66

Unos espíritus la acompañaban.

Selene los sintió a su lado en el tibio aire de principios de otoño. Se habían congregado a su alrededor para guiarla y compartir su momento de triunfo mientras recorría la Domus en aquella soleada tarde de octubre.

Los obreros se habían marchado hacía una semana y los equipos de limpieza lo habían dejado todo reluciente como un espejo. La Domus olía a aceites y cera de abejas, a sebo y a hierbas; los suelos de mármol resplandecían como un lago, los blancos techos aún no estaban ennegrecidos por el humo de las lámparas. La Domus Julia ya estaba a punto de iniciar su andadura.

Píndaro seguía a Selene mientras ésta efectuaba la última inspección. Llevaba en brazos a Julio, el hijo de tres meses de su ama, la cual atravesaba en aquel momento la gran rotonda que dominaba el edificio con una expresión de asombro en el rostro, como si lo viera por primera vez. La acompañó en su recorrido por numerosas estancias: las salas con sus camas, los almacenes, el gimnasio, la biblioteca, las aulas de Andrés. La visión de Píndaro no abarcaba lo que la de Selene: los enfermos, los ayudantes, los médicos y los alumnos. Él no podía imaginar la actividad que allí estallaría cuando todas aquellas salas desiertas se llenaran de rumores y energía. Eso sólo lo podía ver Selene, tal como lo había visto en sus diecinueve años de sueños, desde que abandonara Persia y conociera a Chandra y su pabellón.

Era entonces cuando se había empezado a construir la Domus Julia, durante aquellas noches transcurridas en los aposentos de la princesa Rani. Ahora, la dulce amiga de antaño quería felicitarla y alentarla con su presencia.

—A los pacientes hay que mantenerles despiertos y procurar que estén alegres —solía decir Rani.

—Los pacientes tienen que dormir —replicaba Selene.

Era uno de los pocos puntos en los que jamás lograban ponerse de acuerdo; al final, ganó Selene. A la entrada de la Domus, figuraban grabadas las siguientes palabras: EL SUEÑO ES EL MÉDICO DEL DOLOR. Un recordatorio para que el personal y los visitantes pisaran en silencio aquellos suelos de mármol.

Selene no dudaba de que acudirían muchos visitantes a la Domus. El pueblo de Roma llevaba muchos meses contemplando con curiosidad las obras de la parte norte de la isla. ¿Un refugio para los enfermos? No un templo donde uno pagaba con una moneda al sacerdote para pasar allí la noche, sino un lugar donde a uno le cuidarían como en casa. Los romanos jamás habían oído hablar de semejante cosa y no acertaban a imaginar cómo sería. Las pequeñas salas provisionales de la isla, donde se había atendido a los enfermos y heridos durante las obras de la Domus, no eran nada, comparadas con aquello.

Faltaba un día para la gran fiesta que marcaría la inauguración de la Domus Julia, durante la cual todos los ciudadanos de Roma podrían recorrer libremente las salas y pasillos y descubrir por sí mismos los misterios que se albergaban bajo la blanca cúpula de la edificación.

Selene se detuvo en la biblioteca. Todas las paredes, desde el suelo hasta el techo, estaban cubiertas de estantes con códices y rollos de escritura. Allí estaban las magias y los hechizos del antiguo Egipto, un tratado médico de la lejana China, un compendio de los remedios populares de Britania. Y la impresionante enciclopedia médica en cincuenta volúmenes, escrita por Andrés y terminada a tiempo para la ceremonia de la inauguración. Andrés había trabajado muchísimo en aquella obra, que contenía todos los conocimientos médicos de Grecia y Roma, desde las hierbas hasta la cirugía, y desde la botánica a la anatomía. Una vez finalizada la ceremonia inaugural, Andrés mandaría que se hicieran copias de la enciclopedia para que los médicos y los estudiantes de medicina de todo el mundo pudieran utilizarla. Selene oyó un gorjeo; al volverse, vio a Píndaro, acunando en sus brazos al pequeño Julio dormido.

