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Se encontraban en una taberna del barrio de tolerancia, las calles del puerto donde las meretrices colgaban faroles rojos sobre sus dinteles para que los marineros supieran que estaban disponibles.

Andrés y Nasón, el capitán de barco, permanecían cómodamente sentados en un rincón del local, lejos de los alborotadores y los borrachos, contemplando la danza de unas muchachas desnudas al son de los címbalos y la flauta. Andrés lo observaba todo con indiferencia. Aunque, por su condición de médico, la desnudez femenina no constituía ninguna novedad para él, no cabía duda de que tampoco era insensible a los encantos de unos cuerpos cimbreños. En sus viajes, Andrés había conocido a muchas bailarinas. Aquella noche, sin embargo, por mucho que tratara de acomodarse al espíritu de la fiesta, no lograba distraerse. No podía quitarse de la cabeza a la joven del mercado.

Los parroquianos del Gallo de Apolo eran en su mayoría rudos marineros que acababan de arribar tras una larga travesía o que querían divertirse un poco antes de zarpar. Llegaban al puerto de Antioquía, encrucijada del Imperio romano, de todas partes del mundo, y eran hombres que contaban increíbles historias y tenían la piel más áspera que un pellejo; sus ojos eran casi incoloros a causa de los reflejos del sol sobre el oleaje; comían como fieras, pero tenían muy pocas necesidades y unos gustos muy sencillos. Eran hombres sin hogar, escoria de la sociedad, en cuya compañía el refinado Andrés se sentía, sin embargo, completamente a sus anchas. Como, por ejemplo, con el curtido y renegrido Nasón, el cual se jactaba de tener la nariz más grande de Siria y, por consiguiente, del mundo. Tres veces en el pasado, Andrés y Nasón habían cerrado un curioso trato, y aquella noche estaban allí, precisamente, para elaborar los términos del cuarto.

El patrón apuró el resto de su jarra y pidió otra a la muchacha que les servía, observando que, como de costumbre, Andrés apenas si había tomado un sorbo de su cerveza. Aunque se conocían desde hacía varios años y habían corrido muchas aventuras juntos, el circunspecto médico seguía siendo un misterio para Nasón.

No sabía por qué razón experimentaba aquel hombre el irresistible impulso de acercarse a los barcos y a los puertos en un repetido e inexplicable ciclo. Nasón había sido testigo de aquel extraño comportamiento en las tres ocasiones en que Andrés se había hecho a la mar con él. El médico cerraba su casa, enviaba a sus enfermos a otra parte y zarpaba en un barco rumbo a lejanos puertos. Una vez a bordo, se mostraba retraído y distante, y sus ojos lo contemplaban todo con una extraña expresión inquisitiva. Se pasaba las semanas en cubierta, escudriñando el horizonte sin mezclarse con la tripulación y comiendo siempre solo. Después, cuando Nasón empezaba a pensar «éste se va a tirar por la borda», Andrés cambiaba de actitud. Sonreía y hablaba con la tripulación, y cenaba con el capitán hasta que, al final, regresaba a casa purificado.

El patrón comprendió que aquella noche Andrés era nuevamente presa de aquel impulso. Nasón le había visto la misma expresión en Alejandría, Biblos y Cesarea, las ciudades portuarias ya visitadas por el médico errante. Y ahora Andrés volvía a tener el veneno en las venas. Al enterarse de que, un año atrás, Andrés había comprado una casa en Antioquía, Nasón había tenido la esperanza de que su amigo cambiara. «Ahora sentará cabeza —se dijo el patrón— y se casará». Pero se había equivocado. A los pocos meses de vivir en la hermosa villa, Andrés ya andaba vagando de nuevo por el puerto en busca de un barco.

¿Qué era lo que periódicamente le llevaba al mar? Nasón lo ignoraba y no podía preguntarlo. Ya conocía el dicho: «Médico, cúrate a ti mismo». Sin embargo, sospechaba que la herida del corazón de Andrés no se podía curar con bálsamos ni con ungüentos.

—Zarparemos al amanecer, con la marea —dijo Nasón cuando le sirvieron otra jarra de cerveza. Había sobre la mesa una bandeja con salchichas; colocando una de ellas sobre un trozo de pan aplanado, añadió—: Esta vez, vamos más allá de las columnas de Hércules. ¿Te parece bien, Andrés?

Andrés asintió en silencio. Jamás le importaba el destino del barco, lo que él quería era zarpar. Le había dicho a su esclavo Malaco que era probable que no regresara en seis meses. Malaco, que conocía la extraña obsesión de su amo, cuidaría de la casa en su ausencia.

—¿Vas a tomar una muchacha esta noche, hijo? —preguntó Nasón, que ya había elegido una para sí—. Tardaremos mucho en volver a ver una mujer.

Pero Andrés sacudió la cabeza. Era lo que menos necesitaba aquella noche. Pensaba tan sólo en una mujer, una muchacha. La joven del cesto y del extraño defecto en la boca, la que aquella tarde había echado sobre sus hombros la responsabilidad del mercader de alfombras.

Andrés frunció el ceño y estudió a los parroquianos, tratando de apartar a la joven de sus pensamientos.

Un comerciante escita orinaba contra una pared; dos marineros mauritanos, negros como la noche, se hallaban enzarzados en una pelea que a nadie le importaba; un enano, encaramado sobre los hombros de alguien, escribía palabrotas sobre un trozo de pared todavía desnudo. «¿Por qué?», se preguntó Andrés. Había conocido a muchas mujeres en el transcurso de sus viajes, sin que ninguna de ellas le causara jamás una impresión tan profunda. «¿Por qué, precisamente, ella?».

