40

—En la plaza de Gilgamesh de Babilonia —le dijo Selene a Rani una tarde mientras ambas tomaban un té de menta—, todos los enfermos y heridos se reúnen, como en vuestras chikisakas. Pero aquí termina todo el parecido. Hay mucho desorden y la ayuda que les prestan es fortuita y, a menudo, perjudicial. Muchos no reciben el menor auxilio y mueren allí mismo. Y, en nuestros templos de Esculapio, en Siria, la persona le paga una moneda al sacerdote y, de este modo, puede pasar la noche en el santuario. Si el dios la visita mientras duerme, la persona se cura. En caso contrario, tiene que irse. El dios puede presentarse bajo la apariencia de un médico o un sacerdote, pero todo depende de la habilidad o el humor del médico, y los pacientes siempre corren un grave peligro. A veces, se van peor de lo que estaban.

—Entonces, ¿tú apruebas nuestros métodos?

—El de la chikisaka, sí. Allá, en Antioquía, mi madre se pasaba el día corriendo de un lado para otro para visitar a los enfermos. Muchos de ellos vivían solos y no tenían quien les cuidara; e incluso los que tenían dinero eran atendidos por personas sin ninguna preparación. No hay cuidadores adiestrados como los del pabellón. En mi delirio, tuve la visión de un lugar muy espacioso, como un templo o un palacio. Y, en medio de mi fiebre, oí una voz que me decía: «Blancos muros de alabastro brillando bajo el sol».

—¿Eso qué significa?

—Pensé al principio que había vislumbrado el futuro y que aquello era un lugar que yo visitaría algún día. Cuando me condujeron a este palacio tras socorrer a Nemrod, creí que la visión se refería a eso, pero ahora me parece que no se refería a ningún lugar concreto sino a un concepto. Cuando vi el pabellón y averigüé la existencia de las chikisakas, se me ocurrió pensar: «Algún día yo construiré en Antioquía una chikisaka donde todos los enfermos y heridos puedan descansar y recibir cuidados. Algo así como una hospedería para personas enfermas y delicadas, en la que éstas podrán permanecer hasta que recuperen la salud».

Rani lanzó un suspiro. ¡Cuántas aspiraciones tenía aquella joven! ¡Y qué afortunada era al gozar de libertad para alcanzarlas! «¡Qué sesgo tan distinto hubiera tomado mi vida —pensó Rani con envidia—, si hubiera nacido en su mundo y no en el mío!».

Un sonoro trueno llevó a las dos mujeres a mirar hacia la terraza. Una ligera lluvia de octubre había empezado a caer.

Apartando a un lado su taza, Selene se levantó y se acercó a los cortinajes de seda. La princesa le preguntó a su espalda:

—¿Cuándo te vas?

—Mañana.

—Entonces, ¿has encontrado un camino?

—Wulf y yo —contestó Selene sin volverse a mirarla— nos incorporaremos a la caravana de un hombre llamado Gupta. Conoce muy bien el camino a través de Armenia y ha pagado su protección a los bandidos de las montañas. Ha prometido conducirnos sanos y salvos al mar Negro.

—¿Y luego?

Selene contempló pensativa un instante la lluvia y después miró a la princesa.

—En la costa de Capadocia, Wulf tomará un barco que le conducirá hasta el río Danubio. Yo, en cambio, me dirigiré al sur, atravesando Cilicia, y llegaré a Antioquía antes de la primavera.

Ambas mujeres se miraron en silencio.

—Te echaré de menos —dijo Rani.

—Y yo a ti…

La princesa apartó el rostro. Pensaba pedirle a Selene que se quedara algún tiempo en Persia, pero sabía lo de Andrés, lo de la rosa de marfil que contenía la clave de la identidad de Selene y lo de la promesa de buscar su propia identidad hecha por la joven a una moribunda. Un futuro prometedor se extendía ante Selene, y Rani no tenía ningún derecho a negárselo. En realidad, Rani no sabía muy bien lo que era el futuro: ella no lo tenía en aquel momento, ni jamás lo había tenido. Al haber nacido hembra, tenía trazado el rumbo de su vida: casarse, tener hijos, mantenerse en la ignorancia y carecer de instrucción.