Frunció el ceño sin poder evitarlo. Desde el terrible incidente ocurrido con Marcela pocos días después del nacimiento del niño —Julio se había puesto repentinamente enfermo y con el rostro completamente azul—, Píndaro no perdía de vista al niño ni un solo instante. Al día siguiente, Marcela apareció muerta en el baño, con las muñecas cortadas. Se había suicidado, dejando una nota en la que pedía perdón…

¿Serían ciertos los rumores que corrían? ¿Estaría Agripina furiosa por el nacimiento del hijo de Selene? ¿De veras había afirmado que el alumbramiento en el santuario del divino Julio se había hecho a propósito para ratificar de este modo el lugar del niño en el linaje Julio-Claudio? Selene no podía negar que el acontecimiento era propicio. Los sacerdotes habían pasado por alto la profanación, señalando que el nacimiento del niño en el templo del divino Julio era un buen presagio. ¡Sin embargo, Selene no lo había hecho adrede!

De no ser por Píndaro, hubiera muerto a los pies de la estatua de su abuelo.

Era extraño lo que ahora sentía Selene por él. Entre ambos se había establecido un nexo inexplicable. Píndaro había ayudado a nacer al niño y confortado a su ama en aquellos terribles momentos, y ahora Selene le profesaba un profundo afecto, semejante al que podría sentir por un pariente próximo o un íntimo amigo.

Selene sacudió la cabeza. ¡Tenía muchas cosas en qué pensar! Temblaba como una novia y volvía a tener dieciséis años. «El mercader de alfombras hubiera sido llevado a un lugar como éste», pensó, recordando aquel acontecimiento de su pasado. Allá en Antioquía, Selene se sentía impotente; el hombre hubiera muerto, de no haber sido por Andrés. Pero eso no iba a ocurrir en Roma, se dijo. Porque ahora ya tenían la Domus Julia.

Mera la acompañaba también. Selene intuyó su asombro y su perplejidad. El espíritu de Mera aprobaba el proyecto, pero Selene adivinaba en ella cierto temor, como si su buena madre adoptiva le preguntara: «¿Dará resultado? ¿Está el mundo preparado para eso?».

El único espíritu que Selene no pudo percibir fue el de Wulf. ¿Significaría ello acaso que aún estaba vivo? ¿Sería realmente el caudillo rebelde de los bosques germanos? ¿Le habría encontrado Ulrika y estaría luchando con él en aquellos momentos?

Selene cruzó los brazos sobre el pecho. Estaba previsto que todo empezara al día siguiente. Mañana terminaría su larga odisea. Mañana vería el ocaso de una época y el amanecer de otra nueva. Mañana…

—¡Selene!

Selene giró en redondo y vio a Andrés, que corría hacia ella casi sin aliento.

—Paulina —dijo Andrés—. ¡La han detenido!

Corrieron a la cárcel del Capitolio, dejando a Píndaro en la isla con el niño, y, tras hacer algunas averiguaciones, se enteraron de que Paulina no estaba encarcelada allí, sino en las mazmorras de debajo del Circo Máximo.

—Por todos los dioses, ¿por qué? —preguntó Andrés.

El funcionario consultó el registro y se encogió de hombros.

—La han acusado de traición.

—¿Traición?

—¿Por qué en el Circo? —preguntó Selene, asiendo con fuerza el brazo de Andrés.

El hombre estudió unas tablillas de cera en las que estaban anotadas las ejecuciones previstas y contestó:

—La han condenado a morir con los judíos.

Selene estuvo a punto de desmayarse.

Había una nueva secta de judíos, llamada de los nazarenos, que se negaba a adorar al emperador como dios, lo cual constituía una traición. Ya los habían arrojado otras veces a la arena con perros salvajes, osos, y al día siguiente se iba a celebrar un espectáculo muy de gusto de Claudio: los traidores serían crucificados en la arena, embadurnados con pez y quemados vivos.

—¡Pero Paulina no ha sido sometida a juicio! —exclamó Andrés.

La mirada del carcelero le dijo: «No hay juicio para esta prisionera».

—Pero ¿por qué? —insistió Selene—. ¡Paulina no es una de ellos! Claudio lo sabe muy bien.

—No ha sido el emperador quien la ha mandado detener —contestó el hombre—. La orden es de Agripina.

—No lo entiendo, Andrés —dijo Selene, una vez en la calle—. ¿Por qué la ha mandado detener Agripina acusándola falsamente?

