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Se fueron al anochecer, con el sol poniente en los ojos, siguiendo un antiguo camino real construido hacía cientos de años por Ciro, el primer rey de los persas.
El llano se elevaba gradualmente desde la costa hasta unas suaves colinas que, a su vez, daban paso a las empinadas laderas de los montes Zagros. El aire era cada vez más tenue y más frío. A los diez días de su partida de la costa, llegaron a las famosas Puertas Persas donde, hacía trescientos años, el gran «Sikander» libró una valerosa batalla; allí, les explicó el guía a Selene y a Wulf, se encontraban a media legua sobre el nivel del mar.
Lejos de sentirse debilitada por el agotador viaje, Selene se notaba más fuerte que nunca. Allí arriba, las estrellas parecían más brillantes y más cercanas a la tierra, y la luna blanca y redonda iluminaba los robledales con su luz plateada. El aire poseía una pureza embriagadora. Mientras cruzaba con Wulf el paso montañoso siguiendo a los asnos, Selene se llenó de emoción y esperanza. El viaje estaba a punto de finalizar; al otro lado de aquella elevación verían la antigua Persépolis, desde donde podrían dirigirse al oeste para regresar al hogar.
Ya sabía cómo sería Persépolis porque el patrón del barco se la había descrito durante su travesía por el mar Inferior: «Una vasta llanura rodeada por un anillo de montañas —le había dicho—, una llanura que es como un jardín lleno de árboles, flores y hierba. Hay canales y arroyos, aves de caza y gacelas domesticadas. Es un Jardín del Edén, donde los palacios de la nobleza resplandecen bajo el sol. ¡Te quedarás asombrada!».
Cuando finalmente llegaron arriba, los tres se detuvieron para contemplar el llano. Aunque no se distinguían todos los detalles porque ya estaba anocheciendo, Selene creyó ver el gran palacio de piedra y madera de cedro pintado con brillantes colores y adornado con miles de borlas de oro.
Persépolis, pensó Selene aturdida. Aquella ciudad era un paso más hacia su destino; los propios dioses la habían conducido hasta allí.
Pronto empezaron a bajar por la ladera oriental de la montaña. Era medianoche y la luz de la luna parecía proceder de una antorcha espectral. Mientras seguían el camino real, Selene experimentó un extraño estremecimiento en todos los poros de su piel.
Un silencio sobrenatural cubría todo el valle, como si la invisible mano de un dios lo cubriera de una a otra montaña, aislándolo del resto del mundo. El rumor de los cascos de los asnos resonaba en la tierra. Selene y Wulf miraron a su alrededor, primero perplejos y después consternados. Cuando cruzaron el viejo puente de madera sobre el río Pulvar, el guía les habló como si no ocurriera nada, contándoles las proezas de «Sikander», el gran Alejandro, que había conquistado aquellas tierras hacía tiempo y mostrado su poder a los persas incendiando aquella ciudad y contemplando después cómo ardía Persépolis, en un fuego cuyo resplandor debió llegar a los más alejados confines de la tierra.
Selene contempló aterrada los escombros, los muros rotos y las columnas derribadas que en otros tiempos habían sido el palacio de Darío el Grande. Allí no había jardines, ni árboles, ni flores, y ni siquiera hierba…, sólo una tierra desierta y reseca, maldita por los dioses.
Al llegar a la Puerta de Jerjes, el guía siguió hablando mientras sus acompañantes guardaban silencio. Allí no había borlas de oro, ni columnas pintadas, ni muros de madera de cedro… ¡el patrón del barco les había contado cosas que otros debieron contarle! ¡Jamás había estado en Persépolis!
—Oh, Wulf —musitó Selene en la gélida noche—. Es una ciudad muerta. Aquí no hay nadie.
Wulf miró las pocas columnas que todavía quedaban en pie como si sostuvieran el estrellado dosel del cielo, y se preguntó qué dioses habrían creado aquel lugar y por qué habían permitido su ruina.
—Wulf —añadió Selene decepcionada—, hemos llegado a un lugar muerto. Aquí no hay nada. ¿Por qué me han conducido los dioses a esta tumba? Ahora tendremos que trasladarnos a otra ciudad. Y estoy muy cansada de viajar…
Selene se apoyó contra Wulf y éste la rodeó con sus brazos, mirando al guía que se había apartado un poco y le indicaba el sitio donde iban a acampar. El hombre les dejó solos, pensando que eran unos visitantes deseosos de conocer aquel lugar. A Persépolis sólo acudían los nostálgicos de la historia.
Selene y Wulf permanecieron de pie, inmóviles, como una de aquellas estatuas de piedra, abrazados el uno al otro para protegerse de la fría noche. Estaban agotados. Se habían desplazado desde tan lejos para acabar descubriendo que tendrían que trasladarse a otra ciudad y emprender otro camino.
El abrazo fue inmóvil al principio. Después, Wulf empezó a acariciar el cabello de Selene y ella le acarició a su vez la espalda.
Ambos se buscaron los labios al unísono. Fue un beso dulce y tierno, sin apremio ni pasión, una muestra de afecto semejante a un bálsamo para sus espíritus cansados. Sus hogares estaban tan lejos que necesitaban buscarlos el uno en el otro.
La tierra pareció atraerles mientras las estrellas giraban por encima de sus cabezas en lo alto de las columnas. Selene y Wulf hicieron lentamente el amor hasta bien entrada la noche, disipando durante aquel breve tiempo toda su soledad, sus ansias y su desesperación.
El sol asomó por las cumbres orientales y, en un instante, todo el llano quedó iluminado por su cegadora luz. Una fresca brisa, que pronto se tornaría cálida y seca, les agitó el cabello mientras avanzaban por entre las ruinas.
Vieron unas columnas calcinadas y una capa de ceniza de madera de cedro procedente de las enormes alfardas desplomadas durante el terrible incendio desencadenado por las antorchas de Alejandro. Unos muros de oscura piedra caliza, laboriosamente labrados por hábiles canteros, representaban hieráticos desfiles de gentes largo tiempo olvidadas, las únicas que ahora habitaban aquel desolado lugar.
Se les acercó el guía con los asnos para informarles que deberían buscar un refugio donde pasar el día, ya que pronto el calor sería insoportable. El hombre miró a Selene y, al ver que tenía el cabello lleno de arena y los labios hinchados, se encogió de hombros. No eran los primeros visitantes que acudían a Persépolis con propósitos carnales. Aquellas ruinas encendían la lujuria de los hombres y las mujeres. Cualquiera sabía por qué.
Cuando el guía quiso retornar al camino por el que acababan de llegar para conducirles de nuevo a la costa, Wulf y Selene insistieron en que tomara otro. No podían desandar el mismo trayecto porque les acechaba el peligro de los soldados de Lasha. ¿No podrían viajar al norte?, le preguntaron. ¿No podrían llegar a Armenia, siguiendo el camino que conducía al oeste desde el norte de Persia? El guía se rascó la cabeza.
—Aquel camino de allí —les dijo— conduce a un palacio del placer, en el norte. Y de allí parte, según creo, un camino que se dirige al oeste.
Wulf y Selene habían oído hablar de aquel palacio del placer y sabían que se levantaba al final de un camino rápido y seguro. Preferían probar suerte, antes que correr el peligro de tropezarse con los soldados de Lasha.
Puesto que el guía no quería conducirles hasta aquel palacio ni venderles los asnos, Selene y Wulf se despidieron de él y optaron por cruzar a pie aquellas inhóspitas llanuras.