En otros tiempos, Rani maldecía su suerte. Los años habían amortiguado su amargura y se había resignado. Aunque no tenía marido ni hijos y era una criatura inútil e incluso despreciable en aquel apartado rincón del mundo, estaba viva y podía leer libros y conversar con hombres eruditos. Sin embargo, la llegada de Selene había avivado su antigua cólera y su resentimiento; confinada en aquel diván y aquellos aposentos, Rani maldijo de nuevo la sociedad que la había engendrado.

«Me equivoqué —pensó—. Selene no es la persona vaticinada por las estrellas. La que va a llevarse a Chandra…».

Ambas mujeres se sumieron en el silencio, la princesa en su diván y Selene de pie, contemplando la lluvia. Estaban físicamente cerca, pero a muchas leguas de distancia en lo espiritual. Rani ya lloraba la inminente partida de su nueva amiga, y Selene luchaba con la terrible decisión que debería tomar.

«Porque ya no puedo irme con Wulf —pensó con tristeza—. Ayer hubiera podido irme a Armenia con él; pero hoy todo ha cambiado».

Selene se volvió a mirar a Rani, dudando ante la posibilidad de confesarle su secreto y pedirle consejo. Durante aquellas pocas semanas, Selene había aprendido a valorar la serena fuerza y la sabiduría de la princesa. ¡Ser prisionera de aquel cuerpo y vivir sola en aquella estancia durante tantos años! Sólo una mujer de enorme fuerza interior podía subsistir en semejantes condiciones con su dignidad intacta, pensó Selene.

«¿Cómo habrá sido? —se preguntó Selene, contemplando desde la entrada de la terraza la redonda cabeza inclinada de Rani, con el cabello negro recogido en la nuca—. ¿Cómo habrá vivido en estas habitaciones durante treinta años, visitada tan sólo por Chandra?».

Chandra…

El enigmático hombrecillo volvió a insinuarse una vez más en sus pensamientos. A pesar de su comedimiento y de su discreción, la figura de Chandra revoloteaba en su mente como una mariposa alrededor de una llama.

¿Qué era lo que más le molestaba de él? Durante aquellas semanas, el hombre apenas si había cruzado unas palabras con ella. Selene suponía que desdeñaba hacerlo por considerarla una forastera de humilde origen. Y, sin embargo, sabía que el médico sentía curiosidad por ella. Siempre que visitaba el pabellón, Chandra estaba allí, observándola. Y casi todas las noches, cuando Selene acudía a visitar a la princesa, Rani le hacía preguntas sobre algo que ella le había hecho a algún paciente y que Chandra le había comentado más tarde.

Como la mañana en que Selene utilizó el «toque» para sanar a Nemrod.

Aunque la herida del cuero cabelludo había cicatrizado bien, los días de permanencia en la cama le provocaban una acumulación de líquido en los pulmones. Nada de lo que hacían los médicos le aliviaba; el anciano astrólogo tosía y resollaba de modo alarmante. Puesto que ni las medicinas ni los vahos conseguían mejorar su estado, Selene pidió permiso para utilizar el «toque», advirtiendo que no siempre daba el resultado apetecido, aunque jamás perjudicaba al enfermo.

Después se situó de pie junto al lecho del astrólogo, extendió los brazos, conjuró la imagen de la llama y pasó las manos por sobre su cuerpo. El «toque» ejerció en Nemrod un efecto calmante. El anciano empezó a respirar con más facilidad y, al cabo de unos días, se le secaron los pulmones y se inició la mejoría.

Chandra observó a Selene mientras utilizaba el «toque» y por la noche Rani le hizo preguntas al respecto.