—Ve a consolar a Paulina —contestó Andrés, entornando los ojos para protegerlos del sol poniente—. Dile que nos encargaremos de que la pongan inmediatamente en libertad.

—¿Adónde vas?

—A ver a Claudio. Apuesto a que él no sabe nada de esto. Estoy seguro de que firmará una orden para que la dejen en libertad.

Selene tuvo que abrirse camino casi a codazos en el abarrotado Foro para poder llegar al Circo Máximo, situado en el lado sur. Una vez allí, tuvo que suplicar y discutir con varios guardianes antes de que le permitieran visitar a Paulina.

Su amiga estaba sola en una celda, sentada, muy tiesa, con las manos sobre las rodillas. Al oír pisadas en el pasadizo de piedra, Paulina se volvió para mirar la reja de la puerta y vio el rostro de Selene. Se levantó con la misma elegante gracia con que lo hubiera hecho para recibir a un invitado en su casa.

—Paulina —dijo Selene, asiendo los barrotes de la reja—. Acabamos de enterarnos. Andrés ha ido a ver al emperador.

Cuando Paulina se acercó, Selene vio que estaba intensamente pálida. Sin embargo, su aristocrática gravitas romana la distinguía de los demás prisioneros, que lloraban y soltaban maldiciones.

—Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos —dijo Paulina en voz baja—. Entraron los pretorianos en mi casa, me mostraron la orden de detención y me trajeron aquí. Conseguí decirle a un esclavo que os comunicara la noticia.

Bajo la orgullosa mirada de los ojos topacio de Paulina se ocultaba un inmenso miedo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Selene—. ¿Quién es tu acusador?

—Eso lo ignoro. Me condujeron ante la emperatriz, la cual me mostró unos rollos en los que figuraban, según me dijo, declaraciones de testigos de mi traición.

—¡Todo es falso!

—Agripina habrá sobornado o atemorizado a mis amigos para que cometan perjurio —dijo Paulina, apretando los labios—. Ni siquiera se celebrará un juicio. Voy a… morir mañana. En la arena.

Selene miró con incredulidad a su amiga. No era posible. Se trataba de una pesadilla. En seguida se iba a despertar en la pura y blanca atmósfera de la Domus. Los sollozos y las súplicas que escuchaba procedentes de otras celdas, eran parte también de aquel terrible sueño.

—Pero ¿te dijo ella por qué? Algo debía querer de ti, de otro modo, no hubiera mandado que te condujeran ante su presencia. ¿Qué te dijo?

Por primera vez, Paulina se vino abajo.

—Me hizo una petición —contestó, bajando la voz para poder dominarla mejor.

—¿Cuál fue?

—Que te convenciera de que renunciaras a tu estirpe julia.

Había un ventanuco en la parte superior del muro de la celda, a través del cual penetraban en ella los tonos de metal fundido del ocaso. Se aspiraba un extraño olor a quemado y se oían gritos lejanos de «¡Fuego!».

Selene vio cómo la cobriza luz del sol poniente se retiraba del pavimento de piedra como una marea; aspiró el olor del humo y oyó los gritos de las Cohortes Vigilum, la brigada antiincendios de Roma; se imaginó los cubos, las mangueras de cuero y las ineficaces bombas manuales. Había visto trabajar muchas veces a aquellos valerosos voluntarios que batallaban contra el fuego con más denuedo de lo que lo hubieran hecho contra un ejército invasor. El fuego era el mayor peligro y la mayor amenaza de Roma.

«¿Qué se está quemando ahora?», se preguntó Selene.

—Comprendo —dijo al final.

Las pocas palabras de Paulina se lo explicaban todo. Los actos de brujería en la Domus, la inexplicable enfermedad de su hijo estando Marcela con él, el extraño suicidio de Marcela. La mano de la emperatriz estaba detrás de todo. Para impedir que Selene le arrebatara el trono de Roma.

«No se atreve a tocarme —pensó Selene—, pero me hace daño a través de mi familia y de mis amigos».

—¿Y cómo tendría yo que hacer eso? —preguntó.

—En presencia de todo el pueblo —contestó Paulina—. Tendrías que declarar que has mentido. Que no eres descendiente de Julio César. Y deberías entregarle públicamente tu anillo a Agripina.

