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Tres buques navegaban bajo el claro de luna. Sus capitanes no se atrevían a recalar en Gadeira ni en Tartesos —territorio cartaginés— y de noche se mantenían en alta mar. Los tripulantes murmuraban; pero la navegación nocturna en rutas conocidas no era algo inaudito, y estar en el mismo océano era de una extrañeza que superaba todo lo demás.

Las naves eran similares, de modo que pudieran viajar en convoy. Eran buques mercantes, aunque su cargamento principal eran hombres bien armados y sus provisiones. De manga más angosta que lo habitual, el casco negro se extendía unos treinta metros desde la alta popa, donde estaban los remos gemelos para timonear y se erguía una cabeza de cisne, hasta el tajamar de la proa. En el medio un mástil portaba una gran vela cuadrada y una gavia triangular. A proa había una pequeña camareta, y a popa dos botes de remo, para remolcar la nave en caso de necesidad o para salvar vidas en caso de desesperación. Cada nave alcanzaba un ángulo de maniobra de hasta ochenta grados, despacio y con torpeza; existían aparejos más flexibles, pero menos potentes. Esa noche, con brisa favorable, iban a cinco nudos.

Hanno salió. La cabina que compartían los oficiales era sofocante para una persona de sus hábitos. A menudo dormía en cubierta, junto a los tripulantes que no soportaban el encierro ni el tufo de los compartimentos de abajo.

Arropados en mantas, se acostaban en esteras de paja a lo largo de los macarrones. El aire era frío, y Hanno se envolvió en la clámide. El viento soplaba sobre el mugido de las olas, el crujido de las maderas y los avíos. La nave se mecía, haciendo flexionar los músculos en una danza.

Había una figura a estribor, junto al castillo de proa. Hanno reconoció el perfil de Piteas contra el azogado resplandor de la luna y se le acercó.

—¡Bien! ¡Bien! —saludó—. ¿Tampoco puedes dormir?

—Esperaba ver algo —respondió el griego—. Tendremos pocas noches tan claras, ¿verdad?

Hanno miró hacia el mar. El brillo ondeaba, fulguraba, chispeaba en el agua. La espuma titilaba como un fantasma. Hanno apenas veía los fanales coleados de la verga, pero sí el centelleo y el vaivén de los faroles de los otros barcos. En las honduras de esa movediza mezcla de luz y de tinieblas se erguía una masa oscura, Iberia.

—Hasta ahora hemos tenido suerte con el tiempo —dijo Hanno. Señaló el goniómetro que Piteas tenía en la mano—. ¿Esa cosa es útil aquí?

—Sería mucho más precisa en la costa. Si tan sólo pudiéramos… Bien, sin duda encontraremos mejores oportunidades. Las Osas estarán más altas en el cielo.

Hanno miró esas constelaciones. El ascenso de la luna las había opacado.

—¿Qué tratas de medir?

—Quiero localizar el Polo Norte celestial con mayor exactitud de lo que se ha hecho hasta ahora. —Piteas señaló—. ¿Ves que las dos estrellas más brillantes de la Osa Menor y el primer astro de la cola forman tres puntas de un cuadrángulo? El Polo es la cuarta. O eso dicen.

—Lo sé. Yo soy tu navegante.

—Disculpa. Lo olvidé en mi entusiasmo. —Piteas rió entre dientes, luego continuó con avidez—. Si esta norma práctica se puede refinar, sería de gran ayuda para los marinos, y más aún para los geógrafos y cosmógrafos. Ya que los dioses no han querido poner una estrella justo en el polo, o razonablemente cerca, debemos apañarnos como podamos.

—Hubo tales estrellas en el pasado —dijo Hanno—. Volverá a haberlas en el futuro.

—¿Qué? —Piteas lo miró intensamente en ese resplandor fantasmal—. ¿Quieres decir que los cielos cambian?

—Con los siglos. —Hanno desechó el comentario con un gesto—. Olvídalo. Como tú, hablé sin pensar. No espero que me creas. Considéralo una patraña de marino.

Piteas se acarició la barbilla.

—A decir verdad —murmuró despacio—, un colega mío que me escribe desde Alejandría, donde está la gran biblioteca, me ha mencionado que algunos documentos insinúan… Se requiere un estudio más profundo. Pero tú, Hanno…

El fenicio sonrió con simpatía.

—A veces acierto por casualidad.

—Eres… singular en muchos aspectos. Me has hablado muy poco de ti. ¿Es «Hanno» tu nombre de nacimiento?

—Cumple su función.

—No pareces tener hogar, familia ni ataduras. —Impulsivamente añadió—: Odio pensar que eres un solitario indefenso.

—Gracias, pero no necesito compasión. —Hanno se apresuró a moderar el tono—. Me juzgas por tus propios sentimientos. ¿Ya echas de menos tu hogar?

—No, no en este viaje con que he soñado durante años —dijo el griego, e hizo una pausa—. Pero sí tengo raíces, esposa, hijos. Mi hijo mayor está casado. Cuando regrese, tendré nietos. —Sonrió—. Mi hija mayor ya está en edad de casarse. La he dejado a cargo de mi hermano, con aprobación de mi esposa. Sí, quizá también mi pequeña Dánae tenga un pequeño para entonces. —Tiritó, como por efecto del viento—. No tiene caso ponerse nostálgico. Estaremos lejos mucho tiempo.

Hanno se encogió de hombros.

—Y por lo que sé, las mujeres bárbaras son complacientes.

Piteas lo observó en silencio y no dijo nada sobre los varones jóvenes que ya estaban disponibles. Fueran cuales fuesen los gustos de Hanno, no esperaba que el fenicio llegara a intimar con ningún miembro de la expedición. A pesar de su aparente calidez, parecía haber perdido su humanidad.

La nave de un millón de años
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