Selene descubrió que Rani tenía un extraordinario interés por las artes curativas, sobre las que poseía unos sorprendentes conocimientos. Una tarde, había visto cómo introducían una oveja en el pabellón y la acompañaban a la cama de un paciente para que éste alentara sobre las ventanas de su nariz. Después se llevaron a la oveja. Aquella noche, se lo comentó a la princesa y Rani le dijo:

—Es un método para hacer un diagnóstico difícil. La oveja fue conducida posteriormente al templo, donde la sacrificaron y examinaron su hígado para averiguar qué dolencia padecía el enfermo.

—Sabes mucho de medicina —le dijo Selene.

—Mi único amigo es médico —contestó Rani, apartando el rostro—. ¿Tú y Wulf os vais a marchar con esta lluvia? —preguntó después.

—Es necesario, ya que, de otro modo, nos tropezaríamos con las grandes nevadas —contestó Selene, tomando un sorbo de té y posando después la taza sobre la mesita—. Rani, hay un obstáculo.

—¿De qué se trata?

—Voy a tener un hijo —contestó Selene en voz baja.

Rani la miró asombrada y después extendió la mano para tomar la de Selene.

—¡Los dioses han derramado sobre ti sus bendiciones, amiga mía! ¡No hay razón para que estés triste!

—Pues lo estoy. ¿No lo comprendes? ¡No puedo irme con Wulf! ¡Ahora no estoy en condiciones de viajar!

—Claro. —Rani frunció el entrecejo—. Lo comprendo. ¿Qué dice Wulf? ¿Aplazará la partida?

—Aún no le he dicho nada a Wulf.

—¿Por qué no?

—Porque si le digo que estoy embarazada se quedará aquí. No se irá con Gupta.

—En tal caso, os podríais marchar cuando naciera el niño.

—Será un viaje muy difícil —dijo Selene, sacudiendo la cabeza—. Un niño sería un estorbo. Tendríamos que esperar a que fuera lo bastante mayor como para resistir los rigores del viaje antes de abandonar Persia. Y después, ¿qué? ¿A dónde iríamos? Wulf tiene familia en Germania, una esposa y un hijo junto a los cuales debe regresar. Y yo debo regresar a Antioquía junto a Andrés. ¿Cómo podríamos vivir los dos con un niño? Eso no hubiera tenido que ocurrir, Rani. Wulf y yo no podemos permanecer juntos para siempre.

Rani se conmovió al ver las lágrimas de su amiga.

—En tal caso, no debes decirle nada —dijo—. Por el bien de los dos. Dale una excusa para justificar tu voluntad de quedarte aquí. Insiste en que se vaya solo.

—¿Cómo puedo ocultárselo? —murmuró Selene—. ¿Cómo puedo ocultarle semejante secreto? ¡Tiene derecho a saberlo!

«Secretos —pensó Rani—. Yo llevo treinta y seis años ocultando un terrible secreto, y sólo una persona lo sabe: Nemrod. Nemrod lo sabe…».

—Sería una egoísta si le dijera a Wulf lo del niño —prosiguió diciendo Selene—. Porque sé que entonces se quedaría conmigo. Sé que, si supiera lo del niño, no abandonaría Persia. Pero él tiene que irse ahora para volver junto a su pueblo, que le necesita. Y yo debo regresar a Siria y encontrar a Andrés. Yo quiero a Wulf, Rani, pero estoy comprometida en cuerpo y alma con Andrés. Ambos son distintos y los amo de distinta manera. Wulf me acompañó en mi exilio; yo le salvé la vida y él me la salvó a mí. El vínculo que se creó entre los dos es muy singular. Pero ambos tenemos destinos diferentes. Oh, Rani, ¿qué voy a hacer?

La princesa tardó un poco en responder. Acababa de darse cuenta de algo. Al final, habló en un susurro.

—Por todos los dioses, serás tú…

Selene la miró perpleja.

—Tú serás el final de Chandra —dijo Rani atropelladamente—. Selene, ¿qué harás cuando nazca el niño? ¿Adónde irás?