—¿Y, a cambio de eso, te pondrá en libertad? —Paulina guardó silencio—. En tal caso, debo hacerlo. Por mi culpa, te enfrentas con una muerte terrible. Yo soy la responsable y tengo que sacarte de aquí.

—Aún hay más… —añadió Paulina, acercando el rostro a los barrotes.

—¿Más? ¿Qué más puedo hacer?

—Agripina quiere que declares públicamente que tus curaciones son por arte de brujería.

Selene miró en silencio a su amiga.

—Y que digas que la Domus Julia es un lugar maldito.

Selene se horrorizó. ¿Cómo era posible que el camino iniciado en su humilde casa de Antioquía tuviera que terminar de aquella manera, después de tantas penalidades como había sufrido? ¡Una cosa era renunciar a un antepasado recientemente descubierto, y otra muy distinta abandonar su sagrada vocación y el sueño que compartía con Andrés!

Selene miró hacia el ventanuco del muro y vio que había oscurecido. La noche se extendía sobre Roma; el humo era cada vez más denso. Se oían los gritos de los demás prisioneros; ellos también habían percibido el olor y pedían a gritos que les dejaran salir.

—Eso no puede ser —dijo pensativa Selene—. Andrés ha ido a ver a Claudio…

De repente, se dio cuenta de que Andrés tardaba en volver.

—Selene —dijo Paulina—, tienes que irte de Roma. El poder de Agripina crece día a día y llegará un momento en que el pueblo no podrá salvarte. Conozco a esta mujer. Conseguirá que la gente se revuelva contra ti. El populacho es muy inconstante, Selene. Sigue cualquier nueva estrella que surja. Hoy estás en un pedestal, mañana te derribarán. Vete de Roma, Selene. Toma a tu hijo y vete muy lejos.

—Pero… ¿y la Domus? —Selene miró a su amiga con los ojos muy abiertos—. Es el sueño de toda mi vida. ¿Cómo puedo dejarla?

—¿Y tú crees que Agripina permitirá que eso siga adelante? Buscará el medio de destruirlo junto contigo y todos los que tú amas.

—Pero ¿y si renuncio a mi linaje? —dijo Selene—. Estoy segura de que con eso será suficiente. Si le demuestro que no tengo la menor intención de desafiar la sucesión de su hijo en el trono, Agripina nos dejará en paz.

Sin embargo, Selene sabía que no. Una vez hubiera renunciado a sus orígenes, Selene sabía que ella y su hijo quedarían desprotegidos. Ella misma contribuiría a hacerle el juego a Agripina, en cuyas manos caería irremisiblemente.

Paulina introdujo la mano por entre los barrotes y asió a Selene por la muñeca.

—Vete esta misma noche —la apremió—. Llévate a Andrés y al niño y huye, cuanto más lejos mejor.

—¡No te dejaré, Paulina!

—Llévate también a mi hijo, Selene. Llévate a Valerio. Cuando yo haya muerto, tampoco estará seguro. Críalo como si fuera tuyo.

Los demás prisioneros empezaron a aporrear las puertas de las celdas, gritando que les dejaran salir. Selene y Paulina miraron hacia el ventanuco. Brillaba una nueva luz, como la de un segundo ocaso, y el olor del humo era cada vez más intenso.

Un guardián se acercó a la puerta de hierro y les dijo a los prisioneros:

—¡El fuego no llegará hasta aquí! ¡Estaos quietos, que no os vais a quemar!

Cuando se retiró, dejando la puerta del pasadizo abierta de par en par, Selene oyó otra voz: era Andrés, discutiendo con el carcelero. Se acercó y vio que el hombre examinaba un documento con el ceño fruncido.

—Ya conoces el sello del emperador —le estaba diciendo Andrés—. Aquí lo tienes. Pon inmediatamente en libertad a Paulina, si no quieres que te pese.

Mientras el carcelero se rascaba la cabeza sin saber qué hacer, puesto que la prisionera era de Agripina, Andrés le dirigió a Selene una mirada de advertencia.

Al final, el hombre se dio por satisfecho y dijo:

—Muy bien. La orden tendría que venir de la emperatriz, pero…

En cuanto se abrió la puerta, Paulina salió corriendo. Los tres se alejaron a toda prisa, aunque tratando de no llamar la atención.

