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Kazlah rebuscó en la caja de medicinas y encontró un frasco azul con el símbolo del sapo de Hécate.

Lo probó primero con un condenado a muerte a punto de ser ejecutado. Al ver que la ingestión de unas cuantas gotas del amargo té del frasco azul no le producía ningún daño evidente, Kazlah se lo administró a un esclavo aquejado de fiebres estivales comunes. La fiebre del esclavo desapareció como por arte de magia y entonces Kazlah decidió administrarle la cura al príncipe.

Ya era muy entrada la noche y el dormitorio del príncipe estaba lleno de personajes que lo velaban en silencio. Los sacerdotes de Allat sostenían incensarios de los que escapaba un humo ocre, al tiempo que tocaban panderos e invocaban los muchos nombres de la diosa; el principal chambelán permanecía de pie en compañía de sus servidores; el jefe de los escribas se hallaba sentado en el suelo con la tinta y el papiro a punto; y la reina Lasha, sentada junto al lecho del enfermo, seguía, con su único ojo, todos los movimientos de Kazlah.

Éste llevaba una piel de leopardo echada sobre los hombros y el negro cabello peinado hacia atrás. Sentado inmóvil junto al príncipe, parecía sumido en una especie de trance hipnótico, sin apenas respirar.

Desde el otro lado de las diáfanas colgaduras, les llegaban los gritos de las aves nocturnas. El reluciente suelo reflejaba la luz de las estrellas; por encima de las copas de las palmeras se podía ver un pequeño retazo del creciente de Allat; y el aire de la noche, huyendo y refluyendo como una marea invisible, les llevaba la cenagosa y fértil fragancia del Éufrates.

El niño recibió la primera dosis de la misteriosa medicina, administrada en pequeñas cucharadas, hacia el anochecer; la garganta del príncipe tragó instintivamente el líquido mientras todos los reunidos contemplaban la escena con inquietud. Kazlah no sabía qué cantidad tenía que darle, pero no se atrevía a hacer más preguntas a la joven cautiva, por temor a que ésta recelara y decidiera no facilitarle más información. Tal vez con la tortura le hubiera podido sacar algo, pero sin estar jamás seguro de escuchar de ella la verdad. La muchacha podía convertirle en el asesino involuntario del príncipe. Era mejor mantenerla encerrada y cultivar su dependencia de él. Con el tiempo, si él actuaba con cuidado, la joven le revelaría todos sus conocimientos; entonces la mataría, para borrar las huellas de su existencia y quedarse con el secreto de la caja de medicinas.

Lasha permanecía rígidamente sentada en medio de la nube de incienso. Kazlah sabía que, en caso de fracasar aquella vez, moriría antes del amanecer. Sin embargo, si el muchacho se recuperara milagrosamente…

En la estancia se elevó un suspiro tan suave como el murmullo del río. El profundo sueño del príncipe renovó las esperanzas de todos los presentes.

Kazlah se inclinó hacia adelante y apoyó una larga mano sobre la regia frente. Después volvió a tomar el pequeño frasco azul. Nadie sabía su origen y todos ignoraban la existencia de la caja de medicinas y de la muchacha que él mantenía prisionera.

Kazlah volvió a dejar el frasco sobre la mesilla de noche y se reclinó en su asiento. Todos los ojos permanecían fijos en el joven rostro del príncipe. Cesaron los cantos y el son de los panderos; cesó también el movimiento pendular de los incensarios. Los cortesanos permanecían de pie, inmóviles como estatuas. Sus ojos revelaban temor… En caso de que el niño muriera, la furia de la reina les alcanzaría a todos.

De repente, el frágil cuerpo se agitó bajo la colcha de seda y los ojos parpadearon y se abrieron mientras el niño miraba a su madre, la reina.

—Mamá… —dijo.