Andrés hizo una mueca de hastío. Su corazón le decía: «Porque es distinta». Pero su mente contestaba: «No, no es verdad». En el fondo, las mujeres eran iguales en todas partes. Como médico que era, Andrés lo sabía muy bien; y, como hombre, también.

—Ésa te ha echado el ojo —le dijo Nasón, distrayéndole de su ensimismamiento.

Andrés se volvió para descubrir, al otro lado del local, a una joven prostituta que le miraba con interés. Era alta para ser una mujer y tenía la piel blanca y el cabello tan negro como el Hade. Y una boca muy roja. Le recordaba a…

—Date este gusto, hijo mío —le instó Nasón, tomando otra salchicha.

Andrés bajó la vista. Estaba obsesionado por aquella enigmática boca de la lengua trabada. ¿Cómo se llamaba? «¿Cómo se llamaba?».

Miró a la prostituta que se abría paso hacia él con una sonrisa en los labios mientras los hombres trataban de ponerle las manos encima. Nasón descubrió la mirada anhelante de sus ojos antes que Andrés; la muchacha sabía distinguir muy bien el valor de una presa. Los hombres como el médico, con sus sedosas manos, su blanca toga y su cara de ángel, raras veces se dejaban caer por aquel barrio. Nasón no acertaba a comprender que no se hubiera casado.

Andrés la vio acercarse y, cuando la tuvo a su lado, sufrió una decepción. La blancura de su piel no era natural: se debía a los polvos de arroz aplicados al rostro para ocultar los defectos; la boca estaba pintada de rojo y los finos labios estaban perfilados para aparentar un grosor que no tenían. Su experto ojo de médico leyó en un instante su pasado —las penalidades y los sufrimientos— y también su futuro: algo le estaba devorando la médula de los huesos. ¿Sabría ella que su existencia iba a ser muy breve, se preguntó, y que sus mañanas se medirían por meses y no por años?

Antes de que la muchacha pudiera remangarse la túnica y sentarse con el trasero al aire sobre sus rodillas, Andrés se levantó bruscamente.

—Estaré en el barco al amanecer —dijo, saludando muy serio al patrón.

Después deslizó en la mano de la perpleja joven una moneda de oro, la primera que ésta veía en su vida.

Fuera, el aire nocturno era cálido y denso. Aquel verano, el Orantes bajaba perezosamente. Andrés miró a derecha e izquierda. Las lámparas y los faroles de puertas y ventanas arrojaban tanta luz a la calle que parecía de día. Echándose la toga sobre el hombro, avanzó por el muelle, sabiendo por experiencia que era más seguro utilizar las calles iluminadas y transitadas. Conocía muchos puertos del Imperio romano y en todas partes era así.

Mientras caminaba, se concentró en sus pensamientos.

Sí, la inquietud se había vuelto a apoderar de él. Pero esta vez le había ocurrido antes que de costumbre. Solía pasar dos o tres años en tierra sin sentir la necesidad de purificarse en el mar. Esta vez había transcurrido sólo un año desde su última travesía con Nasón. La causa era aquella muchacha.

Al salir ella de su casa, Andrés había trasladado al mercader inconsciente a los aposentos de los esclavos; entonces se había percatado de que no podía quitarse a la joven de la cabeza. Aquella tarde, ante su hermosa boca, que pugnaba patéticamente por pronunciar las palabras, Andrés se había conmovido durante un instante. Pero su corazón, habituado a contener las emociones, se sobrepuso inmediatamente. Sabía que un corazón duro como una piedra no podía sufrir. Por eso la había dejado marchar, mandando a Malaco en busca de Nasón; en caso de no encontrarle, elegiría al patrón de otro barco con rumbo a puertos lejanos. Afortunadamente, Nasón estaba en Antioquía preparándose para zarpar hacia Britania. Y Andrés se embarcaría con él al amanecer.

Un repentino alarido, seguido de unos gritos entrecortados, le devolvió a la realidad. Vio a un hombre que salía de una calleja con las manos ensangrentadas.

—¡Socorro! —chilló el hombre, asiendo el brazo de Andrés—. ¡Han herido a mi compañero! ¡Se está desangrando!

Andrés miró más allá del hombro del desconocido y vio, en las sombras de la callejuela, a un sujeto tendido en el suelo, cubriéndose con la mano la parte lateral de la cabeza.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—¡Nos atacaron! ¡Mi compañero y yo íbamos a tomar este atajo, y alguien se nos echó encima! Está malherido. ¡Le han cortado la oreja!

Andrés estudió su rostro atemorizado y después contempló al hombre que yacía en medio de un charco de sangre. Estaba a punto de marcharse de allí, cuando una visión cruzó fugazmente por delante de sus ojos: la muchacha de la lengua trabada, suplicando a los viandantes que la ayudaran a atender a un desconocido.

—Soy médico —dijo Andrés impulsivamente—. Puedo ayudaros.

—¡Que los dioses te lo premien! —contestó el hombre, echando a correr hacia la calleja.

Al llegar allí, Andrés hincó una rodilla en el suelo junto al herido y comprobó que efectivamente estaba muy grave.

—No te ocurrirá nada, amigo —le dijo—. Soy médico y puedo ayudarte.

—Bueno, pues ahora haz tú lo que yo te diga y tampoco te ocurrirá nada —murmuró el otro, de pie a su lado.

Andrés levantó los ojos y, al ver el ensangrentado cuchillo, comprendió inmediatamente que había caído en una de las trampas más viejas del mundo, la que incluso el más ingenuo estudiante de medicina sabía evitar. El hombre tendido en medio del charco de sangre era la primera víctima, utilizada posteriormente para atraer a la segunda.