—Tenemos que abandonar Roma inmediatamente. Claudio ha muerto —dijo Andrés cuando ya estaban en la puerta.

—¿Cómo?

—Estaba cenando cuando fui a verle para hablarle de Paulina. Se había emborrachado e insistió en que me sentara a su lado. Agripina se empeñó en servirle una segunda ración de setas, que el catador no había probado, y eso fue lo que lo mató. Pero oídme bien —añadió Andrés, asiendo fuertemente el brazo de Selene—. Agripina dice que yo le he envenenado. Ha ordenado mi detención.

—¡No!

—Conseguí salir de palacio sin que me vieran, pero ahora la que manda es Agripina. Ejercerá el poder en nombre de Nerón hasta que éste alcance la mayoría de edad. Tenemos que irnos de Roma esta misma noche.

—Mi hijo… —dijo Paulina.

—Ya me he puesto de acuerdo con un patrón cuyo barco zarpará esta noche. Es nuestra única esperanza. Las vías que salen de la ciudad estarán vigiladas. El barco se hará a la mar dentro de una hora.

—Andrés —dijo Selene—. Acompaña a Paulina a su casa. Recoge a Valerio… y toma un poco de dinero. Lo vamos a necesitar. Yo iré a la isla por Julio. Tenemos que llevar algo… provisiones, medicinas. Tengo que darle instrucciones a Herodas sobre la Domus. Me reuniré con vosotros en el muelle.

Se separaron en la oscura callejuela, Andrés y Paulina para ir a sus villas del monte Esquilino, y Selene para regresar corriendo a la isla.

Cuando llegó a la orilla del río, Selene se detuvo en seco.

La Domus estaba ardiendo.

Una brigada antiincendios combatía el fuego sin demasiado éxito. La Domus era enorme y en la pequeña isla no había espacio para moverse. La gente ya se había congregado en las orillas para contemplar cómo las llamas se elevaban hacia el cielo nocturno Mientras corría, Selene oyó que alguien comentaba:

—Si no podía ser. ¿Recuerdas lo que ocurrió en abril? Yo siempre pensé que eso no llegaría a buen puerto. Pero ¿a quién se le ocurre? Una casa para los enfermos…

No, no, no, decían los latidos de su corazón mientras sus sandalias golpeaban el puente de madera.

El calor del incendio llegaba ya al santuario de la isla, obligando a los pacientes y a los sacerdotes a salir del templo. Muchos se arrojaban al río, otros huían por el puente, pisoteando a los que caían. ¡Cómo rugía el fuego! Era como si un león agazapado en la isla, lanzara su cálido aliento al cielo.

Selene fue empujada hacia atrás por la muchedumbre. Cayó y se levantó dos veces. El espectáculo de la Domus en llamas era impresionante. Parecía un nuevo sol incandescente que iluminara la noche hasta muchas leguas a la redonda, arrojando una lluvia de ceniza y pavesas sobre la ciudad.

Selene sintió que el aire ardiente le abrasaba los pulmones. Mojó el manto en una fuente y se lo puso chorreando sobre la cabeza. Cubriéndose la boca con el lienzo húmedo, siguió avanzando hacia la Domus.

¿Dónde estaban Píndaro y el niño?

Primero encontró a Rufo, atrapado bajo un bloque de piedra. Tenía la cabeza partida, pero mantenía los ojos abiertos y en ellos se reflejaban las doradas llamas.

—Cuida de mi chico —consiguió decir el viejo veterano—. Ahora tú eres la única familia de Píndaro.

Tras lo cual, expiró.

Otros estaban atrapados bajo los escombros. Selene vio a un hombre correr como una antorcha encendida y arrojarse al río, carbonizado.

Selene lo contemplaba todo sin dar crédito a sus ojos. La entrada de la Domus parecía una boca encendida. Pensó en todo lo que había dentro… los libros, las medicinas.

La enciclopedia de Andrés.

Su caja de medicinas.