—A Antioquía. Cuando haya crecido lo bastante. Seguiré el camino del sur. A los soldados de Lasha no les llamará la atención una mujer sola con un niño…

—¡Llévame contigo!

—¿Que te lleve…?

—¡Déjame ir contigo a Occidente, Selene! ¡Déjame escapar de esta prisión! Quiero ver el mundo. ¡Quiero ver tu mundo! Selene, escúchame. —Rani hablaba a trompicones y con el rostro arrebolado por la emoción—. Nemrod me dijo que una persona de cuatro ojos vendría a este palacio y acabaría con la existencia de Chandra aquí. Tú eres esa persona, Selene. Tú y el niño que llevas dentro tenéis cuatro ojos en total.

—Pero ¿qué tengo yo que ver con Chandra? —preguntó Selene, confusa.

—Tú piensas irte de aquí, ¿verdad? Si yo me voy contigo, la presencia de Chandra perderá toda justificación, y se cumplirá la profecía.

—No lo entiendo.

Rani dio unas palmadas y apareció Miko, la anciana doncella. La princesa le habló en parsi y la doncella pareció sorprenderse. Después Rani le dijo a Selene:

—Voy a revelarte un secreto que nadie sabe, excepto mis esclavas personales y Nemrod.

La anciana Miko regresó con un fardo. Lo dejó al lado de la princesa y se retiró con una expresión dubitativa. De repente Rani apartó la colcha y se incorporó en el diván con las piernas colgando.

—Éste es Chandra —dijo Rani, retirando el lienzo que cubría el fardo. Para asombro de Selene, aparecieron unas prendas de vestir que ella recordó haber visto en el pabellón (una chaqueta y un turbante amarillo limón, y una larga y poblada barba negra)—. Mira —añadió Rani, acercándose la barba al rostro—. ¿Lo entiendes ahora?

—¿Tú? —Selene la miró asombrada—. ¿Tú eres Chandra?

Rani se levantó del diván, soltó la barba falsa y se acercó a los cortinajes.

—Siempre quise ser sanadora —dijo, contemplando la suave lluvia—. Cuando niña era aficionada a curar a los animales heridos. No podía soportar la injusticia del mundo en el que había nacido, un mundo según el cual una mujer no es digna de dedicarse al arte de curar.

»Yo era una niña muy obstinada. Tuve con mi padre peleas terribles. Yo quería estudiar en una de las grandes escuelas de medicina de Madrás o Peshawar. ¡Fue como si pidiera la luna! Cuando me comunicó que me enviaría a Persia para casarme con un príncipe, me encerré en mi habitación y no quise probar bocado. Tenía doce años y ya sabía lo que deseaba hacer en la vida. Casarme con un príncipe gordo y tener hijos no entraba en mis planes —añadió Rani, mirando a Selene con una sonrisa.

Selene la escuchaba fascinada. Al revelarle su engaño —había vivido treinta años con dos identidades—, muchas piezas del rompecabezas empezaron a encajar: por qué sabía Rani tanto de medicina, por qué parecía conocer los más mínimos detalles de su actividad en el pabellón, por qué ella jamás había coincidido con Chandra en los aposentos de la princesa y por qué Chandra raras veces le dirigía la palabra.

—Procuré que nadie me viera con ambos disfraces —añadió Rani—. Los que trabajan con Chandra nunca han visto a la princesa. Aparte Nemrod, tú eres la primera persona en treinta años que me ve como princesa y como médico.

Selene le comentó entonces a Rani la extrañeza que le producía su «parálisis», explicándole la prueba de la planta del pie que Andrés le había enseñado a aplicar.

—En una pierna sana, cuando se rasca la planta del pie, los dedos se curvan hacia abajo en una acción refleja. Si la pierna está paralizada, eso no ocurre. Tus dedos se curvaron hacia abajo, y eso me desconcertó.

Selene se levantó y se acercó a la princesa, que seguía de pie a la entrada de la terraza.

—¿Qué ocurrió cuando llegaste aquí? —le preguntó.

