. Nuestros esclavos no deben ser maltratados, Lucas. Ya te lo he advertido otras veces. —Al mirar a Ulrika, la expresión de sus ojos se suavizó—. No tienes que preocuparte por el muchacho. Es joven. Aprenderá nuestra lengua a su debido tiempo.
—Pero es que él también me enseña a mí. Me enseña a hablar su lengua.
—¿Y qué lengua es ésa, Ulrika?
La niña miró a su madre y después contestó, muy seria:
—La lengua que hablaba mi padre.
Selene se acercó una mano a la frente.
—Ulrika —dijo en tono cansado—, lo que has hecho está muy mal. Paulina no quiere que andes correteando todo el día por la casa. Eso tiene que acabar.
—Pero es que Eiric es germano, madre. A él no le importa nada Julio César. ¡Y a mí tampoco!
—No veo ningún mal en ello —dijo Paulina, sin percatarse de la expresión aterradora de Selene—. Cuando él termine sus obligaciones cotidianas, podrás visitar a Eiric si lo deseas… y si tu madre te lo permite. —Dirigiéndose a Lucas, añadió—: Podrán reunirse en el huerto y quiero que alguien les vigile. Pero no tú.
Ulrika miró a la romana a la que tanto odiaba y dijo de repente:
—¡Te lo agradezco mucho! Te prometo que seré buena a partir de ahora.
—Confieso, Selene —dijo Paulina cuando ambas volvieron a quedarse solas—, que el hecho de tener a tu hija aquí me causa dolor. Su presencia es un recuerdo constante de mi Valeria, que en paz descanse.
Selene también tenía su propio dolor; jamás podría olvidar la expresión del rostro de Ulrika al renegar de la sangre de su bisabuelo.
—Procuraré vigilar los movimientos de mi hija de ahora en adelante.
—¡Ni se te ocurra! Soy una tonta. No me enfrento con mis temores como debiera. Ulrika puede ir en esta casa a donde le apetezca. Es una niña encantadora.
Ambas mujeres cruzaron el atrio y salieron al jardín, desde el cual se podían contemplar las frías estrellas del invierno. Envolviéndose en el manto, Paulina dijo:
—Nunca te agradeceré bastante que hayas salvado la vida de mi amigo, Selene. Mañana por la mañana enviaré una ofrenda a los sacerdotes de Esculapio. En cuanto a ti —los ojos se le empañaron a causa de la emoción—, tú y Ulrika podéis quedaros conmigo todo el tiempo que queráis, y no marcharos jamás, si así lo deseáis.
Selene sonrió. Acababa de ocurrir un milagro aquella noche. Aunque le faltaban muchas medicinas en la caja, le quedaba suficiente digital para salvar la vida de Máximo. El dios la había auxiliado con su providencia.