No tuvo más remedio que dar media vuelta. Había explosiones por todas partes a causa del calentamiento y la expansión de los gases contenidos en la obra. Incluso los bomberos habían decidido abandonar la isla. Cada vez había más gente a la orilla del río. Todo el mundo cantaba, gritaba y se pasaba jarras de vino. Aquello resultaba un espectáculo, una diversión.

Selene corrió a la parte de atrás de la Domus, donde el fuego no era tan intenso.

—¡Píndaro! —gritó.

Las ventanas brillaban como ojos de demonios; las puertas escupían humo.

—¡Píndaro! ¿Dónde estás?

Una pavesa le cayó sobre la túnica y prendió fuego al dobladillo; lo apagó, pisándolo. Un estallido en el techo arrojó cascotes y ceniza sobre su cabeza. Instintivamente, levantó un brazo para protegerse.

¡El niño! ¿Dónde estaba el niño?

—¡Píndaro! —gritó, desesperada, pero su voz se perdió en medio del rugido de aquel infierno.

Un hombre, uno de los hermanos del templo, la tomó del brazo y trató de apartarla de allí.

—¿Has visto a Píndaro y al niño? —le preguntó Selene.

—¡Estaban dentro cuando empezó el incendio! ¡No pudieron salir! ¡Ven conmigo!

—¡Píndaro! ¡Julio!

Trató de zafarse de la presa del hermano hasta que él la soltó y huyó, cubriéndose la cabeza con las manos para protegerse de los cascotes que caían.

Selene recorrió todo el perímetro de la Domus, buscando alguna abertura por donde poder entrar, pero todo estaba en llamas.

—Píndaro… —sollozó, tropezando y cayendo al suelo.

Regresó a la entrada principal, donde las lenguas de fuego lamían las columnas del gigantesco pórtico. El calor era como una muralla que le impidiera el paso en sucesivas oleadas. Arriba, acababa de producirse una explosión. El dintel de piedra en el que figuraba grabada la inscripción EL SUEÑO ES EL MÉDICO DEL DOLOR se partió por la mitad y empezaron a caer los cascotes como una lluvia de granizo.

Selene levantó los brazos. Demasiado tarde. Una piedra del tamaño de un puño le alcanzó la cabeza y la derribó al suelo sobre la hierba quemada, sumiéndola en la oscuridad.

Andrés y Paulina subían por las calles que rodeaban el monte Esquilino, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver el incendio. Pero los edificios, los muros de los jardines y los altos cipreses les impedían la visión. Los incendios en la ciudad eran frecuentes en agosto. Difícilmente pasaba un día sin que se aspirara el acre olor del humo y una fina lluvia de cenizas llenara el sofocante aire estival. Cuando finalmente llegaron arriba, se quedaron petrificados.

—¡Es la isla! —musitó Paulina.

—¡Selene está allí! —Andrés miró a Paulina y le dijo—: Óyeme bien. El barco se llama Belerofonte y el patrón es un hombre llamado Nasón. Recoge a Valerio y vete allí en seguida.

—Pero…

—Rápido, Paulina. ¿Tienes algún esclavo de confianza?

—Sí…

—Toma todo lo de valor que puedas llevarte… joyas, dinero. ¡Y date prisa!

—Déjame ir contigo, Andrés.

—No, yo iré a buscar a Selene y al niño. Nos reuniremos en el barco. Corre, Paulina. Nasón zarpará con la marea.

—¡Pero te esperará!

—Le he dicho que no lo haga. Cuando tú y Valerio estéis a bordo, correrá tanto peligro como nosotros. Si Selene y yo no llegamos a tiempo, deberéis haceros a la mar. Y nosotros procuraremos salir de la ciudad como podamos. ¡Date prisa!

Andrés vio a Paulina entrar en su jardín y dio media vuelta para regresar por donde había venido. La guardia de la emperatriz, dobló la esquina. Andrés se ocultó en una arcada. Después miró a uno y otro lados de la oscura calle. Los reflejos anaranjados se recortaban contra la oscura noche y las estrellas. El humo del incendio se elevaba hasta las colinas; le escocían los ojos y las lágrimas le impedían la visión.