—Al principio, intenté huir —contestó la princesa, apoyando su delicada mano morena en los cortinajes—. Pensé que podría disfrazarme de chico y recorrer el mundo. Tenía un espíritu muy inquieto…, pero me encerraron en mi habitación hasta la víspera de la boda. Desesperada, me inventé unas «fiebres» y después simulé no poder andar. Sabía que de ese modo, ningún hombre me querría. Aquí, en Persia, no se conoce este reflejo de la planta del pie. En caso contrario, puede que mi engaño hubiera sido descubierto hace mucho tiempo. Soporté los pellizcos y los pinchazos de los médicos hasta que, al final, me dejaron en paz y me olvidaron. El príncipe se casó con otra y yo me convertí en la Desdichada.

La suave voz de Rani se mezcló con el murmullo de la lluvia sobre las hojas y la hierba de la terraza. La princesa habló de sus primeros seis años de soledad, de su amistad con el astrólogo, iniciada al acudir él a leerle el horóscopo, de su aprendizaje de la lectura y la escritura y, finalmente, del plan que había urdido a los dieciocho años para poder moverse con libertad en el interior del palacio.

—Nemrod me ayudó. Me trajo ropa de hombre y una barba y me presentó como Chandra. Yo actué con mucha prudencia, observando y aprendiendo sin apenas decir nada. Mi propósito era abandonar el palacio bajo la apariencia de Chandra y dirigirme a los grandes centros del saber. Pero… no pudo ser.

Rani le explicó a Selene cómo, con el tiempo, había llegado a disfrutar de aquella doble existencia en palacio: respetado médico de día, con todos los privilegios propios de los hombres, y consentida princesa de noche.

—Mis esclavas mantenían a raya a los visitantes, diciéndoles que estaba durmiendo durante el día. Pero, en realidad, nadie se acordaba de mí. Pocas personas mostraban interés por verme. Era una situación ideal. Podía estudiar lo que quisiera, todas las cosas que a las mujeres les estaban vedadas: libros, los pacientes del pabellón, las estrellas desde el observatorio celeste de Nemrod. El precio que tuve que pagar a cambio fue… la vida normal de una mujer. Comprendí hace tiempo que, una vez emprendiera este doble camino, me privaría para siempre de la posibilidad de enamorarme, ser madre y cuidada por un hombre y tener hijos. Si hubieran descubierto que me disfrazaba de hombre, me hubieran castigado y condenado a muerte. Por consiguiente… —Rani lanzó un suspiro nostálgico—. Cuando sentía que estaba a punto de enamorarme y me encariñaba con algún médico, reprimía mis sentimientos. Nadie lo sabía, claro. Y tanto menos el apuesto médico de quien me enamoré hace años. Se fue de palacio poco tiempo después…

—¿Por qué nunca te fuiste? —le preguntó Selene.

—¿Y por qué hubiera tenido que irme? —Rani apartó el rostro de la lluvia y se volvió a mirar a su amiga—. Al cabo de algún tiempo, me pareció una existencia ideal, exceptuando el sacrificio de que te he hablado, y ya no experimenté el deseo de ver el mundo. ¡Pero ahora vuelvo a sentir este anhelo por tu causa, Selene! Sé que he aprendido aquí todo lo que podía aprender, pero ha llegado el momento de que salga a ver el mundo. Cuando Nemrod me dijo que mis astros vaticinaban el término de esta existencia, me llenó de temor. ¿Tendría que irme?, me pregunté. Y, en caso afirmativo, ¿adónde? ¿O acaso moriría? Entonces llegaste tú. —La princesa extendió la mano y tocó el brazo de Selene—. Tú me hiciste recordar mi ambición infantil largo tiempo olvidada. Mi deseo de ver el mundo. Selene —añadió Rani, con los ojos empañados por las lágrimas—, quiero ver muchas cosas, hacer muchas cosas. Puedo aprender mucho y ofrecer mucho. Tengo cuarenta y ocho años y ya es hora de que empiece a vivir. Selene, llévame contigo, por favor.