V. Ningún hombre escapa a su destino
Se cuenta en la saga de Olaf Tryggvason que Nornagest fue a verlo cuando estaba en Nidharos y permaneció un tiempo en la residencia del rey; pues muy maravillosas eran las historias que conocía Gest. Una noche tras otra, mientras el año se arrastraba hacia el invierno, los hombres se sentaban a escuchar junto al fuego. Escuchaban historias de tiempos pasados y de los confines del mundo. A menudo Nornagest cantaba estrofas, pues era un escaldo y sabía acompañar las palabras con arpa, al estilo inglés. Algunos mascullaban que debía de ser un embustero, preguntándose cómo un hombre podía haber viajado o ser tan viejo. Pero el rey Olaf los silenciaba y escuchaba con atención.
—Yo vivía en una granja de las tierras altas —acababa de decir Gest—. Mi último hijo murió, y de nuevo estaba harto de mi morada, más harto que nunca, señor. Me llegaron noticias tuyas, y he venido para ver si son ciertas.
—Las buenas noticias que has oído son ciertas —respondió el sacerdote Conor—. Por la gracia de Dios, él está trayendo un nuevo día a Noruega.
—Pero tu primer día amaneció ya hace mucho tiempo, ¿eh, Gest? —musitó Olaf—. Hemos oído hablar de ti una y otra vez, aunque sólo tus vecinos de las montañas te han visto durante muchos años, y yo creía que estabas muerto. —El forastero era un hombre alto y delgado de espalda recta, pelo y barba gris, pero con pocas arrugas sobre los fuertes huesos de la cara—. No has envejecido.
—Soy más viejo de lo que parezco, señor —suspiró Gest.
—Nornagest: Huésped de las Nornas. Un apodo extraño y pagano —dijo lentamente el rey—. ¿Cómo te lo has ganado?
—Tal vez no quieras saberlo.
Y Gest cambió de tema.
Conocía muy bien ese arte. Una y otra vez, Olaf lo exhortaba a aceptar el bautismo y salvarse. Pero el rey no hacía amenazas ni ordenaba su muerte, como hacía con la mayoría de los obstinados. Las historias de Gest eran tan cautivadoras que deseaba retener allí a ese vagabundo.
Conor insistía, y buscaba a Gest casi a diario. El sacerdote cumplía celosamente con su deber. Había ido a ver a Olaf cuando el rey navegó de Dublín a Noruega, derrocó a Hakon Jarl y conquistó la comarca. Ahora el rey llamaba a misioneros de Inglaterra y Alemania, así como de Irlanda, y quizá Conor se sentía un poco excluido.
Gest lo escuchaba con gravedad y respondía con suavidad.
—No desconozco a tu Cristo —le dijo—. A menudo me he topado con él, o con sus adoradores. No reverencio a Odín ni a Thor. —Sonrió con escepticismo—. He conocido a demasiados dioses.
—Pero éste es el Dios único y verdadero —le replicó Conor—. No te resistas, o te perderás. Dentro de pocos años habrán transcurrido mil desde Su nacimiento entre los hombres. Entonces regresará, pondrá fin al mundo y levantará a los muertos para juzgarlos.
Gest miró a lo lejos.
—Ojalá pudiera creer que veré de nuevo a mis muertos —susurró, y dejó que Conor siguiera hablando.
Sin embargo, al anochecer, después de las carnes, cuando se llevaban las mesas del salón y las mujeres traían los cuernos para beber, Gest hablaba de otras cosas. Contaba relatos, cantaba versos, respondía preguntas. Una vez un par de guardias hablaron de la gran batalla de Bravellir.
—Mi antepasado Grani de Bryndal estuvo entre los islandeses que lucharon contra el rey Sigurdh Anillo —alardeó uno—. Avanzó tanto que pudo ver la caída del rey Harald Diente de Guerra. Ni siquiera Starkadh tuvo fuerzas para salvar a los daneses ese día.
—Perdona —intervino Gest—. No hubo islandeses en Bravellir. Los escandinavos aún no habían descubierto esa isla.
El guerrero se enfadó.
—¿Nunca has oído el poema que compuso Starkadh? —replicó—. Menciona todas las hazañas que ambos bandos hicieron durante la refriega.
Gest meneó la cabeza.
—Lo he oído, y no te llamo embustero, Eyvind. Tú cuentas lo que te contaron. Pero Starkadh nunca compuso ese poema. El autor fue otro escaldo, mucho después, y lo puso en labios del rey. La batalla de Bravellir… —Se interrumpió para recordar mientras las llamas siseaban y crepitaban—. ¿Fue hace trescientos años? Lo he olvidado.
—¿Quieres decir que Starkadh no estuvo allí, y tú sí? —se burló el guardia.
—Oh, estuvo —dijo Gest—, aunque no era como en las historias que hoy cuentan los hombres, ni estaba cojo, viejo y medio ciego cuando al fin encontró la muerte.
De nuevo se hizo el silencio. El rey Olaf escrutó las fluctuantes sombras antes de preguntarle:
—¿Entonces lo conociste?
Gest asintió.
—En efecto. Lo conocí justo después de Bravellir.