Al ver que dos miembros de la guardia se detenían ante la puerta de Paulina, Andrés abandonó la arcada y avanzó pegado al muro hasta llegar al final, donde un estrecho pasaje entre dos villas conducía a la otra calle. Bajó por el pasaje, se agarró a las ramas de un árbol, se encaramó y saltó al jardín de la parte de atrás de la finca, cerca de los cuartos de los esclavos. Desde allí, oyó cómo los soldados derribaban la puerta principal.

Paulina se tropezó con él mientras salía corriendo de la casa con un adormilado Valerio en brazos. Andrés tomó al niño y acompañó a Paulina al lugar donde las ramas del árbol se inclinaban sobre el muro del jardín.

—¡Mis esclavos! —exclamó Paulina—. ¡Agripina los mandará matar a todos!

—¡Sube y salta! —le dijo Andrés a Valerio, mientras ayudaba al niño a encaramarse al árbol—. Espéranos al otro lado y ayuda a tu madre a bajar. Ya eres un hombre, Valerio. Tienes que cuidar de ella.

El chiquillo de seis años se despertó de golpe y se encaramó al árbol como un mono. Cuando Paulina ya estaba subiendo al árbol, Andrés le dijo:

—Recuérdalo. Es el Belerofonte. ¡Y date prisa!

Después, dio media vuelta y corrió a los cuartos de los esclavos, donde éstos permanecían apretujados unos contra otros, presa del miedo.

—¡Salid! —les dijo—. ¡Corred!

Pero ellos no se movieron.

—¡Corred! —les volvió a gritar.

Le miraron como animales salvajes, paralizados por el terror.

Cuando oyó el rumor de la puerta al caer, seguido del estruendo de las sandalias y los gritos de los soldados, Andrés corrió hacia el muro. Se encaramó al árbol y saltó al pasaje justo en el momento en que los soldados irrumpían en el jardín trasero.

Cuando Selene volvió en sí, toda la hierba que la rodeaba estaba en llamas. Tosía en dolorosos espasmos y le escocían los ojos. Trató de cubrirse el rostro, pero había perdido el manto. Se levantó tambaleándose y miró a su alrededor, aturdida.

—¡Socorro! —gritó.

Levantó los ojos y vio que, en lo alto del pórtico, una gigantesca estatua de Venus amenazaba con derrumbarse.

—¡Socorro! —volvió a gritar.

Andrés la oyó mientras cruzaba el puente. La vio en medio del círculo de fuego y vio también, directamente encima suyo, la estatua de Venus a punto de partirse por la mitad.

—¡Socorro! —gritó Selene por tercera vez.

Andrés encontró, prendida en un arbusto, una toga que alguien debía haber abandonado en su huida. La sumergió en una charca y corrió con ella hacia el círculo de fuego. Cubriéndose la cabeza con la toga mojada, Andrés se lanzó contra el fuego, asió el brazo de Selene, le cubrió la cabeza y los hombros con el otro extremo de la prenda y corrió con ella.

En cuanto Selene abandonó el lugar, la estatua de Venus se desplomó en medio de un ruido infernal.

Al llegar al puente, Selene se detuvo en seco.

—¡El niño! —gritó—. ¡Tengo que encontrar al niño!

Andrés miró a su alrededor. Todos los edificios estaban en llamas y la isla era una ruina.

—¡Es inútil, Selene! —le gritó—. ¡Tenemos que salvarnos!

Tomó su mano y tiró de ella hasta que llegaron al otro lado.

Corrieron por calles oscuras y llenas de humo, tosiendo y sosteniéndose el uno al otro. A su izquierda, los formidables muros del Circo Máximo se elevaban en medio de la humareda, con sus columnas y arcadas iluminadas por el resplandor del infierno.

Selene cayó varias veces, pero Andrés la ayudó a levantarse, rodeándole la cintura con su brazo. Sabía que los soldados, tras encontrar la casa vacía, se habrían dirigido a la isla y les estarían buscando por toda la ciudad.

«Que busquen primero en las vías que salen de la ciudad», rezó Andrés.

Mientras rezaba, comprendió que ya era demasiado tarde. Nasón ya habría zarpado.

Llegaron a una pequeña explanada con un templete circular en el centro: el santuario del divino Julio. Mientras Selene y Andrés pasaban corriendo por delante del edificio, oyeron los ladridos de un perro. Al volverse, vieron salir a Fido, renqueando, del templo. Detrás de él apareció Píndaro, con el niño en brazos.

