37
Un hombre acudió a visitarles. Lucía un turbante de seda dorada y les dijo que era médico y se llamaba Singh.
—¿Por qué nos mantenéis prisioneros? —le preguntó Wulf—. No hemos hecho nada malo.
Intimidado por la estatura del bárbaro, Singh retrocedió.
—¡Te aseguro que no eres un prisionero! ¡Eres nuestro huésped de honor!
—Cerráis las puertas con llave.
—Para protegeros.
—¿Cómo está el anciano? —preguntó Selene.
El médico la miro, extrañado de que hablara, y se dirigió a Wulf:
—Debes comprender que la situación es insólita y delicada. Es un crimen que alguien que no sea un brahmán ponga sus manos sobre el Daniel de toda Persia; sin embargo, tú le salvaste la vida. Puesto que no sabíamos qué hacer con vosotros, decidimos esperar a ver cómo evolucionaba la herida del Daniel. Ha recuperado el conocimiento y quiere verte.
—Entonces, ¿está bien? —dijo Selene.
Singh la miró fugazmente, sin hacerle el menor caso, y se dirigió sólo a Wulf.
—El anciano que salvaste es nuestro astrólogo. Su prematura muerte hubiera sido una calamidad nacional. Pero ahora… —Singh se apartó a un lado y extendió un brazo—, te ruego que me acompañes.
—¿Adónde nos llevas? —preguntó Wulf.
—A ver al astrólogo. Quiere conocer al hombre que le salvó la vida. La mujer, no —añadió cuando Selene se situó al lado de Wulf—. Ella se queda aquí.
—Pero si fue ella quien salvó al anciano, no yo.
—¿Cómo? —Singh arqueó las cejas—. ¡No lo dirás en serio!
—Es una sanadora.
—¿Y… tocó al astrólogo? —preguntó el médico con la voz entrecortada por el espanto.
—Tuve que hacerlo para… —terció Selene.
El médico la hizo callar con un gesto de la mano.
—Eso es totalmente inesperado —dijo Singh—. Una irregularidad sin precedentes. Tendré que averiguar lo que se puede hacer —añadió, retirándose a toda prisa.
Al poco rato, regresó diciendo:
—La mujer puede venir.
Wulf y Selene fueron conducidos a través de un laberinto de pasillos hasta un lugar que Singh llamó simplemente el pabellón.
Selene abrió desmesuradamente los ojos, ganada por el asombro. El pabellón era una espaciosa y ventilada sala con una hilera de camas a lo largo de una pared, al otro lado de la cual se abría una enorme terraza desde la que llegaba la brisa. Las camas estaban ocupadas por personas con distintas dolencias y heridas. Unas guirnaldas de flores festoneaban los muros y el techo; junto a cada cama se podía ver una impresionante espada y en el aire se aspiraba el aroma del incienso de mostaza.
Selene no salía de su sorpresa. Los pacientes descansaban sobre sábanas blancas, apoyaban la cabeza en almohadas blancas y estaban tapados con cobertores blancos; en las mesitas que separaban las camas había jofainas, lienzos y varitas de incienso; unos servidores atendían a los pacientes —lavándolos, cambiándoles las vendas, dándoles de comer—, sin cesar de reír y bromear con ellos. Algunos les cantaban incluso canciones. En el centro de la estancia, un hombre subido a un pedestal debía de estar recitando un relato humorístico, pensó Selene, a juzgar por los frecuentes estallidos de risas y aplausos.
Cuando llegaron a la última cama, Selene reconoció al anciano de la cabeza vendada a quien Singh identificó como Nemrod, el astrólogo de la corte. Tres hermosas mujeres permanecían sentadas junto a su cama, cantando y batiendo palmas rítmicamente. Cuando los ojos de Nemrod empezaban a cerrarse, una de ellas le pellizcaba la mejilla y entonces Nemrod los abría de golpe.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Selene al llegar a los pies de la cama.
—Le mantienen despierto —contestó Singh con desdén—. Si eres una sanadora, sabrás que es malo que un paciente duerma de día.
Prescindiendo de su tono despectivo y sin prestar atención a aquel absurdo concepto, Selene preguntó:
—¿Cómo se llama este lugar?
—El pabellón.
—Pero… ¿qué es?
Singh frunció el ceño. Él y Selene se expresaban en griego, pero no se le ocurría ninguna palabra en aquella lengua capaz de describir aquel lugar y tuvo que recurrir a la palabra sánscrita chikisaka.
—Es el lugar al que llevamos a nuestros enfermos. ¿Cómo lo llamáis allí de donde tú procedes?
Selene frunció también el ceño. Tampoco se le ocurría ningún equivalente en griego. Comprendió que ello se debía a que en el mundo occidental no había ningún sitio especialmente destinado a acoger a los enfermos, aparte los templos de Esculapio.
—No tenemos ningún sitio así —reconoció al final.
Una expresión de desprecio se dibujó en el rostro de Singh.
«Forasteros —pensó—. ¿Para qué querrá el astrólogo hablar con ellos?».
Apartó la mirada y se acercó a la cama junto a la cual las tres mujeres seguían entonando cantos. Mientras Singh se inclinaba sobre el astrólogo y conversaba con él en parsi, Selene contempló una vez más el sorprendente pabellón y esta vez se percató de la presencia de un hombre bajito y rechoncho que la miraba desde las sombras de un rincón. Vestía ropas de color melocotón y se tocaba con un turbante turquesa; sus ojos le miraban con recelo por encima de una poblada barba negra.
—Ahora puedes acercarte al Daniel —le dijo Singh en tono desabrido—, pero procura no alargar mucho la conversación.
Selene se aproximó a la cama y contempló el ceniciento rostro. «Tendrían que dejarle dormir», pensó preocupada mientras miraba a las tres cantantes.
—Hola —le dijo en voz baja—. Soy Selene.
Los ojos lechosos la buscaron en el aire un instante y después se concentraron en su rostro.
—¿Tú me salvaste la vida? —preguntó Nemrod con voz cascada.
—Yo y mi amigo —contestó Selene, señalando a Wulf—. Él apartó el halcón de tu cabeza y yo te curé las heridas.
—El maldito pájaro confundió mi cabeza con una liebre —dijo Nemrod, lanzando un suspiro—. Pero yo tuve la culpa. Jamás hubiera tenido que participar en la expedición de caza de Mudra.
Tenía que hacer un enorme esfuerzo para hablar y Selene vio que estaba agotado. Iba a apoyar la mano en su frente cuando Singh le gritó:
—¡Detente! —Selene le miró asombrada—. No puedes tocar al Daniel.
—Pero necesito saber cómo está. Su piel no tiene buen color. Déjame examinarle la herida.
—No puedes tocarle.
—¡Pero si ya le he tocado!
—Tu presencia aquí es una molestia. Estás perturbando la atmósfera de alegría. Vete en seguida.
Selene miró al médico asombrada y, por encima de sus hombros, vio al hombre de la barba negra, observándola todavía desde el rincón.
—Pero eso es ridic…
—¡Vete! —gritó Singh, llamando por señas a los guardianes.
Mientras ella y Wulf eran conducidos fuera del pabellón, Selene volvió la cabeza y vio a Singh conversar con el hombre del rincón.