—¡Píndaro! —gritó Selene, corriendo a su encuentro.

Tomó a Julio en sus brazos y escuchó el relato de Píndaro de cómo el perro había percibido el olor del humo antes que las personas y empezado a ladrar, dando la alarma.

Selene observó también que Píndaro llevaba su caja de medicinas colgada del hombro. Le abrazó y le besó con lágrimas en los ojos.

—Ven —le dijo Andrés—. Tenemos que darnos prisa.

El muelle estaba casi desierto, porque todo el mundo se había ido al río para ver el incendio; para alivio de Andrés, el Belerofonte aún no se había hecho a la mar.

Mientras todos subían apresuradamente a bordo, Nasón murmuró por lo bajo que era «demasiado viejo para asustarse ante una emperatriz histérica», y ordenó inmediatamente a la tripulación que soltara amarras.

Selene y Paulina se echaron la una en brazos de la otra. Fido empezó a brincar en la cubierta alrededor de Valerio, al tiempo que le lamía la cara. Apoyado en la borda, Andrés contempló cómo el muelle se alejaba poco a poco.

Horas más tarde, poco antes del amanecer, llegaron finalmente a alta mar.

El barco, que transportaba vino a Mauritania, en la lejana costa del norte de África, era uno de los últimos que cruzaría el Mediterráneo antes de que llegara el invierno. Era una resistente nave de una sola vela, dotada de una animosa tripulación. Nasón les aseguró a sus pasajeros que ahora estaban a salvo, en el seno de Poseidón.

Mientras los demás permanecían en la popa, contemplando el distante resplandor del fuego, Selene se quedó sola en la proa, con los ojos perdidos en la distancia. Sostenía en brazos a Julio y llevaba alrededor del cuello el collar con su anillo ancestral y la rosa de marfil nuevamente sellada con el mechón de cabello del príncipe Cesarión y el trozo de sábana perteneciente al hermano gemelo al que creía no haber conocido jamás.

Al final, Andrés se acercó a ella y Píndaro hizo lo propio. Paulina dejó a Valerio dormido en la cubierta, con la cabeza apoyada en el cuerpo de Fido como si fuera una almohada, y se reunió con el grupo.

Mientras contemplaban el cielo estrellado y el mar infinito que los rodeaba, escucharon el sonido del casco de la embarcación en el agua y pensaron en todo lo que habían dejado a su espalda. Paulina empezó a llorar muy quedo, mientras Píndaro le rodeaba torpemente los hombros con su brazo. Andrés tomó la mano de Selene para darle fuerza y para que ella se la diera a él. La visión de la Domus en llamas quedaría grabada para siempre en su recuerdo.

A su espalda, estaba amaneciendo.

—Tenemos que animarnos —dijo Selene mientras la promesa de un nuevo día empezaba a extenderse sobre el agua—. Debemos alegrarnos porque nos hemos salvado y estamos juntos. Iremos donde Agripina no pueda encontrarnos. Buscaremos un nuevo hogar donde podamos empezar de nuevo… —Se le quebró la voz—. Y donde nuestros hijos puedan crecer en paz y libres de todo temor. Construiremos una nueva casa de salud que pueda superar la prueba del tiempo. Para eso nacimos.

De pie, al lado de Andrés, Selene apoyó la cabeza en su hombro y comprendió que aquello no era más que un principio en toda la serie de nuevos principios que configuraban su vida. «He sido Fortuna de Magna —pensó—, Fortuna de la buena suerte y la felicidad; he sido Umma, la “madre”; he sido Peregrina, la viajera desconocida; Cleopatra Selene, descendiente de reinas; y Julia Selena, descendiente de los dioses. Pero, en último extremo, soy la que era al principio: Selene, la sanadora».

A pesar de su dolor por la pérdida de la Domus, Selene sabía que su sueño no había muerto con ella. Había llegado al final de su larga odisea y se habían cumplido sus dos aspiraciones: encontrar sus raíces y su identidad, y construir una casa de salud donde acoger a los enfermos.

De pie en la cubierta, rodeada por su familia y las personas a las que amaba, Selene contempló la alborada de un nuevo día mientras Venus desaparecía lentamente en el cielo.